¿Qué es la virtud?
Por: Pbro. Juan
María Gallardo | Fuente: encuentra.com
¿QUÉ
ES LA VIRTUD?
¿Eres virtuoso? Si te
hicieran esta pregunta, tu modestia te haría contestar: "No, no de un modo especial". Y, sin embargo, si
estás bautizado y vives en estado de gracia santificante, posees las tres
virtudes más altas: las virtudes divinas de fe,
esperanza y caridad. Si cometieras un pecado mortal, perderías la caridad (o el
amor de Dios), pero aún te quedarían la fe y la esperanza.
Pero antes de seguir adelante, quizás sería
conveniente repasar el significado de "virtud".
En
religión la virtud se define como «el hábito o cualidad permanente del alma que
da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien y evitar el
mal. Por ejemplo, si tienes el hábito de decir siempre la
verdad, posees la virtud de la veracidad o sinceridad. Si tienes el hábito de
ser rigurosamente honrado con los derechos de los demás, posees la virtud de la
justicia.
Si adquirimos una virtud por nuestro propio
esfuerzo, desarrollando conscientemente un hábito bueno, denominamos a esa
virtud natural. Supón que decidimos desarrollar la virtud de la veracidad.
Vigilaremos nuestras palabras, cuidando de no decir nada que altere la verdad.
Al principio quizás nos cueste, especialmente cuando decir la verdad nos cause
inconvenientes o nos avergüence. Un hábito (sea bueno o malo) se consolida por
la repetición de actos. Poco a poco nos resulta más fácil decir la verdad,
aunque sus consecuencias nos contraríen. Llega un momento en que decir la
verdad es para nosotros como una segunda naturaleza, y para mentir tenemos que
ir a contrapelo. Cuando sea así podremos decir en verdad que hemos adquirido la
virtud de la veracidad. Y porque la hemos conseguido con nuestro propio
esfuerzo, esa virtud se llama natural.
Dios, sin embargo, puede
infundir en el alma una virtud directamente, sin esfuerzo por nuestra parte.
Por su poder infinito puede conferir a un alma el poder y la inclinación de
realizar ciertas acciones que son buenas sobrenaturalmente.
Una virtud de este tipo -el hábito infundido en
el alma directamente por Dios- se llama sobrenatural. Entre estas virtudes las
más importantes son las tres que llamamos teologales: fe, esperanza y caridad.
Y se llaman teologales (o divinas) porque atañen a Dios directamente: creemos
en Dios, en Dios esperamos y a El amamos.
Estas tres virtudes, junto con la gracia
santificante, se infunden en nuestra alma en el sacramento del Bautismo.
Incluso un niño, si está bautizado, posee las tres virtudes, aunque no sea
capaz de ejercerlas hasta que no llegue al uso de razón. Y, una vez recibidas,
no se pierden fácilmente. La virtud de la caridad, la capacidad de amar a Dios
con amor sobrenatural, se pierde sólo cuando deliberadamente nos separamos de
El por el pecado mortal. Cuando se pierde la gracia santificante también se
pierde la caridad.
Pero aun habiendo perdido la caridad, la fe y la
esperanza permanecen. La virtud de la esperanza se pierde sólo por un pecado
directo contra ella, por la desesperación de no confiar más en la bondad y
misericordia divinas. Y, por supuesto, si perdemos la fe, la esperanza se
pierde también, pues es evidente que no se puede confiar en Dios si no creemos
en Él. Y la fe a su vez se pierde por un
pecado grave contra ella, cuando rehusamos creer lo que Dios ha revelado.
Además de las tres grandes virtudes que llamamos
teologales o divinas, hay otras cuatro virtudes sobrenaturales que, junto con
la gracia santificante, se infunden en el alma por el Bautismo. Como estas
virtudes no miran directamente a Dios, sino más bien a las personas y cosas en
relación con Dios, se llaman virtudes morales. Las cuatro virtudes morales
sobrenaturales son: prudencia, justicia, fortaleza y
templanza.
Poseen un nombre especial, pues se les llama
virtudes cardinales. El adjetivo «cardinal» se
deriva del sustantivo latino «cardo», que
significa «gozne», y se les llama así por
ser virtudes «gozne», es decir que sobre
ellas dependen las demás virtudes morales. Si un hombre es realmente prudente,
justo, fuerte y templado espiritualmente, podemos afirmar que posee también las
otras virtudes morales. Podríamos decir que estas cuatro virtudes contienen la
semilla de las demás. Por ejemplo, la virtud de la religión, que nos dispone a
dar a Dios el culto debido, emana de la virtud de la justicia. Y de paso
diremos que la virtud de la religión es la más alta de las virtudes morales.
RESULTA INTERESANTE SEÑALAR
DOS DIFERENCIAS NOTABLES ENTRE VIRTUD NATURAL Y SOBRENATURAL.
Una virtud natural, porque se adquiere por la
práctica frecuente y la autodisciplina habitual, nos hace más fáciles los actos
de esa determinada virtud. Llegamos a un punto en que, por dar un ejemplo, nos
resulta más placentero ser sinceros que insinceros. Por otra parte, una virtud
sobrenatural, por ser directamente infundida y no adquirirse por la repetición
de actos, no hace más fácil necesariamente la práctica de la virtud. No nos
resulta difícil imaginar una persona que, poseyendo la virtud de la fe en grado
eminente, tenga tentaciones de duda durante toda su vida.
Otra diferencia entre virtud natural y
sobrenatural es la forma de crecer de cada una. Una virtud natural, como la
paciencia adquirida, aumenta por la práctica repetida y perseverante. Una virtud
sobrenatural, sin embargo, aumenta sólo por la acción de Dios, aumento que Dios
concede en proporción a la bondad moral de nuestras acciones. En otras
palabras, todo lo que acrecienta la gracia santificante, acrecienta también las
virtudes infusas. Crecemos en virtud cuanto crecemos en gracia.
ESPERANZA
Y AMOR
Es doctrina de nuestra fe cristiana que Dios da
a cada alma que crea la suficiente gracia para que alcance el cielo. La virtud
de la esperanza, infundida en nuestra alma por el Bautismo, se basa .en esta
enseñanza de la Iglesia de Cristo y de ella se nutre y desarrolla con el paso
del tiempo.
La esperanza se define como «la virtud sobrenatural con la que deseamos y esperamos
la vida eterna que Dios ha prometido a los que le sirven, y los medios
necesarios para alcanzarla». En otras palabras, nadie pierde el cielo si
no es por su culpa. Por parte de Dios, nuestra salvación es segura. Es
solamente nuestra parte -nuestra cooperación con la gracia de Dios- lo que la
hace incierta.
Esta confianza que tenemos en la bondad divina,
en su poder y fidelidad, hace llevaderos los contratiempos de la vida. Si la
práctica de la virtud nos exige a veces autodisciplina y abnegación, quizá
incluso la autoinmolación y el martirio, hallamos nuestra fortaleza y valor en
la certeza de la victoria final.
La virtud de la esperanza sé implanta en el alma
en el Bautismo, junto con la gracia santificante. Aun el recién nacido, si está
bautizado, posee la virtud de la esperanza. Pero no debe dejarse dormir. Al
llegar la razón, esta virtud debe encontrar expresión en el acto de esperanza,
que es la convicción interior y expresión consciente de nuestra confianza en
Dios y en sus promesas. El acto de esperanza debería figurar de modo prominente
en nuestras oraciones diarias. Es una forma de oración especialmente grata a
Dios, ya que expresa a la vez nuestra completa dependencia de Él y nuestra absoluta confianza en su amor por nosotros.
ES EVIDENTE QUE EL ACTO DE
ESPERANZA ES ABSOLUTAMENTE NECESARIO PARA NUESTRA SALVACIÓN.
Sostener dudas sobre la fidelidad de Dios en
mantener sus promesas, o sobre la efectividad de su gracia en superar nuestras
humanas flaquezas, es un insulto blasfemo a Dios. Nos haría imposible superar
los rigores de la tentación, practicar la caridad abnegada. En resumen, no
podríamos vivir una vida auténticamente cristiana si no tuviéramos confianza en
el resultado final. ¡Qué pocos tendríamos la
fortaleza para perseverar en el bien si tuviéramos una posibilidad en un millón
de ir al cielo!
De ahí se sigue que nuestra esperanza debe ser
firme. Una esperanza débil empequeñece a Dios, o en
su poder infinito o en su bondad ilimitada. Esto no significa que no debamos
mantener un sano temor de perder el alma. Pero este temor debe proceder de la falta de confianza en
nosotros, no de falta de confianza en Dios. Si Lucifer pudo rechazar la gracia,
nosotros estamos también expuestos a fracasar, pero este fracaso no sería
imputable a Dios.
Sólo a un estúpido se le ocurriría decir al
arrepentirse de su pecado: «¡Oh Dios, me da tanta
vergüenza ser tan débil!». Quien tiene esperanza dirá: «¡Dios mío, me da tanta vergüenza haber olvidado lo débil
que soy!». Puede definirse un santo diciendo que es aquel que desconfía
absolutamente de sí mismo, y confía absolutamente en Dios.
También es bueno no perder de vista que el
fundamento de la esperanza cristiana se aplica a los demás tanto como a
nosotros mismos. Dios quiere la salvación no sólo mía, sino de todos los
hombres. Esta razón nos llevará a no cansarnos nunca de pedir por los pecadores
y descreídos, especialmente por los más próximos por razón de parentesco o amistad.
Los teólogos católicos enseñan que Dios nunca retira del todo su gracia, ni
siquiera a los pecadores más empedernidos. Cuando la Biblia dice que Dios
endurece su corazón hacia el pecador (como, por ejemplo, hacia el Faraón que se
opuso a Moisés), no es más que un modo poético de describir la reacción del
pecador. Es éste quien endurece su corazón al resistir la gracia de Dios.
Y si falleciera un ser querido, aparentemente
sin arrepentimiento, tampoco debemos desesperar y «afligirnos
como los que no tienen esperanza». Hasta llegar al cielo no sabremos qué
torrente de gracias ha podido Dios derramar sobre el pecador recalcitrante en
el último segundo de consciencia, gracias que habrá obtenido nuestra oración
confiada.
Aunque la confianza en la providencia divina no
es exactamente lo mismo que la virtud divina de la esperanza, está lo
suficientemente ligada a ella para concederle ahora nuestra atención. Confiar
en la providencia divina significa que creemos que Dios nos ama a cada uno de
nosotros con un amor infinito, un amor que no podría ser más directo y personal
si fuéramos la única alma sobre la tierra. A esta fe se añade el convencimiento
de que Dios sólo quiere lo que es para nuestro bien, que, en su sabiduría
infinita, conoce mejor lo que es bueno para nosotros, y que, con su infinito
poder, nos lo da.
Al confiar en el sólido apoyo del amor, cuidado,
sabiduría y poder de Dios, estamos seguros. No caemos en un estado de ánimo
sombrío cuando «las cosas van mal». Si
nuestros planes se tuercen, nuestras ilusiones se frustran, y el fracaso parece
acosarnos a cada paso, sabemos que Dios hace que todo contribuya a nuestro bien
definitivo.
Incluso la amenaza de una guerra atómica o de
una subversión comunista no nos altera, porque sabemos que los mismos males que
el hombre produce, Dios hará que, de algún modo, encajen en sus planes
providenciales.
Esta confianza en la divina providencia es la
que viene en nuestra ayuda cuando somos tentados (y, ¿quién
no lo es alguna vez?) en pensar que somos más listos que Dios, que
sabemos mejor que El lo que nos conviene en unas circunstancias determinadas. «Puede que sea pecado, pero no podemos permitirnos un
hijo más»; «Puede que no sea muy honrado, pero todo el mundo lo hace en los
negocios»; «Ya sé que parece algo turbio, pero así es la política».
Cuando nos vengan estas coartadas a la boca, tenemos que deshacerlas con
nuestra confianza en la providencia de Dios. «Si
hago lo correcto, puede que saque muchos disgustos» tenemos que decirnos, «pero
Dios conoce todas las circunstancias. Sabe más que yo. Y se ocupa de mí. No me
apartaré ni un ápice de su voluntad».
La única virtud que permanecerá siempre con
nosotros es la CARIDAD. En el cielo, la fe
cederá su lugar al conocimiento: no habrá necesidad de «creer
en» Dios cuando le veamos. La esperanza también desaparecerá, ya que
poseeremos la felicidad que esperábamos. Pero la caridad no sólo no
desaparecerá, sino que únicamente en el momento extático en que veamos a Dios
cara a cara alcanzará esta virtud, que fue infundida en nuestra alma por el
Bautismo, la plenitud de su capacidad. Entonces, nuestro amor por Dios, tan
oscuro y débil en esta vida, brillará como un sol en explosión. Cuando nos
veamos unidos a ese Dios infinitamente amable, ese Dios único capaz de colmar
los anhelos de amor del corazón humano, nuestra caridad se expresará
eternamente en un acto de amor.
La caridad divina, virtud
implantada en nuestra alma en el Bautismo junto con la fe y la esperanza, se
define como «la virtud por la que amamos a Dios por Sí mismo sobre todas las
cosas, y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios». Se le llama la reina de las virtudes, porque las
demás, tanto teologales como morales, nos conducen a Dios, pero es la caridad
la que nos une a Él. Donde hay caridad
están también las otras virtudes. «Ama a Dios y haz
lo que quieras», dijo un santo. Es evidente que, si de veras amamos a
Dios, nuestro gusto será hacer sólo lo que le guste.
Por supuesto, es la virtud de la caridad la que
se infunde en nuestra alma por el Bautismo.
Y, cuando alcanzamos uso de razón, nuestra tarea
es hacer actos de amor. El poder de hacer tales actos de amor, fácil y
sobrenaturalmente, se nos da en el Bautismo.
Una persona puede amar a Dios con amor natural.
Al contemplar la bondad y misericordia divinas, los beneficios sin fin que nos
da, podemos sentirnos movidos a amarle como se ama a cualquier persona amable.
Ciertamente, una persona que no ha tenido ocasión de ser bautizada (o que está
en pecado mortal y no tiene posibilidad de ir a confesarlo) no podrá salvarse a
no ser que haga un acto de amor perfecto a Dios, lo que quiere decir de amor
desinteresado: amar a Dios porque es infinitamente amable, amar a Dios sólo por
Sí mismo. También para un acto de amor así necesitamos la ayuda divina en forma
de gracia actual, pero ése sería aún un amor natural.
Solamente por la inhabitación de Dios en el
alma, por la gracia sobrenatural que llamamos gracia santificante, nos hacemos
capaces de un acto de amor sobrenatural a Dios. La razón por la que nuestro
amor se hace sobrenatural está en que realmente es Dios mismo quien se ama a Sí
mismo a través de nosotros. Para aclarar esto, podemos usar el ejemplo del hijo
que compra un regalo de cumpleaños a su padre utilizando (con el permiso de su
padre) la cuenta de crédito de éste para pagarlo. O, como el niño que escribe
una carta a su madre con la misma madre guiando su inexperta mano.
Parecidamente, la vida divina en nosotros nos
capacita para amar a Dios adecuadamente, proporcionadamente, con un amor digno
de Dios. También con un amor agradable a Dios, a pesar de ser, en cierto
sentido, Dios mismo quien hace la acción de amar.
Esta misma virtud de la caridad (que acompaña
siempre a la gracia santificante) hace posible amar al prójimo con amor
sobrenatural. Amamos al prójimo no con un mero amor natural porque es una
persona agradable, porque congeniamos con él, porque nos llevamos bien, porque
de alguna manera nos atrae. Este amor natural no es malo, pero no hay en él
mérito sobrenatural. Por la virtud divina de la caridad nos hacemos vehículo,
instrumento, por el que Dios, a través de nosotros, puede amar al prójimo.
Nuestro papel consiste simplemente en ofrecernos a Dios, en no poner obstáculos
al flujo de amor de Dios. Nuestro papel consiste en tener buena voluntad hacia
el prójimo por amor de Dios, porque sabemos que esto es lo que Dios quiere.
Nuestro prójimo, diremos de paso, incluye a todas las criaturas de Dios: los
ángeles y santos del cielo (cosa fácil), las almas del purgatorio (cosa fácil),
y todos los seres humanos vivos, incluso nuestros enemigos (¡uf!).
Y precisamente en este punto tocamos el corazón
del cristianismo. Es precisamente aquí donde encontramos la cruz, donde
probamos la realidad o falsedad de nuestro amor a Dios. Es fácil amar a nuestra
familia y amigos. No es muy duro amar a «todo el
mundo», de una manera vaga y general, pero querer bien (y rezar y estar
dispuesto a ayudar) a la persona del despacho contiguo que te hizo una mala
pasada, a la vecina de enfrente que murmura de ti, o a aquel pariente que
consiguió con malas artes la herencia de tía Josefina, a aquel criminal que
salió en el periódico porque había violado y matado a una niña de seis años...
si perdonarles ya resulta bastante duro, ¿cómo será
el amarles? De hecho, naturalmente hablando, no somos capaces de
hacerlo. Pero, con la divina virtud de la caridad, podemos, más aún, debemos
hacerlo, o nuestro amor a Dios sería una falsedad y una ficción.
Pero, tengamos presente que el amor
sobrenatural, sea a Dios o a nuestro prójimo, no tiene que ser necesariamente
emotivo. El amor sobrenatural reside principalmente en la voluntad, no en las
emociones. Podemos tener un profundo amor a Dios, según prueba nuestra
fidelidad a Él, sin sentirlo de modo
especial. Amar a Dios sencillamente significa que estamos dispuestos a
cualquier cosa antes que ofenderle con un pecado mortal. De la misma manera,
podemos tener un sincero amor sobrenatural al prójimo, aunque a nivel natural
sintamos por él una marcada repulsión. ¿Le perdono
por Dios el mal que haya hecho? ¿Rezo por él y confío en que alcance las
gracias necesarias para salvarse?
¿ESTOY DISPUESTO A AYUDARLE
SI ESTUVIERA EN NECESIDAD, A PESAR DE MI NATURAL RESISTENCIA?
Si es así, le amo sobrenaturalmente. La virtud
divina de la caridad obra en mi interior, y puedo hacer actos de amor (que
deberían ser frecuentes, cada día) sin hipocresía, ni ficción.
MARAVILLAS INTERIORES
Un joven, al que acababa de bautizar, me decía
poco después: «¿Sabe, padre, que no he notado
ninguna de las maravillas que decía me sucederían al bautizarme? Siento un
alivio especial al saber que mis pecados han sido perdonados, y me alegra saber
que soy hijo de Dios y miembro del Cuerpo Místico de Cristo, pero lo de la
inhabitación de Dios en el alma, de la gracia santificante, las virtudes de fe,
esperanza y caridad y los dones del Espíritu Santo... bien, no los he sentido
en absoluto». Y así es. No sentimos ninguna de estas cosas, por lo
menos, no es lo corriente sentirlas.
La sobrecogedora transformación que tiene lugar
en el Bautismo no se localiza en el cuerpo -en el cerebro, el sistema nervioso
o las emociones-. Tiene lugar en lo más íntimo de nuestro ser, en nuestra alma,
fuera del alcance del análisis intelectual o la reacción emocional. Pero, si
por un milagro pudiéramos disponer de unas lentes que nos permitieran ver el
alma como es, cuando está en gracia santificante y adornada con todos los dones
sobrenaturales, tengo la seguridad que nos moveríamos como en trance,
deslumbrados y en estado perpetuo de asombro, al ver la sobreabundancia con que
Dios nos equipa para lidiar con esta vida y prepararnos para la otra.
En la riquísima dote que acompaña la gracia
santificante están incluidos los siete dones del Espíritu Santo. Estos dones-
sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios-
son cualidades que se imparten al alma y que la hacen sensible a los
movimientos de la gracia y le facilitan la práctica de la virtud. Nos alertan
para oír la silenciosa voz de Dios en nuestro interior, nos hacen dóciles a los
delicados toques de su mano. Podríamos decir que los dones del Espíritu Santo
son el «lubricante» del alma, mientras la gracia es la energía.
Viéndolos uno por uno, EL PRIMERO ES EL DON DE SABIDURÍA, que nos da
el adecuado sentido de proporción para que sepamos estimar las cosas de Dios;
damos al bien y a la virtud su verdadero valor, y vemos los bienes del mundo
como peldaños para la santidad, no como fines en sí. El hombre que, por
ejemplo, pierde su partida semanal por asistir a un retiro espiritual, lo sepa
o no, ha sido conducido por el don de la sabiduría.
Después viene EL DON DE ENTENDIMIENTO. Nos da la percepción espiritual que nos
capacita para entender las verdades de la fe en consonancia con nuestras
necesidades. En igualdad de condiciones, un sacerdote prefiere mucho más
explicar un punto doctrinal al que está en gracia santificante que a uno que no
lo esté. Aquél posee el don de entendimiento, y por ello comprenderá con mucha
más rapidez el punto en cuestión.
El tercer don, EL DON DE CONSEJO, agudiza nuestro juicio. Con su ayuda percibimos -y escogemos- la
decisión que será para mayor gloria de Dios y bien espiritual nuestro. Tomar
una decisión de importancia en pecado mortal, sea ésta sobre vocación,
profesión, problemas familiares o cualquier otra de las que debemos afrontar
continuamente, es un paso peligroso. Sin el don de consejo, el juicio humano es
demasiado falible.
EL
DON DE FORTALEZA apenas
requiere comentario. Unja vida cristiana exige ser en algún grado una vida
heroica. Y siempre está el heroísmo oculto de la conquista de uno mismo.
A veces se nos pide un heroísmo mayor, cuando hacer la
voluntad de Dios trae consigo el riesgo de perder amigos, bienes o salud.
También está el heroísmo más alto de los mártires, que sacrifican la misma vida
por amor de Dios. No en vano Dios enrecia nuestra humana debilidad con su don
de fortaleza.
El DON DE CIENCIA nos da «el saber
hacer», la destreza espiritual. Nos dispone para reconocer lo que nos es
útil espiritualmente o dañino. Está íntimamente unido al don de consejo. Este
nos mueve a escoger lo útil y rechazar lo nocivo, pero, para elegir, debemos
antes conocer. Por ejemplo, si me doy cuenta que demasiadas lecturas frívolas
estragan mi gusto por las cosas espirituales, el don de consejo me induce a
suspender la compra de tantas publicaciones de ese tipo, y me inspira comenzar
una lectura espiritual regular.
El DON DE PIEDAD es mal entendido frecuentemente por los que la
representan con manos juntas, ojos bajos y oraciones interminables. La palabra
«piedad» en su sentido original describe la actitud de un niño hacia sus
padres: esa combinación de amor, confianza y reverencia. Si ésa es nuestra
disposición habitual hacia nuestro Padre Dios, estamos viviendo el don de
piedad. El don de piedad nos impulsa a practicar la virtud, a mantener la
actitud de infantil intimidad con Dios.
Finalmente, EL DON DE TEMOR DE DIOS, que equilibra el don de piedad. Es muy
bueno que miremos a Dios con ojos de amor, confianza y tierna reverencia, pero
es también muy bueno no olvidar nunca que es el Juez de justicia infinita, ante
el que un día tendremos que responder de las gracias que nos ha dado.
Recordarlo nos dará un sano temor de ofenderle por el pecado.
Sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza,
ciencia, piedad y temor de Dios: he aquí los auxiliares de las gracias, sus
«lubricantes». Son predisposiciones a la santidad que, junto con la gracia
santificante, se infunden en nuestra alma en el Bautismo.
Muchos de los catecismos que conozco dan la
lista de «los doce frutos del Espíritu Santo»
-caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre,
fe, modestia, continencia y castidad-. Pero hasta ahora y según mi
experiencia, rara vez se les da más atención que una mención de pasada en las
clases de instrucción religiosa.
Y TODAVÍA MÁS RARAMENTE SE
EXPLICAN EN SERMONES.
Y es una pena que sea así. Si un maestro de
ciencias comienza a explicar en clase el manzano, describirá naturalmente las
raíces y el tronco, y mencionará cómo el sol y la humedad le hacen crecer. Pero
no se le ocurrirá terminar su explicación con la afirmación brusca: «y éste es el árbol que da manzanas». Considerará
a la descripción del fruto una parte importante de su explicación didáctica. De
igual modo resulta ilógico hablar de la gracia santificante, de las virtudes y
dones que la acompañan, y no dar más que una mención casual a los resultados,
que son, precisamente, los frutos del Espíritu Santo: frutos
exteriores de la vida interior, producto externo de la inhabitación del
Espíritu.
Utilizando otra figura, podríamos decir que los
doce frutos son las pinceladas anchas que perfilan el retrato del cristiano
auténtico. Quizá lo más sencillo sea ver cómo es ese retrato, cómo es la
persona que vive habitualmente en gracia santificante y trata con perseverancia
de subordinar su ser a la acción de la gracia.
Primero que todo, esa persona es generosa. Ve a
Cristo en su prójimo, e invariablemente lo trata con consideración, está
siempre dispuesto a ayudarle, aunque sea a costa de inconveniencias y
molestias. Es la caridad.
Luego, es una persona alegre y optimista. Parece
como si irradiara un resplandor interior que le hacer ser notado en cualquier
reunión. Cuando él está presente, parece como si el sol, brillara con un poco
más de luz, la gente sonríe con más facilidad, habla con mayor delicadeza. Es
el gozo.
Es una persona serena y tranquila. Los
psicólogos dirían de él que tiene una «personalidad
equilibrada». Su frente podrá fruncirse con preocupaciones, pero nunca
por el agobio o la angustia. Es un tipo ecuánime, la persona idónea a quien se
acude en casos de emergencia. Es la paz.
No se aíra fácilmente; no guarda rencor por las
ofensas ni se perturba o descorazona cuando las cosas le van mal o la gente se
porta mezquinamente. Podrá fracasar seis veces, y recomenzará la séptima, sin
rechinar los dientes ni culpar a su mala suerte. Es la paciencia.
Es una persona amable. La gente acude a él en
sus problemas, y hallan en él el confidente sinceramente interesado, saliendo
aliviados por el simple hecho de haber conversado con él; tiene una
consideración especial por los niños y ancianos, por los afligidos y
atribulados. Es la benignidad.
Defiende con firmeza la verdad y el derecho,
aunque todos le dejen solo. No está pagado de sí mismo, ni juzga a los demás;
es tardo en criticar y más aún en condenar; conlleva la ignorancia y
debilidades de los demás, pero jamás compromete sus convicciones, jamás
contemporiza con el mal. En su vida interior es invariablemente generoso con
Dios, sin buscar la postura más cómoda. Es la bondad.
No se subleva ante el infortunio y el fracaso,
ante la enfermedad y el dolor. Desconoce la autocompasión: alzará los ojos al
cielo llenos de lágrimas, pero nunca de rebelión. Es la
longanimidad.
Es delicado y está lleno de recursos. Se entrega
totalmente a cualquier tarea que le venga, pero sin sombra de la agresividad
del ambicioso. Nunca trata de dominar a los demás. Sabe razonar con persuasión,
pero jamás llega a la disputa. Es la mansedumbre.
Se siente orgulloso de ser miembro del Cuerpo
Místico de Cristo, pero no pretende coaccionar a los demás y hacerles tragar su
religión, pero tampoco siente respetos humanos por sus convicciones. No oculta
su piedad, y defiende la verdad con prontitud cuando es atacada en su
presencia; la religión es para él lo más importante de la vida. Es la fe.
Su amor a Jesucristo le hace estremecer ante la
idea de actuar de cómplice del diablo, de ser ocasión de pecado para otro. En
su comportamiento, vestido y lenguaje hay una decencia que le hacen -a él o
ella- fortalecer la virtud de los demás, jamás debilitarla. Es la modestia.
Es una persona moderada, con las pasiones
firmemente controladas por la razón y la gracia. No está un día en la cumbre de
la exaltación y, al siguiente, en abismos de depresión. Ya coma o beba, trabaje
o se divierta, en todo muestra un dominio admirable de sí... Es la continencia.
Siente una gran reverencia por la facultad de
procrear que Dios le ha dado, una santa reverencia ante el hecho de que Dios
quiera compartir su poder creador con los hombres.
Ve el sexo como algo precioso y sagrado, un
vínculo de unión, sólo para ser usado dentro del ámbito matrimonial y para los
fines establecidos por Dios; nunca como diversión o como Cuente de placer
egoísta. Es la castidad.
Y ya tenemos el retrato del hombre o mujer
cristianos: caridad, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y
castidad.
Podemos contrastar nuestro perfil con el del
retrato, y ver donde nos separamos de él.
LAS
VIRTUDES MORALES
Un axioma de la vida espiritual dice que la
gracia perfecciona la naturaleza, lo que significa que, cuando Dios nos
da su gracia, no arrasa antes nuestra naturaleza humana para poner la gracia en
su lugar. Dios añade su gracia a lo que ya somos. Los efectos de la gracia en nosotros, el uso que
de ella hagamos, está condicionado en gran parte por nuestra personal
constitución -física, mental y emocional-. La gracia no hace un genio de un
idiota, ni endereza la espalda al jorobado, ni tampoco normalmente saca una
personalidad equilibrada de un neurótico.
Por tanto, cada uno de nosotros somos
responsables de hacer todo lo que esté en nuestra mano para quitar obstáculos a
la acción de la gracia. No hablamos aquí de obstáculos morales, como el pecado
o el egoísmo, cuya acción entorpecedora a la gracia es evidente. Nos referimos
ahora a lo que podríamos llamar obstáculos naturales, como la ignorancia, los
defectos de carácter, y los malos hábitos adquiridos. Está claro que si nuestro
panorama intelectual se reduce a periódicos o revistas populares, es un obstáculo
a la gracia; que si nuestra agresividad nos conduce fácilmente a la ira, es un
obstáculo a la gracia; que si nuestra dejadez o falta de puntualidad es una
falta de caridad por causar inconvenientes a los demás, es un obstáculo a la
gracia.
Estas consideraciones son especialmente
oportunas al estudiar las virtudes morales. Las virtudes morales, distintas de
las teologales, son aquellas que nos disponen a llevar una vida moral o buena,
ayudándonos a tratar a personas y cosas con rectitud, es decir, de acuerdo con
la voluntad de Dios. Poseemos estas virtudes en su forma sobrenatural cuando
estamos en gracia santificante, pues ésta nos da cierta predisposición, cierta
facilidad para su práctica, junto con el mérito sobrenatural correspondiente al
ejercerlas. Esta facilidad es parecida a la que un niño adquiere, al llegar a
cierta edad, para leer y escribir.
Ese niño aún no posee la técnica de la lectura y
escritura, pero, entretanto, el organismo está ya dispuesto, la facultad está
ya allí.
Quizá se vea mejor si hacemos un examen
individual de alguna de las virtudes morales.
Sabemos que las cuatro virtudes
morales principales son las que llamamos cardinales: prudencia, justicia,
fortaleza y templanza.
PRUDENCIA
ES LA FACULTAD DE JUZGAR RECTAMENTE. Una persona temperamentalmente impulsiva,
propensa a acciones precipitadas y sin premeditación y a juicios instantáneos,
tendrá por delante la tarea de quitar estas barreras para que la virtud de la
prudencia pueda actuar en él efectivamente. Resulta también evidente que, en
cualquier circunstancia, el conocimiento y la experiencia personales facilitan
el ejercicio de esta virtud. Un niño posee la virtud de la prudencia en germen;
por eso, en asuntos relativos al mundo de los adultos, no puede esperarse que haga
juicios prudentes, porque carece de conocimiento y experiencia.
La segunda virtud cardinal es la JUSTICIA, que perfecciona
nuestra voluntad (como la prudencia nuestra inteligencia), y salvaguarda los
derechos de nuestros semejantes a la vida y la libertad, a la santidad del
hogar, al buen nombre y el honor, a sus posesiones materiales. Un obstáculo a
la justicia, que nos viene fácilmente a la mente, es el prejuicio, que niega al
hombre sus derechos humanos, o dificulta su ejercicio, por el color, raza,
nacionalidad o religión. Otro obstáculo puede ser la tacañería natural, un
defecto producto quizá de una niñez de privaciones. Es nuestro deber quitar
estas barreras si queremos que la virtud sobrenatural de la justicia actúe con
plenitud en nuestro interior.
La FORTALEZA, tercera virtud cardinal, nos dispone
para obrar el bien a pesar de las dificultades. La perfección de la fortaleza
se muestra en los mártires, que prefieren morir a pecar. Pocos de nosotros
tendremos que afrontar una decisión que requiera tal grado de heroísmo. Pero la
virtud de la fortaleza no podrá actuar, ni siquiera en las pequeñas exigencias
que requieran valor, si no quitamos las barreras que un conformismo exagerado,
el deseo de no señalarse, de ser «uno más», han
levantado. Estas barreras son el irracional temor a la opinión pública (lo que
llamamos respetos humanos), el miedo a ser criticados, menospreciados, o, peor
aún, ridiculizados.
La cuarta virtud cardinal es la TEMPLANZA,
que nos dispone al dominio de nuestros deseos, y, en especial, al uso correcto
de las cosas que placen a nuestros sentidos. La templanza es necesaria
especialmente para moderar el uso de los alimentos y bebidas, regular el placer
sexual en el matrimonio. La virtud de la templanza no quita la atracción por el
alcohol; por eso, para algunos, la única templanza verdadera será la
abstinencia. La templanza no elimina los deseos, sino que los regula. En este
caso, quitar obstáculos consistirá principalmente en evitar las circunstancias
que pudieran despertar deseos que, en conciencia, no pueden ser satisfechos.
Además de las cuatro virtudes cardinales, hay
otras virtudes morales. Sólo mencionaremos algunas, y cada cual, si somos
sinceros con nosotros mismos, descubrirá su obstáculo personal. Está la piedad filial
(y por extensión también el patriotismo), que nos dispone a honrar, amar y
respetar a nuestros padres y nuestra patria. Está la obediencia, que nos
dispone a cumplir la voluntad de nuestros superiores como manifestación de la
voluntad de Dios. Están la veracidad, liberalidad, paciencia, humildad,
castidad, y muchas más; pero, en principio, si somos prudentes, justos, recios
y templados aquellas virtudes nos acompañarán necesariamente, como los hijos
pequeños acompañan a papá y mamá.
Queridos todos y cada uno: a quienes deseen obtener una
pronta respuesta, les sugerimos escriban a nuestras direcciones de correo
electrónico: juanmariagallardo@gmail.com
¡¡Muchas gracias!!
Pbro. Juan María Gallardo
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