La desaparición del sentido de Dios ha reducido los horizontes, a pesar del crecimiento económico, técnico y científico. Tenemos muchas más capacidades y a la vez menos voluntad de avanzar hacia lo incierto, lo desconocido.
Por: . | Fuente: ForumLibertas
En la medida en que la cultura de la
desvinculación se apodera de nosotros y se extiende la idea de que la
realización personal exige la satisfacción de los deseos hedonistas, narcisos y
avariciosos, la percepción del mundo se va cerrando, los horizontes y
ambiciones se vuelven pequeños y mezquinos, carentes de toda grandeza, porque
la cultura hegemónica la condena como peligrosa. El resultado son seres humanos
cada vez más atomizados; por una parte se consideran más libres para satisfacer
sus impulsos, por otra cada vez son más dependientes de un Estado, de una
burocracia de despersonalización a la que debe supeditarse para aspirar a su
cota de bienestar.
La paradoja es excesiva. En los años sesenta y setenta del siglo pasado se
inició con entusiasmo social la “conquista del
espacio”, hoy prácticamente detenida y limitada a la observación. El
mundo es ahora más rico, mucho más, la tecnología ha dado un salto
extraordinario, los conocimientos son mucho mayores, pero aquel impulso es casi
una idea ‘friki’, y se considera un malgasto
a pesar de que constituye un extraordinario motor del crecimiento económico.
Cuando la ciencia abre horizontes inmensos nosotros nos encerramos en nuestra
pequeñez. La pregunta es obligada: ¿por qué? Y
aventuramos una hipótesis: en la medida en que
Occidente se ha secularizado y pierde sentido de Dios, sus espacios vitales
empequeñecen, al igual que lo hacen los ideales. Se reducen y fragmentan
en miríadas de pequeñas satisfacciones híper individualistas, básicamente
relacionadas con el “tener” sexo y dinero; y
que ambas cosas, sin límites, sean reconocidas por la sociedad. Son las
políticas del deseo.
Esto es así porque desaparece el sentido de lo quién es el ser humano. Como
escribe Marko Ivan Rupnic en El Arte de la Vida, el hombre es la unión entre lo
divino y lo terrestre, y es a través del soplo de Dios que difunde la gracia en
toda la creación, que lo necesita porque sin él todo lo creado gime y sufre,
como dice San Pablo, esperando la redención. Sin el hombre, los seres vivos y
las plantas, el universo crece sin sentido, se convierte en una casa muerta y
mecánica, porque fuimos creados por Dios para crecer y multiplicarnos en todo
el orbe conocido, y solo el ser humano puede nombrar a los minerales y seres
vivos descifrando así la huella del Verbo grabada en ellos. El hombre -escribe
Rupnik- “es la esperanza de recibir la gracia y de
unirse a Dios… Si se encierra solo en el ‘más acá’ en lo material sin soplo del
espíritu de Dios, se vuelve carne exangüe como dice San Irineo porque cierra al
cosmos el camino para unirse a Dios, y también entonces, el cosmos primero y el
mundo después, se van cerrando hasta convertirse en una cárcel para el ser
humano”.
El cristianismo es amor, justicia, y también llevar al hombre alienado, en el
fondo cada vez más temeroso, la confianza en la gran aventura del vivir, la
construcción de nuevos horizontes, que no tienen su límite en el planeta Tierra
sino que nos piden lanzarnos más allá.
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