En los últimos dos años, la sociedad ha soportado renuncias insólitas y los analistas ya hablan de "sociedad paliativa.
El Estado del bienestar está
dando paso a la “sociedad paliativa”, una noción sociológica que ahora es ampliamente
utilizada por los observadores. Entre ellos, el filósofo germano-coreano Byung-Chul Han ha
saltado a la palestra con su libro La sociedad paliativa. Al fin y al
cabo, si el Estado del bienestar tiene que atender las necesidades del
ciudadano desde la cuna hasta la tumba, ¿por qué no
pasar ahora a la prevención del sufrimiento y el dolor?
Ésta es precisamente la sociedad paliativa.
La gestión política
de la pandemia lo ha puesto
de manifiesto de manera especial. La mayoría de los ciudadanos no dudaron en
aceptar severas restricciones a su libertad a cambio de la promesa de
supervivencia. Hemos aceptado el control e incluso estaríamos dispuestos a que nos “rastreen” completamente para evitar el dolor.
La sociedad paliativa es la
que promete desterrar el dolor de nuestras vidas.
No se trata sólo del dolor asociado a la enfermedad, sino también del dolor
psicológico de la frustración, o el del cansancio, o el que proviene del
heroísmo de los que luchan por la justicia o el sacrificio del testimonio, la
voluntad de afrontar la incomodidad o el peligro en aras de la coherencia.
También se trata del dolor de la decepción y la depresión. La sociedad
paliativa querría mantener a todos en un estado artificial de
anestesia, lejos de los peligros,
de los conflictos y dentro de un sistema de garantías preventivas. Un sociólogo
estadounidense ha llegado a hablar de un derecho constitucional a no sentir
dolor. La sociedad paliativa es la política que nos separa de la
realidad para salvaguardar nuestro bienestar agradable
y garantizado, protegido no sólo de los virus sino también de los conflictos y
las frustraciones.
La sociedad paliativa puede
ser autoritaria con el consentimiento general,
puede provocar autolimitaciones por parte del propio ciudadano incluso antes de
que sean impuestas por el poder político. Durante la pandemia vimos que la
gente hizo incluso menos de lo que se le permitía debido a la decisión de censurar su propio comportamiento.
También hemos visto a la Iglesia aplicar restricciones antes incluso del
Estado, y a menudo de forma más estricta que la normativa prevista. La sociedad
paliativa es capaz de cambiar las cosas por consenso, de hacer revoluciones
tácitas planificadas desde
arriba, de garantizar la libertad de expresión y al mismo tiempo impedirla de forma no
autoritaria pero consensuada.
El periodo de la pandemia fue
como una larga “anestesia permanente”. Para
evitar el dolor, la información, la vida democrática y la economía se “regimentaron” y los ciudadanos agradecieron al
poder político que se había convertido en el Gran Médico de Familia. Esta
sociedad tiende a deshacerse de todo lo negativo, la educación ya
no exige sacrificios ni impone castigos,
sino que se basa en el refuerzo de la motivación y tiene como
objetivo sentirse bien con uno mismo y, especialmente, con el propio cuerpo, que
se ha convertido en el principal foco de interés. Ya no impulsa un compromiso
político y social importante que podría ser doloroso, sino que habla de superar
el descontento, la tristeza, la ira y pretende calmar psicológicamente a los
sujetos, favoreciendo la optimización de su rendimiento. El poder se convierte en un gran “entrenador psicológico” para
superar los traumas y la depresión.
La sociedad paliativa es una
sociedad analgésica y de sopor que cubre las dinámicas sociales que
provocan el dolor. El aborto se
medicaliza o se privatiza, o se psicologiza, ocultando en cada caso su aspecto
real de dolor. Las tendencias antinaturales se presentan como naturales para no crear
dolor psíquico en sus actores. El dolor del divorcio, especialmente el de los niños, está anestesiado. Incluso
el suicidio tiene
que ser “ayudado” para convertirse en lo que
no es.
La cuarentena, tan regulada con
precisión durante la pandemia, se convierte en una situación permanente en la
sociedad paliativa. Considerando el dolor como el principal peligro a exorcizar
por el poder, se produce una situación
de emergencia permanente con la consiguiente permanencia
del estado de cuarentena. Por eso nos autoimponemos la cuarentena y llevamos
mascarillas aunque estemos solos en una calle desierta. La disponibilidad
permanente a hacer cuarentena significa que la ideología liberal se encuentra
con el despotismo suave e indoloro del control social. La modernidad terminaría
con la forma social de un nuevo totalitarismo.
Sin embargo, el verdadero
problema es el futuro. Si el objetivo del poder político es crear un
confort a salvo del dolor, y todos estamos dispuestos a ser
radiografiados y a vivir mediante algoritmos de ingeniería social, ¿por qué no se podría programar todo desde el
nacimiento mediante bioingeniería? En vez de anestesiar el dolor tras la
frustración, ¿por qué no prevenirlo de antemano
interviniendo en los seres humanos? Aquí se abre el aspecto más
preocupante –el aspecto transhumano-
de la sociedad paliativa.
Publicado en Brújula Cotidiana.
Por: Stefano Fontana
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