En la tarde de este sábado 2 de abril, el Papa Francisco presidió un encuentro de oración en el Santuario Nacional de “Ta' Pinu” en Gozo, donde señaló que Cristo, a través de su muerte, “nos abre a la alegría de la vida eterna”.
“Volver a los orígenes significa más bien
recuperar el espíritu de la primera comunidad cristiana, es decir, volver al
corazón y redescubrir el centro de la fe: la relación con Jesús y el anuncio
de su Evangelio al mundo entero. ¡Esto es lo esencial!”.
A continuación, la
homilía completa del Papa Francisco.
Junto a la cruz de Jesús están María y Juan. La Madre que ha dado a
luz al Hijo de Dios está afligida por su muerte, mientras las tinieblas cubren
el mundo. El discípulo amado, que había dejado todo para seguirlo, ahora
está inmóvil a los pies del Maestro crucificado. Parece que todo está perdido,
que todo acabó para siempre. Y Jesús, mientras carga sobre sí las llagas de
la humanidad, reza: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por
qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). Esta es también nuestra
oración en los momentos de la vida marcados por el sufrimiento; es la oración
que cada día sube a Dios desde vuestro corazón, Sandi y Domenico. ¡Gracias por la perseverancia de vuestro amor y por
vuestro testimonio de fe!
Sin embargo, la hora de Jesús —que en el Evangelio de Juan es la hora
de la muerte en la cruz— no representa la conclusión de la historia, sino que
señala el comienzo de una vida nueva. Junto a la cruz, de hecho, contemplamos
el amor misericordioso de Cristo, que extiende hacia nosotros sus brazos
abiertos de par en par y, a través de su muerte, nos abre a la alegría de la
vida eterna. En la hora del final se desvela una vida que comienza; en esa hora
de la muerte comienza otra hora llena de vida: es el tiempo de la Iglesia que
nace. De esa célula originaria el Señor reunirá un pueblo, que seguirá
recorriendo los arduos caminos de la historia, llevando en el corazón el
consuelo del Espíritu, para enjugar las lágrimas de la humanidad.
Hermanos y hermanas, desde este Santuario de Ta’ Pinu podemos meditar
juntos sobre el nuevo inicio que brota de la hora de Jesús. También en este
lugar, antes del espléndido edificio que vemos hoy, había sólo una pequeña
capilla en estado de abandono. Se había dispuesto que fuera demolida; parecía
el final. Pero una serie de acontecimientos cambiaron el curso de la historia,
como si el Señor quisiera decir a este pueblo: «Ya
no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra, “Devastada”; a ti te llamarán
“Mi delicia está en ella”, y a tu tierra, “Desposada”» (Is 62,4). Esa
capillita se convirtió en el Santuario nacional, meta de peregrinos y fuente
de vida nueva. Nos lo has recordado tú, Jennifer; aquí muchos confían a la
Virgen sus sufrimientos y sus alegrías, y todos se sienten acogidos. Aquí
también llegó como peregrino san Juan Pablo II, del que hoy recordamos el
aniversario de su muerte. Un lugar que parecía perdido, ahora renueva, en el
Pueblo de Dios, la fe y la esperanza.
Teniendo en cuenta esto, intentemos comprender también la invitación
de la hora de Jesús, de esa hora de la salvación, para nosotros. Nos dice
que, para renovar nuestra fe y la misión de la comunidad, estamos llamados a
volver a ese inicio, a la Iglesia naciente que vemos en María y Juan al pie de
la cruz.
¿PERO QUÉ SIGNIFICA VOLVER A ESE COMIENZO? ¿QUÉ
SIGNIFICA VOLVER A LOS ORÍGENES?
En primer lugar, se trata de redescubrir lo esencial de la fe. Volver a
la Iglesia de los orígenes no significa mirar hacia atrás para copiar el
modelo eclesial de la primera comunidad cristiana. No podemos “omitir la historia”, como si el Señor no hubiera
hablado y obrado grandes cosas también en la vida de la Iglesia de los siglos
sucesivos. Tampoco significa ser demasiado idealistas, imaginando que en esa
comunidad no hayan existido dificultades; al contrario, leemos que los
discípulos discutían, que llegaron incluso a pelearse entre ellos, y que no
siempre comprendían las enseñanzas del Señor. Volver a los orígenes
significa más bien recuperar el espíritu de la primera comunidad cristiana,
es decir, volver al corazón y redescubrir el centro de la fe: la relación con
Jesús y el anuncio de su Evangelio al mundo entero. ¡Esto
es lo esencial!
Vemos, en efecto, que los primeros discípulos, como María Magdalena y
Juan, después de la hora de la muerte de Jesús, viendo la tumba vacía
corrieron con el corazón estremecido, sin perder tiempo, para ir a anunciar la
buena noticia de la Resurrección. El llanto de dolor junto a la cruz se
transforma en la alegría del anuncio. Y pienso también en los apóstoles, de
los que se escribió que «todos los días, en el
Templo y en las casas, no cesaban de enseñar y anunciar la Buena Noticia de
Cristo Jesús» (Hch 5,42). La principal preocupación de los discípulos
de Jesús no era el prestigio de la comunidad y de sus ministros, la influencia
social, el refinamiento del culto. No. La inquietud que los movía era el
anuncio y el testimonio del Evangelio de Cristo (cf. Rm 1,1). Porque la alegría
de la Iglesia es evangelizar.
Hermanos y hermanas, la Iglesia maltesa cuenta con una historia
inestimable que ofrece numerosas riquezas espirituales y pastorales. Sin
embargo, la vida de la Iglesia —recordémoslo siempre— no es solamente “una historia pasada que hay que recordar”, sino “un gran
futuro que hay que construir”, dóciles a los proyectos de Dios. No nos
puede bastar una fe hecha de costumbres transmitidas, de celebraciones
solemnes, de hermosas reuniones populares y de momentos fuertes y emocionantes;
necesitamos una fe que se funda y se renueva en el encuentro personal con
Cristo, en la escucha cotidiana de su Palabra, en la participación activa en
la vida de la Iglesia, en el espíritu de la piedad popular.
La crisis de la fe, la apatía de la práctica creyente sobre todo en la
pospandemia y la indiferencia de tantos jóvenes respecto a la presencia de
Dios no son cuestiones que debemos “endulzar”, pensando
que al fin y al cabo un cierto espíritu religioso todavía resiste. A veces,
en efecto, el andamiaje puede ser religioso, pero detrás de ese revestimiento
la fe envejece. De hecho, el elegante guardarropa de los hábitos religiosos no
siempre corresponde a una fe entusiasta animada por el dinamismo de la
evangelización. Es necesario vigilar para que las prácticas religiosas no se
reduzcan a la repetición de un repertorio del pasado, sino que expresen una fe
viva, abierta, que difunda la alegría del Evangelio. Porque la alegría de la
Iglesia, es evangelizar.
Sé que a través del Sínodo habéis iniciado un proceso de
renovación, y os doy las gracias por este camino. Hermanos, hermanas, esta es
la hora para volver a ese comienzo, al pie de la cruz, mirando a la primera
comunidad cristiana. Para ser una Iglesia a la que le importa la amistad con
Jesús y el anuncio de su Evangelio, no la búsqueda de espacios y atenciones;
una Iglesia que pone en el centro el testimonio, y no ciertas prácticas
religiosas; una Iglesia que desea ir al encuentro de todos con la lámpara
encendida del Evangelio y no ser un círculo cerrado. No tengáis miedo de
recorrer, como ya estáis haciendo, itinerarios nuevos, quizá incluso
arriesgados, de evangelización y de anuncio, que transforman la vida.
Sigamos contemplando los orígenes, a María y Juan al pie de la cruz.
En los inicios de la Iglesia está su gesto de acogerse mutuamente. El Señor,
en efecto, confió a cada uno al cuidado del otro: Juan a María y María a
Juan, de modo que «desde aquella hora el discípulo
la recibió en su casa» (Gv 19,27). Volver al inicio también significa
desarrollar el arte de la acogida. Entre las últimas palabras que Jesús
pronunció desde la cruz, las dirigidas a su Madre y a Juan exhortan a hacer de
la acogida el estilo permanente del discipulado. No se trató, en efecto, de un
simple gesto de piedad, por medio del cual Jesús confió su mamá a Juan para
que no se quedara sola después de su muerte, sino de una indicación concreta
sobre el modo de vivir el mandamiento más alto, el del amor. El culto a Dios
pasa por la cercanía al hermano.
¡Qué importante es en la Iglesia el amor entre los
hermanos y la acogida del prójimo! El Señor
nos lo recuerda en la hora de la cruz, en la acogida recíproca de María y
Juan, exhortando a la comunidad cristiana de cada tiempo a no perder de vista
esta prioridad: «Ahí tienes a tu hijo», «ahí
tienes a tu madre» (vv. 26.27). Es como decir: han
sido salvados por la misma sangre, son una única familia, por tanto, acójanse
mutuamente, ámense unos a otros, cúrense las heridas recíprocamente. Sin
sospechas ni divisiones, sin habladurías, rumores o recelos. Hagan “sínodo”,
es decir, “caminen juntos”. Porque Dios está presente donde reina el
amor.
Queridos amigos, la acogida recíproca, no por mera formalidad sino en
el nombre de Cristo, es un desafío permanente. Lo es sobre todo para nuestras
relaciones eclesiales, porque nuestra misión da fruto si trabajamos en la
amistad y la comunión fraterna. Malta y Gozo: sois
dos hermosas comunidades, precisamente como dos eran María y Juan. Que
las palabras de Jesús en la cruz sean entonces vuestra estrella polar, para
acogerse mutuamente, crear familiaridad y trabajar en comunión. ¡Adelante, siempre juntos! Porque la alegría de la
Iglesia es evangelizar.
Pero la acogida también es la prueba de fuego para verificar cuán
efectivamente la Iglesia está impregnada del espíritu del Evangelio. María y
Juan se acogen no en el cálido refugio del cenáculo, sino al pie a la cruz,
en aquel lugar oscuro donde eran condenados y crucificados como malhechores. Y
también nosotros, no podemos acogernos sólo entre nosotros, a la sombra de
nuestras hermosas iglesias, mientras fuera tantos hermanos y hermanas sufren y
son crucificados por el dolor, la miseria, la pobreza y la violencia. Ustedes
se encuentran en una posición geográfica crucial, frente al Mediterráneo
como polo de atracción y puerto de salvación para tantas personas sacudidas
por las tormentas de la vida que, por diversos motivos, llegan a vuestras
costas. En el rostro de estos pobres es Cristo mismo el que se presenta a
ustedes. Esta ha sido la experiencia del apóstol Pablo que, después de un
terrible naufragio, fue acogido calurosamente por vuestros antepasados. Los
Hechos de los Apóstoles afirman: «Como llovía
intensamente y hacía mucho frío, [los nativos] encendieron una hoguera y nos
recibieron a todos» (Hch 28,2).
Este es el Evangelio que estamos llamados a vivir: acoger, ser expertos en humanidad y encender hogueras de
ternura cuando el frío de la vida se cierne sobre aquellos que sufren. Y
también en este caso, de una experiencia dramática nació algo importante,
porque Pablo anunció y difundió el Evangelio y, a continuación, muchos
anunciadores, predicadores, sacerdotes y misioneros siguieron sus huellas.
Empujadas por el Espíritu Santo, para evangelizar. Porque la alegría de la
Iglesia es evangelizar.
Quisiera agradecerles especialmente a ellos, a los numerosos
misioneros malteses que difunden la alegría del Evangelio en el mundo entero,
a tantos sacerdotes, religiosas y religiosos, y a todos ustedes. Como ha dicho
vuestro obispo, Mons. Teuma, sois una isla pequeña, pero de corazón grande.
Sois un tesoro en la Iglesia y para la Iglesia. Vuelvo a decirlo: Sois un tesoro en la Iglesia y para la
Iglesia.
Para cuidarlo, es necesario volver a la esencia del cristianismo: al amor de Dios, motor de nuestra alegría, que nos hace
salir y recorrer los caminos del mundo; y a la acogida del prójimo, que es
nuestro testimonio más sencillo y hermoso en la tierra.
Que el Señor los acompañe en esta senda y la Virgen Santa los guíe.
Que Ella, que pidió que recemos tres “Ave María” para
acordarnos de su corazón materno, reavive en nosotros sus hijos el fuego de la
misión y el deseo de cuidarnos unos a otros. ¡Que
la Virgen los bendiga y os acompañe en la evangelización!
POR ALMUDENA
MARTÍNEZ-BORDIÚ | ACI Prensa
No hay comentarios:
Publicar un comentario