Domingo de ramos 2022
Por: Oficina de Prensa de la Santa Sede | Fuente:
Vatican Media
HOMILÍA DOMINGO DE RAMOS PAPA FRANCISCO 2022
En el Calvario se enfrentan dos mentalidades.
Las palabras de Jesús crucificado en el Evangelio se contraponen, en efecto, a
las de los que lo crucifican. Estos repiten un estribillo: “Sálvate a ti mismo”. Lo dicen los jefes: «¡Que se salve a sí mismo si este es el Mesías de Dios,
el elegido!» (Lc 23,35). Lo reafirman los soldados: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo!»
(v. 37). Y finalmente, también uno de los malhechores, que escuchó, repite la
idea: «¿Acaso no eres el Mesías? ¡Sálvate a ti
mismo!» (v. 39). Salvarse a sí mismo, cuidarse a sí mismo, pensar en sí
mismo; no en los demás, sino solamente en la propia salud, en el propio éxito,
en los propios intereses; en el tener, en el poder y en la apariencia. Sálvate
a ti mismo: es el estribillo de la humanidad que ha
crucificado al Señor. Reflexionemos sobre esto.
Pero a la mentalidad del yo se opone la de Dios;
el sálvate a ti mismo discuerda con el Salvador que se ofrece a sí mismo. En el
Evangelio de hoy también Jesús, como sus opositores, toma la palabra tres veces
en el Calvario (cf. vv. 34.43.46). Pero en ningún caso reivindica algo para sí;
es más, ni siquiera se defiende o se justifica a sí mismo. Reza al Padre y
ofrece misericordia al buen ladrón. Una expresión suya, en particular, marca la
diferencia respecto al sálvate a ti mismo: «Padre,
perdónalos» (v. 34).
Detengámonos en estas palabras. ¿Cuándo las dice el Señor? En un momento
específico, durante la crucifixión, cuando siente que los clavos le perforan
las muñecas y los pies. Intentemos imaginar el dolor lacerante que eso
provocaba. Allí, en el dolor físico más agudo de la pasión, Cristo pide perdón
por quienes lo están traspasando. En esos momentos, uno sólo quisiera gritar
toda su rabia y sufrimiento; en cambio, Jesús dice: Padre,
perdónalos. A diferencia de otros mártires, que son mencionados en la
Biblia (cf. 2 Mac 7,18-19), no reprocha a sus verdugos ni amenaza con castigos
en nombre de Dios, sino que reza por los malvados. Clavado en el patíbulo de la
humillación, aumenta la intensidad del don, que se convierte en perdón.
Hermanos, hermanas, pensemos que Dios hace lo
mismo con nosotros. Cuando le causamos dolor con nuestras acciones, Él sufre y
tiene un solo deseo: poder perdonarnos. Para
darnos cuenta de esto, contemplemos al Crucificado. El perdón brota de sus
llagas, de esas heridas dolorosas que le provocan nuestros clavos. Contemplemos
a Jesús en la cruz y pensemos que nunca hemos recibido palabras más bondadosas:
Padre, perdónalos. Contemplemos a Jesús en la cruz y veamos que nunca hemos
recibido una mirada más tierna y compasiva. Contemplemos a Jesús en la cruz y
comprendamos que nunca hemos recibido un abrazo más amoroso. Contemplemos al
Crucificado y digamos: “Gracias, Jesús, me amas y
me perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y perdonarme”.
Allí, mientras es crucificado, en el momento más
duro, Jesús vive su mandamiento más difícil: el amor por los enemigos. Pensemos
en alguien que nos haya herido, ofendido, desilusionado; en alguien que nos
haya hecho enojar, que no nos haya comprendido o no haya sido un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes nos han hecho
daño! Y también mirándonos dentro de nosotros mismos y lamiéndonos las
heridas que nos han causado los otros, la vida, la historia. Hoy Jesús nos
enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el círculo vicioso del
mal y de las quejas, a responder a los clavos de la vida con el amor y a los
golpes del odio con la caricia del perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro o a nuestro instinto rencoroso?
Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo nos comportamos
con quienes nos han herido. El Señor nos pide que no respondamos según nuestros
impulsos o como lo hacen los demás, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide
que rompamos la cadena del “te quiero si tú me
quieres; soy tu amigo si eres mi amigo; te ayudo si me ayudas”. No,
compasión y misericordia para todos, porque Dios ve en cada uno a un hijo. No
nos separa en buenos y malos, en amigos y enemigos. Somos nosotros los que lo
hacemos, haciéndolo sufrir. Para Él todos somos hijos amados, que desea abrazar
y perdonar.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
El Evangelio destaca que Jesús «decía» (v.
34) esto. No lo dijo una sola vez en el momento de la crucifixión, sino que
pasó las horas que estuvo en la cruz con estas palabras en los labios y en el
corazón. Dios no se cansa de perdonar, no es que aguante hasta un cierto punto
para luego cambiar de idea, como estamos tentados de hacer nosotros. Jesús
—enseña el Evangelio de Lucas— vino al mundo a traernos el perdón de nuestros
pecados (cf. Lc 1,77) y al final nos dio una instrucción precisa: predicar a
todos, en su nombre, el perdón de los pecados (cf. Lc 24,47). No nos cansemos
del perdón de Dios, ni nosotros sacerdotes de administrarlo, ni cada cristiano
de recibirlo y testimoniarlo.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Observemos algo más. Jesús no sólo implora el perdón, sino que dice también el
motivo: perdónalos porque no saben lo que hacen. Pero, ¿cómo?
Los que lo crucificaron habían premeditado su muerte, organizado su
captura, los procesos, y ahora están en el Calvario para asistir a su final. Y,
sin embargo, Cristo justifica a esos violentos porque no saben. Así es como
Jesús se comporta con nosotros: se hace nuestro
abogado. No se pone en contra de nosotros, sino de nuestra parte contra
nuestro pecado. Y es interesante el argumento que utiliza: porque no saben. Cuando se usa la violencia ya no se
sabe nada de Dios, que es Padre, ni tampoco de los demás, que son hermanos. Se
nos olvida porqué estamos en el mundo y llegamos a cometer crueldades absurdas.
Lo vemos en la locura de la guerra, donde se vuelve a crucificar a Cristo. Sí,
Cristo es clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte
injusta de los maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que
huyen de las bombas con los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que
son abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados
enviados a matar a sus hermanos.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Muchos escuchan esta frase inaudita; pero sólo uno la acoge. Es un malhechor,
crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la misericordia de Cristo suscitó
en él una última esperanza que lo llevó a pronunciar estas palabras: «Jesús,
acuérdate de mí» (Lc 23,42). Como diciendo: “Todos
se olvidaron de mí, pero tú piensas incluso en quienes te crucifican. Contigo,
entonces, también hay lugar para mí”. El buen ladrón acoge a Dios
mientras su vida está por terminar, y así su vida empieza de nuevo; en el
infierno del mundo ve abrirse el paraíso: «Hoy
estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del perdón
de Dios, que transforma la última petición de un condenado a muerte en la
primera canonización de la historia.
Hermanos, hermanas, en esta semana acojamos la
certeza de que Dios puede perdonar todo pecado, toda distancia, y puede cambiar
todo lamento en danza (cf. Sal 30,12); la certeza de que con Jesús siempre hay
un lugar para cada uno; de que con Jesús nunca es el fin, nunca es demasiado
tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir. Ánimo, caminemos hacia la
Pascua con su perdón. Porque Cristo intercede continuamente ante el Padre por
nosotros (cf. Hb 7,25) y, mirando nuestro mundo violento y herido, no se cansa
nunca de repetir: Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen.
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