Jesús Martí Ballester habla del trabajo como virtud, de la colaboración y lo que dice el Evangelio al respecto.
Por: Jesús Martí Ballester | Fuente: Arbil.org
El Angélico no enumera el trabajo como virtud.
Lo estudia en la cuestión 187 de la 2-2, pero lo sitúo aquí después de las
virtudes de la paciencia, perseverancia y constancia, que son necesarias para
cumplir con este deber impuesto a los hombres por el Creador, porque, realizado
con fidelidad y con espíritu de colaboración a sus mandatos, se convierte, sin
ser propiamente virtud, en trabajo virtuoso y corredentor.
Fue impuesto por Dios para asegurar la subsistencia del hombre: "Comerás el pan con el sudor de tu frente"
(Gn 3, 19). "Te alimentarás con el trabajo de tus
manos" (Sal 127, 2). El trabajo suprime la ociosidad, de la que
nacen muchos males: "Envía a tu siervo a trabajar
para que no esté ocioso, pues la ociosidad enseña mucha malicia" (Eclo
33, 28). Permite dar limosna: "El que robaba
que no robe; antes bien, trabaje con sus manos en algo de provecho para tener
qué dar al necesitado" (Ef 4, 28). "El
que no trabaja, que no coma" (2 Tes 3, 10).
La naturaleza ha dotado al hombre de manos, en vez de las armas o escamas de
los animales, para que por medio de ellas se procure todo lo necesario. Y san
Pablo en el mismo lugar citado, amonesta a los que viven en una inquieta
vagancia, no haciendo nada y mezclándose en todo: "A
todos estos ordenamos y rogamos que trabajen en silencio para poder comer su
pan".
El trabajo dignifica al hombre, porque cumple la voluntad de Dios; le restituye
el dominio perdido sobre la naturaleza al pecar; continúa el trabajo del
Creador; redunda en bien del hombre que trabaja y de la entera sociedad, y
porque imita a Jesús, trabajador en Nazaret, en Cafarnaúm, en Betania y en
Jerusalén.
FECUNDIDAD DEL TRABAJO
El trabajo es forjador del carácter porque ofrece la ocasión de
practicar muchas virtudes, acrecienta la conciencia de la propia
responsabilidad, exige la constancia en el deber monótono y tantas veces
oscuro, frena los instintos de la naturaleza rebelde, aleja de las ocasiones de
pecado, distrae del objeto de la concupiscencia, fatiga el organismo, satisface
lo debido por los propios pecados y por los del mundo, y santifica las almas. "Si me mandáis trabajar - Morir quiero
trabajando", escribirá Santa Teresa, a quien el Señor "le hacía merced de ser la primera en el
trabajo". "El amor hace tener por descanso el trabajo".
EL DIOS QUE TRABAJA.
POEMA
Inmenso Dios creando como un torbellino inmóvil y amoroso, afanándose en
su obra para su gloria en el hombre. Pasa revista a todo, estrellas, mares,
calandrias y elefantes, aves del paraíso y águilas reales, altísimas montañas,
palomas raudas, palmeras y cipreses, colibrís y elefantes... el hombre y la mujer...,
dijo: ¡Bien. Todo está bien. Me ha quedado todo
estupendo!...
Y vio Dios que lo había hecho bien.
El amor de Dios ya se nos manifiesta en la creación.
Maravillas de amor del trigo verde.
Maravillas de amor de los ríos caudalosos.
De los hondos mares bravíos.
De las altas montañas escarpadas.
Del ondular de las colchas de sangre de amapolas.
De los rosarios rosados del maíz.
Del néctar de los melones deliciosos.
De los crujientes cacahuetes.
De los prados de verduras.
De los racimos de los plátanos.
Y vio Dios que lo había hecho bien.
Riquezas de amor del oro pálido.
De los diáfanos diamantes.
De los zafiros y de los topacios.
De las aguas marinas románticas.
De los rojos corales.
De las amatistas y rubíes de sangre.
De la plata rutilante.
Y vio Dios que lo había hecho bien.
El regalo de amor de la vida animal.
De los ágiles caballos.
De las gacelas tímidas.
De los jilgueros y de los gorriones cantarines.
De los locuaces periquitos.
De los toros solemnes y orgullosos.
De las ballenas como casas.
De los leones regios.
De los pavos reales de ensueño.
De las altísimas jirafas.
De los canarios melodiosos.
Y vio Dios que lo había hecho bien.
Y el lujo de los jardines.
Las rosaledas lujuriantes, jaspeadas.
Los jazmines embriagadores.
Las madreselvas de embrujo.
Los claveles rojos, naranja, blancos, amarillos.
Los tulipanes de nácar.
Y vio Dios que lo había hecho bien.
Maravillas de amor.
Y el hombre. Y la mujer.
Y el paraíso sin dolor.
La chispa primera de la inteligencia.
El latido de la primera emoción, del primer amor.
Y vio Dios que lo había hecho bien.
Misterio de amor.
Y la
Redención.
Hijos en el Hijo.
Vida de Dios. Como si a las hormigas las
eleváramos a la vida humana,
inteligente y voluntaria.
Como si les pudiéramos decir:
¡Hormigas, qué alegría, sois hombres,
siendo a la vez hormigas!
Hombres - dioses.
Y vio Dios que lo había hecho bien.
Al animal con suplemento de inteligencia: hombre.
Al hombre con la gracia = dios.
Divinizado Pero comprado con Sangre divina.
La Sangre del Cordero.
Y ese hombre, ya liberado en general, tiene
que ser liberado en concreto.
Tú, yo, él, todos.
La Iglesia.
La humanidad.
La humanidad en el crisol.
Y vio Dios que lo había hecho bien.
Y LE DIJO A ADÁN
Y le dijo a Adán: Prolonga tú ahora mi obra creadora, toma mis fuerzas y
sigue creando, yo estaré contigo y descansaré. Trabaja conmigo, que es tu
oficio. Trabajar para Adán era hermoso, era «coser
y cantar», siempre con el corazón henchido de alegría, porque crear
deleita. El sudor vino después; la amargura y el cansancio y la fatiga fueron
posteriores al pecado. «Con el sudor de tu frente»,
la tierra se te resistirá, y las ideas se te irán escurridizas, y se
bloqueará el ordenador, y los cardos y las espinas, son, pueden ser, expiación
y penitencia.
LA LABOREM EXERCENS
"Existe, dice Juan Pablo II en la
"Laborem exercens", una dimensión esencial del trabajo humano,
en la que la espiritualidad fundada sobre el evangelio, penetra profundamente.
Todo trabajo —tanto manual como intelectual— está unido inevitablemente a la
fatiga El libro del Génesis lo expresa de manera verdaderamente penetrante,
contraponiendo a aquella originaria bendición del trabajo, contenida en el
misterio mismo de la creación, y unida a la elevación del hombre como imagen de
Dios, la maldición, que el pecado ha llevado consigo: «Por
ti será maldita la tierra. Con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu
vida» (Gén 3,17). Este dolor unido al trabajo señala el camino de la
vida humana sobre la tierra y constituye el anuncio de la muerte: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que
vuelvas a la tierra; pues de ella has sido hecho...» (Gén 3,19).
LA REVELACIÓN
Casi como un eco de estas palabras, se expresa el autor de uno de los
libros sapienciales: «Entonces miré todo cuanto
habían hecho mis manos y todos los afanes que al hacerlo tuve...» (Ecl
2,11). No existe un hombre en la tierra que no pueda hacer suyas estas
palabras. El Evangelio pronuncia, en cierto modo, su última palabra, en el
misterio pascual de Jesucristo. Y aquí también es necesario buscar la respuesta
a estos problemas tan importantes para la espiritualidad del trabajo humano. En
el misterio pascual está contenida la cruz de Cristo, su obediencia hasta la
muerte, que el Apóstol contrapone a aquella desobediencia, que ha pesado desde
el comienzo a lo largo de la historia del hombre en la tierra (Rm 5,19). Está
contenida en él también la elevación de Cristo, el cual mediante la muerte de
cruz vuelve a sus discípulos con la fuerza del Espíritu Santo en la
resurrección. El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la
condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha
sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor en la
obra que Cristo ha venido a realizar (Jn 17,4). Esta obra de salvación se ha
realizado a través del sufrimiento y de la muerte de cruz.
EL HOMBRE COTRABAJADOR
Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por
nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención
de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la
cruz de cada día en la actividad que ha sido llamado a realizar. Cristo,
sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a
llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros que buscan la
paz y la justicia»; pero, al mismo tiempo, «constituido Señor por su
resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en la tierra, obra
ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre purificando y
robusteciendo también, con ese deseo, aquellos generosos propósitos con los que
la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la
tierra a este fin». En el trabajo cristiano descubre una pequeña parte de la cruz
de Cristo y la acepta con el mismo espíritu de redención, con el cual Cristo ha
aceptado su cruz por nosotros. En el trabajo, merced a la luz que penetra
dentro de nosotros por la resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue
resplandor de la vida nueva, del nuevo bien, casi como un anuncio de los
«nuevos cielos y otra tierra nueva», los cuales precisamente mediante la fatiga
del trabajo, son participados por el hombre y por el mundo. A través del
cansancio y jamás sin él. Esto confirma, por una parte, lo indispensable de la
cruz en la espiritualidad del trabajo humano; pero, por otra parte, se descubre
en esta cruz y fatiga un bien nuevo que comienza con el mismo trabajo: con el
trabajo entendido en profundidad y bajo todos sus aspectos, y jamás sin él.
LA CREACIÓN DE LA TIERRA
NUEVA
¿No es ya este nuevo bien —fruto del trabajo
humano— una pequeña parte de la «tierra nueva», en la que mora la justicia? ¿En
qué relación está ese nuevo bien con la resurrección de Cristo, si es verdad
que la múltiple fatiga del trabajo del hombre es una pequeña parte de la cruz
de Cristo? También a esta pregunta intenta responder el Concilio,
tomando las mismas fuentes de la Palabra revelada: «Se
nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo, si se pierde a
sí mismo (Lc 9,25). (Vat II, Const sobre la
Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 38). No obstante, la espera de una
tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de
perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el
cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello,
aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del
reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar
mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios». El
cristiano que está en actitud de escucha de la palabra del Dios vivo, uniendo
el trabajo a la oración, sepa el puesto que ocupa su trabajo no sólo en el
progreso terreno, sino también en el desarrollo del Reino de Dios, al que todos
somos llamados con la fuerza del Espíritu Santo y con la palabra del
Evangelio". Y así, trabajando, es como el hombre se convierte en
dominador de la materia y concreador del mundo, que le estará sometido en la
medida de su trabajo; y pondrá a su servicio todas las criaturas, inferiores a
él. Y así se dignifica y crece. «El que no quiera
trabajar que no coma», dice san Pablo; quien ha de comer tiene que
trabajar. El deber de trabajar arranca de la misma naturaleza. «Mira, perezoso, mira la hormiga...», y mira la
abeja, y aprende de ellas a trabajar, a ejercitar tus cualidades desarrollando
y haciendo crecer y perfeccionando la misma creación. Que por eso naciste
desnudo y con dos manos para que cubras tu desnudez con el trabajo de tus manos
y te procures la comida con tu inventiva eficaz.
EL TRABAJO BALUARTE
El trabajo será también tu baluarte, será tu defensa, contra el mundo
porque te humilla, cuando la materia o el pensamiento se resisten a ser
dominados y sientes que no avanzas. Te defenderá del demonio, que no ataca al
hombre trabajador y ocupado en su tarea con laboriosidad. Absorbido y tenaz. Te
defenderá del ataque de la carne, porque el trabajo sojuzga y amortigua las
pasiones, y con él expías tu pecado y los pecados del mundo con Cristo
trabajador, creando gracia con El y siendo redentor uniendo tu esfuerzo al
suyo, de carpintero y de predicador entregado a la multitud y comido vorazmente
por ella. Así es cómo el trabajo cristiano, se convierte en fuente de gracia y
manantial de santidad. Pero si el hombre debe continuar creando con Dios, su
trabajo debe ser entregado a la Iglesia y a la comunidad humana, llamada toda
al Reino. El que trabaja, cumple un deber social. Ahora bien, si el trabajo es
un deber, si el hombre debe trabajar, el hombre tiene el derecho ineludible de
poder trabajar, de tener la posibilidad de ejercer el deber que le viene
impuesto por la propia naturaleza, por el mismo Dios Creador, Trabajador,
Redentor y Santificador. El derecho social al trabajo es consecuencia del deber
del trabajo. Pío XII en la “Sponsa Christi” recuerda
incluso a las monjas de clausura el deber de trabajar con eficacia.
TRABAJO PARA TODOS
Pero la realidad es que, así como hay en el mundo una injusticia social
en el reparto de la riqueza, la hay también en el reparto del trabajo. Mientras
haya parados, no puede haber hombres pluriempleados; por dos razones: primera,
porque sus varios empleos quitan, roban, puestos de trabajo a los que de él
carecen; segunda, porque los que tienen varios empleos difícilmente los
cumplirán bien y a tope. El "enchufismo" no
es sinónimo de perfección, sino todo lo contrario. Se habla de estructuras
injustas en órdenes diversos; pero la estructura injusta, y había que revisarla
si es injusta, se da también en la distribución del trabajo. Que un sacerdote,
y son muchos, no tengan nada que hacer, en todo el día, salvo celebrar la misa,
cuando hay también muchos que no pueden abarcar todas las misiones que se les
encomiendan, puede ser consecuencia de unas estructuras, o de una
interpretación de las mismas, que en todo caso, deberán ser, en justicia,
revisadas. La sociedad no puede desperdiciar energías, pero la Iglesia tiene
que aprovechar todas las piedras vivas, para edificar el Cuerpo de
Cristo.
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