El Papa Francisco participó este 2 de abril en el encuentro a las autoridades y cuerpo diplomático en Malta que se llevó a cabo en el Palacio del Gran Maestre de La Valeta.
“Para un desarrollo sano es importante conservar la
memoria y tejer respetuosamente la armonía entre las generaciones, sin dejarse
absorber por homologaciones artificiales y colonizaciones ideológicas. Que a
menudo vienen, por ejemplo, en el campo de la vida, del principio de la vida,
son colonizaciones ideológicas que van en contra del derecho a la vida, desde
el momento de la concepción, o incluso antes”, advirtió
el Santo Padre.
A continuación, el
discurso del Papa Francisco a las autoridades y cuerpo diplomático en Malta.
Los saludo cordialmente y agradezco al señor presidente las amables
palabras que me ha dirigido en nombre de todos los ciudadanos. Vuestros
antepasados ofrecieron hospitalidad al apóstol Pablo cuando se dirigía a Roma,
tratándolo a él y a sus compañeros de viaje con «una
cordialidad fuera de lo común» (Hch 28,2); ahora, viniendo de Roma, yo
también experimento la cálida acogida de los malteses, tesoro que se transmite
en este país de generación en generación.
Por su posición, Malta puede ser definida el corazón del Mediterráneo.
Pero no sólo por su posición: el entramado de
acontecimientos históricos y el encuentro de los pueblos hacen de estas islas,
desde milenios, un centro de vitalidad y de cultura, de espiritualidad y de
belleza, una encrucijada que ha sabido acoger y armonizar influjos provenientes
de muchas partes. Esta diversidad de influencias hace pensar en la
variedad de vientos que caracterizan al país. No es casual que en las antiguas
representaciones cartográficas del Mediterráneo la rosa de los vientos se
colocara a menudo cerca de la isla de Malta. Quisiera tomar prestada
precisamente esa imagen de la rosa de los vientos, que posiciona las corrientes
de aire en base a los cuatro puntos cardinales, para delinear cuatro
influencias esenciales para la vida social y política de este país.
Los vientos que prevalentemente soplan en las islas malteses son del
noroeste. El norte evoca Europa, en particular la casa de la Unión Europea,
edificada para que allí viva una gran familia unida en la salvaguardia de la
paz. Unidad y paz son los dones que el pueblo maltés pide a Dios cada vez que
entona el himno nacional. La oración escrita por Dun Karm Psaila, en efecto,
dice: «Concede, Dios omnipotente, sabiduría y
misericordia a los que gobiernan, salud a los que trabajan, y asegura al pueblo
maltés la unidad y la paz». La paz sigue a la unidad y brota de ella.
Esto recuerda la importancia de trabajar juntos, de anteponer la cohesión a
toda división, de afianzar las raíces y los valores compartidos que han forjado
la singularidad de la sociedad maltesa.
Pero para garantizar una buena convivencia social, no basta con
consolidar el sentido de pertenencia, sino que hay que reforzar los fundamentos
de la vida común, que se basa en el derecho y la legalidad. La honestidad, la
justicia, el sentido del deber y la transparencia son pilares esenciales de una
sociedad civilmente desarrollada. Que el compromiso para extirpar la ilegalidad
y la corrupción sea, por tanto, fuerte como el viento que, soplando desde el
norte, barre las costas del país.
Y que se cultiven siempre la legalidad y la transparencia,
que permiten erradicar la delincuencia y la criminalidad, unidas por
el hecho de que no actúan a la luz del sol.
La casa europea, que se compromete a promover los valores de la justicia
y de la equidad social, también está en primera línea para salvaguardar la casa
más amplia, la de la creación. El ambiente en el que vivimos es un regalo del
cielo, como lo reconoce el himno nacional, pidiéndole a Dios que mire la
belleza de esta tierra, madre adornada con la más alta luz. Es cierto, en
Malta, donde la luminosidad del paisaje alivia las dificultades, la creación se
muestra como el don que, en medio de las pruebas de la historia y de la vida,
recuerda la belleza de habitar la tierra. Por eso, hay que protegerla de la
avidez voraz, de la codicia del dinero y de la especulación edilicia, que no
sólo afectan el paisaje, sino el futuro. En cambio, el cuidado del ambiente y
la justicia social preparan el porvenir, y son excelentes caminos para que los
jóvenes se apasionen por la buena política, sustrayéndolos a las tentaciones
del desinterés y de la falta de compromiso.
El viento del norte a menudo se mezcla con el que sopla del oeste. Este
país europeo, particularmente en su juventud, comparte, en efecto, los estilos
de vida y de pensamiento occidentales. De esto proceden grandes bienes -pienso
en los valores de la libertad y de la democracia-, pero también riesgos que es
necesario vigilar, para que el afán de progreso no lleve a apartarse de las
raíces. Malta es un maravilloso “laboratorio de
desarrollo orgánico”, donde progresar no significa cortar las raíces con
el pasado en nombre de una falsa prosperidad dictada por las ganancias y las
necesidades creadas por el consumismo, así como por el derecho de tener
cualquier derecho. Para un desarrollo sano es importante conservar la memoria y
tejer respetuosamente la armonía entre las generaciones, sin dejarse absorber
por homologaciones artificiales y colonizaciones ideológicas.
Que a menudo vienen, por ejemplo, en el campo de la vida, del principio
de la vida, son colonizaciones ideológicas que van en contra del derecho a la
vida, desde el momento de la concepción, o incluso antes.
En el fundamento de un crecimiento sólido está la persona humana, el
respeto a la vida y a la dignidad de todo hombre y de toda mujer. Conozco el
compromiso de los malteses por abrazar y proteger la vida. Ya en los Hechos de
los Apóstoles ustedes se distinguían por salvar a mucha gente.
Los animo a seguir defendiendo la vida desde el inicio hasta su fin
natural, pero también a protegerla en todo momento del descarte y del abandono.
Pienso especialmente en la dignidad de los trabajadores, de los ancianos y de
los enfermos. Y en los jóvenes, que corren el peligro de desperdiciar el bien
inmenso que son, persiguiendo espejismos que dejan tanto vacío interior. Es lo
que provocan el consumismo exacerbado, la cerrazón ante las necesidades de los
demás y la plaga de la droga, que sofoca la libertad creando dependencia. ¡Protejamos la belleza de la vida!
Continuando con la rosa de los vientos, miramos al sur. Desde allí
llegan tantos hermanos y hermanas en busca de esperanza. Quisiera agradecer a
las autoridades y a la población por la acogida que les ofrecen en nombre del
Evangelio, de la humanidad y del sentido de hospitalidad típico de los
malteses.
Según la etimología fenicia, Malta significa “puerto
seguro”. Sin embargo, ante la
creciente afluencia de los últimos años, los temores y las inseguridades han
provocado desánimo y frustración.
Para afrontar de una manera adecuada la compleja cuestión migratoria es
necesario situarla dentro de perspectivas más amplias de tiempo y de espacio.
De tiempo: el fenómeno migratorio no es una circunstancia del momento, sino que
marca nuestra época; lleva consigo las deudas de injusticias pasadas, de tanta
explotación, de los cambios climáticos, de los desventurados conflictos cuyas
consecuencias hay que pagar. Desde el sur, pobre y poblado, multitud de
personas se trasladan hacia el norte más rico. Es un hecho que no se puede
rechazar con cerrazones anacrónicas, porque en el aislamiento no habrá
prosperidad ni integración. Asimismo, hay que considerar el espacio.
La expansión de la emergencia migratoria -pensemos
en los refugiados de la martirizada Ucrania- exige respuestas amplias y
compartidas. No pueden cargar con todo el problema solo algunos países, mientras
otros permanecen indiferentes. Y países civilizados no pueden sancionar por
interés propio acuerdos turbios con delincuentes que esclavizan a las personas.
LAMENTABLEMENTE ESTO
SUCEDE.
El Mediterráneo necesita la corresponsabilidad europea, para convertirse
nuevamente en escenario de solidaridad y no ser la avanzada de un trágico
naufragio de civilizaciones. El Mare nostrum no puede convertirse en el cementerio más
grande de Europa.
A propósito de naufragio, pienso en San Pablo, que en el
curso de su última travesía en el Mediterráneo llegó a estas costas de manera
inesperada y fue socorrido. Después, mordido por una víbora,
pensaron que era un asesino; pero luego, al ver que no le pasó nada malo, fue
en cambio considerado un dios (cf. Hch 28,3-6). Entre las exageraciones de los
dos extremos se escapaba la evidencia principal: Pablo
era un hombre, necesitado de acogida.
La humanidad está ante todo y recompensa en todo. Lo enseña este país, cuya historia se ha visto beneficiada por la
llegada forzosa del apóstol náufrago. En nombre del Evangelio que él vivió y
predicó, ensanchemos el corazón y descubramos la belleza de servir a los
necesitados. Continuemos en este camino.
Hoy, mientras prevalece el miedo y “la
narrativa de la invasión”, y el objetivo principal parece ser la tutela
de la propia seguridad a cualquier costo, ayudémonos a no ver al migrante como
una amenaza y a no ceder a la tentación de alzar puentes levadizos y
de erigir muros. El otro no es un virus del que hay que defenderse,
sino una persona que hay que acoger, y «el ideal
cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente,
el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo
actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 88). ¡No dejemos que
la indiferencia desvanezca el sueño de vivir juntos! Ciertamente, acoger supone esfuerzo y exige
renuncias. También le ocurrió a San Pablo: para
ponerse a salvo primero tuvo que sacrificar los bienes de la nave (cf.
Hch 27,38). Pero son santas las renuncias que se hacen por un bien más grande,
por la vida del hombre, que es el tesoro de Dios.
Por último, está el viento proveniente del este, que a menudo sopla al
amanecer. Homero lo llamaba “Euro” (cf. La Odisea, Canto V). Pero, precisamente
del este de Europa, del Oriente, donde surge antes la luz, han llegado las
tinieblas de la guerra. Pensábamos que las invasiones de otros
países, los brutales combates en las calles y las amenazas atómicas fueran
oscuros recuerdos de un pasado lejano. Pero el viento gélido de la guerra,
que solo trae muerte, destrucción y odio, se ha abatido con prepotencia sobre
la vida de muchos y los días de todos. Y mientras una vez más algún poderoso,
tristemente encerrado en las anacrónicas pretensiones de intereses
nacionalistas, provoca y fomenta conflictos, la gente común advierte la
necesidad de construir un futuro que, o será juntos, o no será. Ahora, en la
noche de la guerra que ha caído sobre la humanidad, por
favor, no hagamos que desaparezca el sueño de la paz.
Malta, que resplandece con luz propia en el corazón del Mediterráneo,
puede inspirarnos, porque es urgente devolver la belleza al rostro del hombre,
desfigurado por la guerra. Hay una hermosa estatua mediterránea datada siglos
antes de Cristo que representa a la paz, Irene, como una mujer que tiene en
brazos a Pluto, la riqueza. Nos recuerda que la paz produce bienestar y la
guerra solamente pobreza, y nos hace pensar el hecho de que en la estatua la
paz y la riqueza se representen como una mamá que tiene en brazos un bebé. La ternura de las madres, que dan la vida al mundo, y la presencia de las
mujeres son la verdadera alternativa a la lógica perversa del poder, que
conduce a la guerra. Necesitamos compasión y cuidados, no visiones
ideológicas y populismos que se alimentan de palabras de odio y no se preocupan
de la vida concreta del pueblo, de la gente común.
Hace más de sesenta años, en un mundo amenazado por la destrucción,
donde las leyes eran dictadas por las contraposiciones ideológicas y la férrea
lógica de las coaliciones, desde la cuenca mediterránea se elevó una voz
contracorriente, que a la exaltación de la propia parte opuso un impulso
profético en nombre de la fraternidad universal. Era la de Giorgio La Pira, que
dijo: «La coyuntura histórica que vivimos, el
choque de intereses e ideologías que sacuden a la humanidad, presa de un
increíble infantilismo, restituyen al Mediterráneo una responsabilidad capital:
definir nuevamente las normas de una Medida donde el hombre, abandonado al
delirio y a la desmesura, pueda reconocerse» (Intervención en el
Congreso Mediterráneo de la Cultura, 19 febrero 1960). Son palabras actuales
podemos repetirlas porque tienen una gran actualidad.
Cuánto necesitamos una “medida humana” frente a la
agresividad infantil y destructiva que nos amenaza, frente al riesgo
de una “guerra fría ampliada” que puede
sofocar la vida de pueblos y generaciones enteros. Ese “infantilismo”,
lamentablemente, no ha desaparecido. Vuelve a aparecer prepotentemente
en las seducciones de la autocracia, en los nuevos imperialismos, en la
agresividad generalizada, en la incapacidad de tender puentes y de comenzar por
los más pobres. Hoy es muy difícil pensar con la lógica de la paz, nos hemos acostumbrados a pensar con la lógica
de la guerra.
Es aquí donde comienza a soplar el viento gélido de la guerra, que
también esta vez ha sido alimentado a lo largo de los años. Sí, la guerra se
fue preparando desde hace mucho tiempo, con grandes inversiones y comercio de
armas. Y es triste ver cómo el entusiasmo por la paz, que surgió después de la
segunda guerra mundial, se haya debilitado en los últimos decenios, así como el
camino de la comunidad internacional, con pocos poderosos que siguen
adelante por cuenta propia, buscando espacios y zonas de influencia. Y, de este modo, no solo la paz, sino tantas
grandes cuestiones, como la lucha contra el hambre y las desigualdades han sido
de hecho canceladas de las principales agendas políticas.
Pero la solución a las crisis de cada uno es hacerse cargo de las de
todos, porque los problemas globales requieren soluciones
globales. Ayudémonos a escuchar la sed de paz de la gente,
trabajemos para poner las bases de un diálogo cada vez más amplio, volvamos a
reunirnos en conferencias internacionales por la paz, donde el tema central sea
el desarme, con la mirada dirigida a las generaciones que vendrán. Y que los
cuantiosos recursos que siguen siendo destinados a los armamentos se empleen en
el desarrollo, la salud y la alimentación.
En fin, mirando todavía hacia el este, quisiera dirigir un pensamiento
al vecino Oriente Medio, que se refleja en la lengua de este país, que se
armoniza con otras, como recordando la capacidad de los malteses de generar
convivencias benéficas, en una suerte de coexistencia de las diferencias. Esto
es lo que necesita Oriente Medio: Líbano, Siria,
Yemen y otros contextos destrozados por los problemas y la violencia.
Que Malta, corazón del Mediterráneo, siga haciendo palpitar el latido de
la esperanza, el cuidado de la vida, la acogida del otro, el anhelo de paz, con
la ayuda de Dios, cuyo nombre es paz.
¡Que Dios bendiga a Malta y a Gozo!
Redacción ACI Prensa
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