Miércoles Santo. ¿Cuál es mi fuerza interior ante las incomprensiones que Dios permite en mi vida?
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Acompañar a Cristo en su pasión tiene que ser
para nosotros un enraizarnos profunda y convencidamente en los aspectos más
importantes de nuestra vida. El seguimiento de Cristo es para todos nosotros un
atrevernos a clavar la cruz en nuestra existencia, conscientes de que no hay
redención sin sacrificio, no hay redención si no hay ofrecimiento.
Quisiera proponerles estar con Cristo en el Pretorio antes de salir a ser
crucificado, como nos narra San Juan: "Entonces
Pilatos se lo entregó para que fuera crucificado". Cristo, maniatado, coronado de espinas,
flagelado, sentado en un calabozo esperando como tantos otros presos, como
tantos miles de prisioneros a lo largo del mundo, el momento en el cual se abra
la puerta del calabozo para ir hacia el patíbulo, para ir hacia el cadalso.
Atrevámonos a contemplar a Cristo y veamos cómo, sobre su cuerpo, se ha ido
escribiendo como una historia trágica todos los recorridos de su pasión. En su
cuerpo están escritos, a través de las huellas, a través de las heridas, a
través de los escupitajos, a través de los golpes, a través de la sangre, todos
los momentos que le han acontecido. Por nuestra mente pueden pasar como un
relámpago las situaciones por las que Él ha querido atravesar. Hagamos nuestra
la imagen del Señor listo para ir al Calvario. ¡Cuántos
dolores pasó desde el momento de su prendimiento a través de los tribunales y a
través de las burlas!
Si nos atenemos simplemente a lo que nos narran los evangelios acerca de los
golpes, la flagelación, la corona de espinas, y junto con eso todos los golpes
físicos, humillantes y dolorosos, sabremos por qué los evangelistas resumen en
una frase el tremendo suplicio de la flagelación..., ¡no
hacía falta describir más!: "Pilatos tomó entonces a Jesús y lo mandó
azotar". En el contexto en el que son escritos los
evangelios, todos conocían perfectamente lo que significaba la flagelación. Y
todo los dolores morales, las humillaciones, las vejaciones, Cristo lo tiene
escrito en su cuerpo, lo tiene grabado en su carne, por mí.
A veces los dolores morales son mucho más intensos, mucho más agudos que los
dolores físicos. A veces podríamos haber perdido el sentido de lo que es la
carencia de todo respeto, la carencia de todo límite, de toda decencia.
¡Cuántas obscenidades, cuántas groserías, cuántas
vejaciones habrá escuchado Jesús! Él, de cuya boca jamás salió palabra
hiriente, tiene que escuchar toda una serie de insultos y vejaciones sobre Él,
sobre su Padre, sobre su familia... ¡Y todo, por
mí!
¡Cuántos dolores -en lo espiritual- al verse
abandonado por los suyos! ¿Dónde está Pedro?, ¿Dónde está Juan? "Prudentemente
lo seguían". ¿Dónde está Tomás, Andrés, Nathanael y Santiago? ¿Dónde están
los que querían hacer llover fuego sobre la ciudad de Samaria por el simple
hecho de que no recibían al Maestro?, ¿Dónde están, ahora que el Maestro no
sólo no es recibido, sino que es condenado a muerte, abandonado, traicionado?
Traicionado por los suyos, mal interpretado, injuriado, calumniado. ¡Qué doloroso es ver que lo abandonan sus amigos, que es
objeto de burlas soeces, que sufre golpes, malos tratos, despojos! ¡Qué heridas
le causan en el alma la tristeza, el tedio, el miedo y las vejaciones!
Contemplemos la corona de espinas en la cabeza, la cara abofeteada y
escupida y el cuerpo lleno de heridas. ¡Y todo, por
mí! Vayamos sobre nosotros mismos y preguntémonos: ¿qué voy a hacer yo? Éste es el cuerpo de Cristo,
el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, ante el cual toda la Iglesia
se arrodilla, y ante el cual todos los hombres han pasado por encima del
respeto humano y le han ofrecido sus vidas.
Y ¿qué hay en el alma de Cristo? Antes de
salir a la cruz, nos podría asustar ver su cuerpo. ¿Qué
sentimiento podría surgir en nosotros al ver su alma? ¿Me atrevo a bajar ahí
para ver qué hay en ella? Quizá nos podría asustar el ver la soledad y
el desamparo en que se debate su alma. En el alma de Cristo está profundamente
arraigada la soledad y el abandono.
Apliquemos esto a nuestra vida. Cristo acaba de sufrir todos los suplicios.
Cristo está sufriendo el suplicio interior de la soledad y la incomprensión. ¿Qué capacidad tengo yo de acompañar a Cristo en su
soledad y en su abandono? ¿Hasta qué punto he comprendido yo a Cristo en su
misión? Me podré espantar quizá de que Pedro, Juan, Andrés, Santiago, no
hayan comprendido a Cristo. ¿Y yo? Si Cristo
estuviese en el calabozo y viese mi alma ¿se
sentiría acompañado, se sentiría comprendido?
De cara a mi alma, ¿cuál es mi fuerza interior ante
las incomprensiones que Dios permite en mi vida, por parte, incluso, de los más
cercanos?
Debemos ser para los demás testigos de que la soledad del alma es redentora, de
que la soledad del alma tiene una capacidad de fecundidad que, quizá muchas
veces, nosotros no somos capaces de valorar porque no la hacemos tesoro junto a
Cristo. Contemplemos a este Señor nuestro que tanto ha sufrido por nosotros,
para aprender también que nosotros podemos sufrir por Él.
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