El Papa Francisco dedicó su catequesis a la “paz de Pascua” durante la Audiencia General de este miércoles 13 de abril que se llevó a cabo en el Aula Pablo Vi del Vaticano.
El Santo Padre recordó que “Pascua significa
paso” y que “es, sobre todo este año, la
ocasión bendecida para pasar del dios mundano al Dios cristiano, de la codicia
que llevamos dentro a la caridad que nos hace libres, de la espera de una paz
llevada con la fuerza al compromiso de testimoniar concretamente la paz de
Jesús”.
A continuación, la
catequesis pronunciada por el Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Estamos en el centro de la Semana Santa, que va desde el Domingo de
Ramos al Domingo de Pascua. Ambos domingos se caracterizan por la fiesta que se
hace en torno a Jesús. Pero son dos fiestas diferentes.
El domingo pasado vimos a Cristo entrar solemnemente en Jerusalén, como
una fiesta, acogido como Mesías: por Él se
extienden mantos a lo largo del camino (cfr Lc 19,36) y ramos cortados de los árboles (cfr Mt 21,8).
La multitud exultante bendice a grandes voces al «Rey
que viene», y aclama: «Paz en el cielo y
gloria en las alturas» (Lc 19,38). Esa gente celebra porque ve en
el ingreso de Jesús la llegada de un nuevo rey, que traería paz y gloria.
Esta era la paz esperada por esa gente: una
paz gloriosa, fruto de una intervención real, la de un mesías poderoso que
liberaría Jerusalén de la ocupación de los romanos. Otros,
probablemente, soñaban el restablecimiento de una paz social y veían en
Jesús el rey ideal, que daría de comer a la multitud con el pan, como ya
había hecho, y realizado grandes milagros, llevando así más justicia al
mundo.
Pero Jesús nunca habla de esto. Tiene delante de sí una Pascua
diferente, no una pascua triunfal. Lo único que le preocupa para preparar su
ingreso en Jerusalén es ir sobre «un pollino
atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre» (v. 30).
Es así como Cristo lleva la paz en el mundo: a
través de la mansedumbre -y esto tenemos que subrayarlo bien- a través de la
mansedumbre y la docilidad, representadas en ese pollino atado, sobre el que no
había montado nadie. Nadie, porque la forma de hacer de Dios es
diferente a la del mundo. Jesús, de hecho, antes de Pascua, explica a los
discípulos: «Les dejo la paz, mi paz les doy; no
se las doy como la da el mundo» (Jn 14,27). Son dos modos
diferentes, dos maneras diferentes, un modo es como el mundo da la paz y otro
modo como Dios nos da la paz. Son diferentes.
La paz que Jesús nos da en Pascua no es la paz que sigue las
estrategias del mundo, que cree obtenerla por la fuerza, con las conquistas y
con varias formas de imposición. Esta paz, en realidad, es solo un intervalo
entre las guerras. Esa paz es solo un intervalo entre las guerras, lo sabemos
bien.
La paz del Señor sigue el camino de la mansedumbre y de la cruz: es
hacerse cargo de los otros. Cristo, de hecho, ha tomado sobre sí nuestro mal,
nuestro pecado y nuestra muerte. Ha tomado sobre sí todo esto, así nos ha
liberado, Él ha pagado por nosotros. Su paz no es fruto de algún acuerdo, sino
que nace del don de sí. Esta paz mansa y valiente, sin embargo, es difícil de
acoger. De hecho, la multitud que alababa a Jesús es la misma que unos días
después grita “Crucifícale” y, asustada y
desilusionada, no mueve un dedo por Él.
En este sentido, siempre resulta actual un gran relato de Dostoievski,
la llamada Leyenda del Gran Inquisidor. Narra que Jesús, después de varios siglos,
vuelve a la Tierra. Es una leyenda. después de varios siglos, vuelve a la
Tierra. En seguida es acogido por la multitud alegre, que lo reconoce y lo
aclama. Pero después es arrestado por el Inquisidor, que representa la lógica
mundana. Este lo interroga y lo critica ferozmente. El motivo final del
reproche es que Cristo, aun pudiendo, nunca quiso convertirse en César, el rey
más grande de este mundo, prefiriendo dejar libre al hombre en vez de
someterlo y resolver los problemas con la fuerza. Habría podido establecer la
paz en el mundo, doblegando el corazón libre pero precario del hombre en
virtud de un poder superior, pero no quiso, respetó nuestra libertad. «Si hubieses aceptado - dice el Inquisidor a Jesús –, la
púrpura de César, habrías fundado el imperio universal y dado la paz al
mundo» (Los hermanos Karamazov, Milán 2012, 345); y con
sentencia cortante concluye: «Pues nadie ha
merecido más que Tú la hoguera» (348). Este es el engaño que se repite
en la historia, la tentación de una paz falsa, basada en el poder, que
después conduce al odio y a la traición de Dios, y a tanta amargura en el
alma.
Al final, el Inquisidor querría que Jesús «le
dijera algo, quizá también algo amargo, terrible». Pero Cristo
reacciona con un gesto dulce y concreto: «se le
acerca en silencio, y lo besa dulcemente en los viejos labios ensangrentados» (352).
La paz de Jesús no domina a los demás, nunca es una paz armada. Nunca. Las
armas del Evangelio son la oración, la ternura, el perdón y el amor gratuito
al prójimo, el amor a todo prójimo. Es así que se lleva la paz de Dios al
mundo. Por esto la agresión armada de estos días, como toda guerra,
representa un ultraje a Dios, una traición blasfema del Señor de la Pascua,
un preferir el falso dios de este mundo a su rostro manso. Siempre la guerra es
una acción humana para llevar a la idolatría del poder.
Jesús, antes de su última Pascua, dijo a los suyos: «No se turbe su corazón ni se acobarde» (Jn 14,27).
Sí, porque mientras el poder mundano deja solo destrucción y muerte, -lo
hemos visto estos días- su paz edifica la historia, a partir del corazón de
cada hombre que la acoge. La Pascua es entonces la verdadera fiesta de Dios y
del hombre, porque la paz, que Cristo ha conquistado sobre la cruz en el don de
sí, se nos distribuye. Por eso el Resucitado, el día de Pascua, se aparece a
los discípulos y repite: «La paz con ustedes» (Jn
20,19.21). Este es el saludo de Cristo vencedor, de Cristo Resucitado.
Hermanos, hermanas, Pascua significa “paso”. Es,
sobre todo este año, la ocasión bendecida para pasar del dios mundano al Dios
cristiano, de la codicia que llevamos dentro a la caridad que nos hace libres,
de la espera de una paz llevada con la fuerza al compromiso de testimoniar
concretamente la paz de Jesús. Hermanos y hermanas, pongámonos delante del
Crucificado, fuente de nuestra paz, y pidámosle la paz del corazón y la paz en
el mundo. Gracias.
Redacción ACI Prensa
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