El Papa Francisco continuó, en la Audiencia General de este miércoles 30 de marzo, con su serie de catequesis sobre la vejez con el tema de “la fidelidad a la visita de Dios para la generación que viene”.
“Hoy más que
nunca necesitamos esto: necesitamos una vejez dotada de sentidos espirituales
vivos y capaz de reconocer los signos de Dios, es más, el Signo de Dios, que es
Jesús. Un signo que nos pone en crisis, siempre: Jesús nos pone en crisis
porque es «señal de contradicción» (Lc 2,34), pero que nos llena de alegría. Porque la crisis no te lleva a la tristeza
necesariamente, no: estar en crisis, sirviendo al Señor, muchas veces te da paz
y alegría”, dijo el Santo Padre.
A CONTINUACIÓN, LA CATEQUESIS COMPLETA DEL PAPA
FRANCISCO:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario de catequesis sobre el tema de la vejez, hoy
miramos al tierno cuadro pintado por el evangelista san Lucas, que llama a
escena a dos figuras de ancianos, Simeón y Ana. Su razón de vida, antes de
despedirse de este mundo, es la espera de la visita de Dios. Esperaban que Dios
viniera a visitarles, es decir Jesús. Simeón sabe, por una premonición del
Espíritu Santo, que no morirá antes de haber visto al Mesías. Ana iba cada día
al templo dedicándose a su servicio. Ambos reconocen la presencia del Señor en
el niño Jesús, que colma de consuelo su larga espera y serena su despedida de
la vida. Esta es una escena de encuentro con Jesús, y de despedida.
¿QUÉ PODEMOS APRENDER DE ESTAS DOS FIGURAS DE
ANCIANOS LLENOS DE VITALIDAD ESPIRITUAL?
Primero, aprendemos que la fidelidad de la espera afina los sentidos. Por otro lado, lo sabemos,
el Espíritu Santo hace precisamente esto: ilumina los sentidos. En el
antiguo himno Veni Creator Spiritus,
con el que invocamos todavía hoy al Espíritu Santo, decimos: «Accende lumen sensibus», enciende una luz
para los sentidos, ilumina nuestros sentidos. El Espíritu es capaz de hacer
esto: agudiza los sentidos del alma, no obstante
los límites y las heridas de los sentidos del cuerpo. La vejez debilita,
de una manera u otra, la sensibilidad del cuerpo: uno
es más ciego, otro más sordo…
Sin embargo, una vejez que se ha ejercitado en la espera de la visita de
Dios no perderá su paso: es más, estará también más preparada a acogerla,
tendrá más sensibilidad para acoger al Señor cuando pasa. Recordemos que una
actitud del cristiano es estar atento a las visitas del Señor, porque el Señor
pasa en nuestra vida con las inspiraciones, con la invitación a ser mejores. Y
san Agustín decía: “Tengo miedo de Dios cuando
pasa” – “¿Pero por qué tienes miedo? – “Sí, tengo miedo de no darme cuenta y
dejarlo pasar”. Es el Espíritu Santo que prepara los sentidos para
entender cuándo el Señor nos está visitando, como hizo con Simeón y Ana.
Hoy más que nunca necesitamos esto: necesitamos una vejez dotada de sentidos espirituales vivos y capaz de reconocer los signos de Dios, es más,
el Signo de Dios, que es Jesús. Un signo que nos pone en crisis, siempre: Jesús
nos pone en crisis porque es «señal de contradicción» (Lc 2,34), pero
que nos llena de alegría. Porque la crisis no te lleva a la tristeza
necesariamente, no: estar en crisis, sirviendo al
Señor, muchas veces te da paz y alegría.
La anestesia de los sentidos espirituales —y esto es feo— la anestesia de los sentidos
espirituales, en la excitación y en el entumecimiento de los corporales, es un
síndrome generalizado en una sociedad que cultiva la ilusión de la eterna
juventud, y su rasgo más peligroso está en el hecho de que esta es mayoritariamente
inconsciente. No nos damos cuenta de estar anestesiados. Y esto sucede: siempre ha sucedido y sucede en nuestra época. Los
sentidos anestesiados, sin entender qué sucede; los sentidos interiores, los
sentidos del espíritu para entender la presencia de Dios o la presencia del
mal, anestesiados, no distinguen.
Cuando pierdes la sensibilidad del tacto o del gusto, te das cuenta
enseguida. Sin embargo, la del alma, esa sensibilidad del alma puedes ignorarla
durante mucho tiempo, vivir sin darte cuenta de que has perdido la sensibilidad
del alma. Esta no se refiere simplemente al pensamiento de Dios o de la
religión. La insensibilidad de los sentidos espirituales se refiere a la
compasión y la piedad, la vergüenza y el remordimiento, la fidelidad y la entrega,
la ternura y el honor, la responsabilidad propia y el dolor ajeno.
Es curioso: la insensibilidad no te hace
entender la compasión, no te hace entender la piedad, no te hace sentir
vergüenza o remordimiento por haber hecho algo malo. Es así: los sentidos
espirituales anestesiados confunden todo y uno no siente, espiritualmente,
cosas del estilo. Y la vejez se convierte, por así decir, en la primera
pérdida, la primera víctima de esta pérdida de sensibilidad.
En una sociedad que ejerce principalmente la sensibilidad por el
disfrute, disminuye la atención a los frágiles y prevalece la competencia de
los vencedores. Y así se pierde la sensibilidad. Ciertamente, la retórica de la
inclusión es la fórmula de rito de todo discurso políticamente correcto. Pero
todavía no trae una real corrección en las prácticas de la convivencia normal: cuesta que crezca una cultura de la ternura social. No: el espíritu de la fraternidad humana —que me ha
parecido necesario reiterar con fuerza— es como un
vestido en desuso, para admirar, sí, pero… en un museo. Se pierde la
sensibilidad humana, se pierden estos movimientos del espíritu que nos hacen
humanos.
Es verdad, en la vida real podemos observar, con gratitud conmovida,
muchos jóvenes capaces de honrar hasta al fondo esta fraternidad. Pero
precisamente aquí está el problema: existe un descarte, un descarte culpable,
entre el testimonio de esta savia vital de la ternura social y el conformismo
que impone a la juventud definirse de una forma completamente diferente. ¿Qué podemos hacer para colmar este descarte?
De la historia de Simeón y Ana, pero también de otras historias bíblicas
de la edad anciana sensible al Espíritu, viene una indicación escondida que
merece ser llevada a primer plano. ¿En qué
consiste, concretamente, la revelación que enciende la sensibilidad de Simeón y
Ana? Consiste en el reconocer en un niño, que ellos no han generado y
que ven por primera vez, el signo seguro de la visita de Dios. Ellos aceptan no ser protagonistas, sino solo testigos. Y cuando un individuo acepta no ser
protagonista, sino que se involucra como testigo, la cosa va bien: ese hombre o esa mujer está madurando bien. Pero
si tiene siempre ganas de ser protagonista no madurará nunca este camino hacia
la plenitud de la vejez.
La visita de Dios no se encarna en su vida, de los que quieren ser
protagonistas y nunca testigos, no los lleva a la escena como salvadores: Dios no se hace carne en su generación, sino en la
generación que debe venir. Pierden el espíritu, pierden las ganas de
vivir con madurez y, como se dice normalmente, se vive con superficialidad. Es
la gran generación de los superficiales, que no se permiten sentir las
cosas con la sensibilidad del espíritu. ¿Pero por
qué no se lo permiten? En parte por pereza, y en parte porque ya no
pueden: la han perdido. Es feo cuando una civilización pierde la sensibilidad
del espíritu.
Sin embargo, es muy bonito cuando encontramos ancianos como Simeón y Ana
que conservan esta sensibilidad del espíritu y son capaces de entender las
diferentes situaciones, como estos dos entendieron que esta situación que
estaba ante ellos era la manifestación del Mesías. Ningún resentimiento y
ninguna recriminación por esto, cuando estoy en este estado de quietud. Sin
embargo, gran conmoción y gran consolación cuando los sentidos espirituales
están todavía vivos. La conmoción y la consolación de poder ver y anunciar que
la historia de su generación no se ha perdido o malgastado, precisamente
gracias a un evento que se hace carne y se manifiesta en la generación que
sigue. Y esto es lo que siente un anciano cuando los nietos van a hablar con
él: se siente reavivar. “Ah, mi vida está todavía
aquí”. Es muy importante ir donde los ancianos, es muy importante
escucharlos. Es muy importante hablar con ellos, porque tiene lugar este
intercambio de civilización, este intercambio de madurez entre jóvenes y
ancianos. Y así, nuestra civilización va hacia delante de forma madura.
Solo la vejez espiritual puede dar este testimonio, humilde y
deslumbrante, haciéndola autorizada y ejemplar para todos. La vejez que ha
cultivado la sensibilidad del alma apaga toda
envidia entre las generaciones, todo resentimiento, toda
recriminación por una venida de Dios en la generación venidera, que llega junto
con la despedida de la propia. Y esto es lo que sucede a un anciano abierto con
un joven abierto: se despide de la vida, pero entregando —entre
comillas— la propia vida a la nueva generación.
Y esta es la despedida de Simeón y Ana: “Ahora
puedo ir en paz”.
La sensibilidad espiritual de la edad anciana es capaz de abatir la
competición y el conflicto entre las generaciones de forma creíble y
definitiva. Supera, esta sensibilidad: los
ancianos, con esta sensibilidad, superan el conflicto, van más allá, van a la
unidad, no al conflicto. Esto ciertamente es imposible para los hombres,
pero es posible para Dios. ¡Y hoy necesitamos mucho
de la sensibilidad del espíritu, de la madurez del espíritu, necesitamos
ancianos sabios, maduros en el espíritu que nos den una esperanza para la vida!
Redacción ACI
Prensa
No hay comentarios:
Publicar un comentario