–Entre luz y tinieblas…
–En realidad,
viviendo en Cristo, que es “la Luz del mundo", “somos todos hijos de la
luz e hijos del día; no de la noche, ni de las tinieblas” (1Tes 5,5).
I)
ESTAMOS EN PAZ
«Aquí
estamos en paz, hay tranquilidad y no pasa nada»
Ateniéndose
a ese «pensamiento» –más bien «pensación»–, los hombres «comían,
bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; pero en cuanto
Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre, y acabó con todos. Lo
mismo pasará el día en que se revele el Hijo del hombre» (Lc 17,28-30). Cuántos
cristianos hoy, al menos entre aquellos que gozan de una relativa prosperidad y
tienen una mentalidad liberal mundana, son moderados a
la hora de considerar los males del mundo, en el que de ningún modo aceptan
vivir «como peregrinos y forasteros» (1Pe
2,11), y menos aún como combatientes. Son «hombres terrenales»; mientras que
los cristianos somos «hombres celestiales» (1Cor
15,48).
Piensan que no hay que dar
crédito a los profetas alarmistas, y que los males del mundo actual son, con un
poco de paciencia, tolerables. Tranquilos todos. En esta actitud, no pierden su
tranquilidad aunque continuamente los medios de comunicación les informen de que
crece la criminalidad, la droga, el espiritismo y los cultos satánicos, la
promiscuidad sexual, las enfermedades mentales, la violencia, la pobreza de los
países pobres, la homosexualidad, la irreligiosidad, el ateísmo y el
agnosticismo, el laicismo contrario a Dios en todo, política, leyes, educación,
sanidad, etc. ¿Y con todo esto pueden seguir
pensando que no estamos en guerra?… Tendremos que encender en esta
oscuridad la luz del Evangelio.
ESTAMOS EN UNA GRAN BATALLA
En
la historia humana estamos dentro de una batalla espiritual enorme. Y es
preciso que el cristiano esté bien enterado de ello, obrando en consecuencia: «vigilad, pues, en todo tiempo y orad,
para que podáis evitar todo esto que ha de venir, y comparecer ante el Hijo del
hombre» (Lc 21,36; cf. 18,1).
Concilio
Vaticano II: «toda la
vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y
ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas»
(GS 13b). «A través de toda la historia
humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada
en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (37b).
No
puede el hombre mantenerse ajeno a esa batalla, en una neutralidad distante y
pacifista: «el
que no está conmigo está contra mí» (Lc 11,23). Hay dos bloques mundiales enfrentados. De un lado, guiados y
dominados por el diablo, están los que afirman: «no queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). Y del otro, guiados y animados
por el mismo Cristo, los que quieren y procuran: «venga
a nosotros tu Reino».
Unos
quieren «ser como
dioses, conocedores del bien y del mal» (Gén 3,5) y creen, como dice el beato Pío IX, que «la razón humana, sin tener para nada en cuenta a Dios,
es el único árbitro de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley
de sí misma; y bastan sus fuerzas naturales para procurar el bien de los
hombres y de los pueblos» (Syllabus 1864,3; cf.
Vat. II, GS 36c).
Los otros
quieren regirse por
la voluntad de Dios, expresada en la ley natural y revelada plenamente en
Cristo: «hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo».
* LA MEDITACIÓN IGNACIANA DE LAS DOS BANDERAS
En los Ejercicios espirituales San Ignacio de Loyola, expone muy claramente la batalla permanente que hay en el mundo entre la luz de Dios y las tinieblas del
diablo:
«El primer
preámbulo es la historia: cómo Cristo llama y quiere a todos bajo
su bandera, y Lucifer, al contrario, bajo la suya» (137). Los dos campos que se
enfrentan son Jerusalén y Babilonia (138).
El tercer preámbulo es «pedir conocimiento de los engaños del mal caudillo y
ayuda para guardarme de ellos, y conocimiento de la vida verdadera que muestra
el sumo y verdadero capitán, y gracia para imitarle» (139). El jefe de
los enemigos «hace llamamiento de innumerables
demonios y los esparce a los unos en tal ciudad y a los otros en otra, y así
por todo el mundo, no dejando provincias, lugares, estados ni personas algunas
en particular» (141). Contra él y contra ellos, «el
Señor de todo el mundo escoge tantas personas, apóstoles, discípulos, etc., y
los envía por todo el mundo, esparciendo su sagrada doctrina por todo los
estados y condiciones de personas» (145).
Elijan
ustedes dónde se sitúan, por quién combaten y contra quién luchan.
No demoren su elección, sepan que es necesaria y urgente. No se dejen engañar
ni por el diablo, ni por la flojera de la carne, ni por las solicitudes del
mundo (comían, bebían, se casaban, plantaban, etc.), porque si no entran de
lleno a combatir bajo la bandera de Cristo, lo quieran o no, rechazan al
Salvador de la humanidad y se mantienen cautivos del Príncipe de este mundo.
III)
LA BATALLA DE LA IGLESIA ES CONTRA EL DIABLO
Nuestro
combate es «contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los
espíritus malos» (Ef 6,12)
Esa afirmación de San Pablo
nos da lo que Cristo enseñó claramente en el Evangelio. Y Él nos enseñó también
a discernir las señales de la presencia y de la acción del diablo. La
Iglesia nos transmite su enseñanza:
Pablo VI: «Podremos suponer su acción siniestra allí donde
la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda; donde la mentira se
afirma, hipócrita y poderosa, contra la verdad evidente; donde el amor es
eliminado por un egoísmo frío y cruel; donde el nombre de Cristo es impugnado
con odio consciente y rebelde (1Cor 16,22; 12,3); donde el espíritu del
Evangelio es mistificado y desmentido; donde se afirma la desesperación como
última palabra» (15-11-1972).
Es
evidente que, especialmente el Occidente apóstata, padece hoy un fuerte y
extenso influjo del diablo. La constitución atea de los Estados modernos liberales y de los
grandes Organismos internacionales, sean de izquierda o de derecha viene a ser
la misma: «no queremos que Cristo reine sobre nosotros».
Signos
del influjo diabólico sobre el mundo son la depravación del pensamiento y de la cultura, el
pudrimiento de los espectáculos y de los grandes medios de comunicación, la
perversión estatal de la educación, el favorecimiento político de la
fornicación juvenil, la normalización legal y financiada del aborto, de la
homosexualidad, de la eutanasia, la generalización de una anticoncepción
sistemática que acaba demográficamente con las naciones, la imposibilidad
práctica de las fuerzas cristianas para unirse y actuar en el mundo secular, y
tantos otros males. Todos esos signos y otros muchos son señales evidentes de
la poderosa acción del Príncipe de este mundo.
* SON LOS PAPAS, CON POCOS MÁS, LOS QUE DENUNCIAN
ESA ACCIÓN DEL DEMONIO EN EL MUNDO ACTUAL
Lo hacen demasiado solos. Es
notable la superficialidad naturalista con la que tantos sabiazos católicos –teólogos, historiadores,
sociólogos, pastoralistas– describen las coordenadas del mundo moderno, sin tener,
al parecer, ni idea de la acción del diablo, que en gran medida
causa, explica y mantiene esa siniestra cultura vigente. Casi
ninguno menciona al diablo, ni siquiera de paso. Pero no pueden darnos terapias
sociales eficaces quienes parten de diagnósticos tan erróneos.
Gracias
a Dios, los Papas, al menos, y algunos pocos con ellos, anuncian la verdad, la
verdad de Dios, la verdad del mundo actual. El Estado moderno apóstata está mucho más sujeto
al diablo, por ejemplo, que el Imperio pagano de Roma. Éste era solo un perro de mal
genio, comparado con el tigre estatal de liberales, socialistas y comunistas.
Al menos en la mayor parte del
Occidente apóstata, el Estado es hoy la Bestia mundana, a la que «el Dragón [infernal] le dió su poder, su trono y
un poder muy grande» (Apoc 13,2). ¿Puede entenderse
algo de lo que hoy sucede en el mundo si esto se ignora? ¿Los medios que ponen los cristianos activistas, con su mejor
voluntad, son los más eficaces para neutralizar a este gran Leviatán
diabólico?
Juan
Pablo II insiste en que
el diablo quiere mantener
oculta su acción en el mundo. Las palabras de San Juan «el mundo entero está bajo el Maligno» (1Jn 5,19) «aluden a la presencia de Satanás en la historia de la
humanidad, una presencia que se hace más fuerte a medida que el hombre y la
sociedad se alejan de Dios. Y el influjo del espíritu maligno puede “ocultarse”
de forma más profunda y eficaz: pasar inadvertido corresponde a sus
“intereses”. La habilidad de Satanás en el mundo es la de inducir a los hombres
a negar su existencia en
nombre del racionalismo y de cualquier otro sistema de pensamiento que busca
todas las escapatorias con tal de no admitir la obra del diablo»
(13-8-1986).
IV)
HEMOS DE VIVIR SIEMPRE EN LA ESPERANZA DE LA
PROVIDENCIA, QUE NOS LLEVA A LA PARUSÍA GLORIOSA DE CRISTO
La Iglesia quiere que vivamos
a la espera de la Parusía. Y por eso nos hace rezar cada día en la Misa:
«Mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador
Jesucristo».
Están
perdidos aquellos que viven «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). Todos los santos
cristianos, por el contrario, han vivido en la tierra como «peregrinos advenedizos» (1Pe 2,11), conscientes
de su identidad celestial, es decir, como «ciudadanos
del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo» (Flp
3,19-21).
Y esa actitud espiritual la
vemos ya viva en los santos del A.T. Simeón era un
anciano «justo y piadoso, que esperaba la
consolación de Israel» (Lc 2,25), Y también Nicodemo era un hombre de fe, que
«esperaba el reino de Dios» (Mc 15,43).
* HAY
ESPERANZAS VERDADERAS Y FALSAS ESPERANZAS
1.– NO TIENEN VERDADERA ESPERANZA
–aquéllos
que diagnostican como leves los males graves del mundo y de la Iglesia. O están ciegos o es que prefieren ignorar la verdad.
Como
les falta la esperanza, niegan la gravedad de los males, pues consideran irremediable
el extravío del pueblo. Y así vienen a estimar más conveniente –más optimista, más
positivo– pensar y decir «vamos bien».
–Tampoco
tienen esperanza verdadera aquellos que se atreven a anunciar «reformas radicales» de esto y lo otro, «renovaciones
primaverales», sin promover
el reconocimiento de los pecados, la conversión y
la penitencia que nos libra de ellos, y la
oración de petición, que es el medio principal para alcanzar bienes
de Dios.
–Falsa es
la esperanza de quienes la ponen en medios humanos, y reconociendo a su modo los
males que sufrimos, pretenden vencerlos con nuevas
fórmulas doctrinales, morales, litúrgicas y disciplinares «más avanzadas que las de la Iglesia oficial».
Ellos se consideran a sí
mismos como un «acelerador», y ven como un «freno» la
tradición católica, los dogmas, la autoridad apostólica. Éstos una y otra vez
intentan por medios humanos –métodos y consignas, organizaciones y campañas,
una y otra vez cambiadas y renovadas en congresos y reuniones innumerables–, lo
que sólo puede conseguirse por la fidelidad a la verdad y a los mandamientos de
Dios y de su Iglesia. Sus empeños son vanos. Y por eso vienen a ser desesperantes.
–Tampoco es
esperanza verdadera la de quienes no esperan la victoria «próxima» de Cristo
Rey. No tienen paciencia, y
prefieren pactar con el mundo, haciéndose sus cómplices, para guardar su
pervivencia. No viven la esperanza de la Parusía inminente del Salvador
aquellos políticos cristianos, por ejemplo, que fingen oponerse a los
enemigos de Cristo y de la Iglesia, pero que de hecho,
ceden ante
ellos, y sometiéndose durante muchos decenios a la norma del mal menor, van llevando al pueblo a los mayores males,
un pasito detrás de los enemigos del Reino.
Sin embargo el Señor nos afirma
en el Apocalipsis su venida «ha de suceder
pronto» (1,1;2,16; 22,7). «Mira, vengo
pronto y traigo mi recompensa conmigo, para pagar a cada uno según su
trabajo» (2,12; cf. 3,12; 22,20).
–Quienes no
creen en la fuerza de la gracia del Salvador, no llaman a conversión, porque no
tienen esperanza. Y así aprueban, al menos con su silencio, lo que sea: el
absentismo habitual de la eucaristía, la profanación del matrimonio por la
anticoncepción sistemática, el culto al cuerpo y a las riquezas, y tantos males
más.
Ni
piensan siquiera en llamar a
conversión, porque estiman
irremediables los males del mundo arraigados en el pueblo cristiano. «¿Cómo les vas
a pedir que?»…. Al fallarles la esperanza en Dios, y la esperanza en la bondad potencial
de los hombres asistidos por su gracia, ellos no piden –y por
tanto, no transmiten– el
don de Dios a los hombres, a los casados, a los políticos, a los feligreses
sencillos, a los cristianos dirigentes. No llaman a conversión, porque
en el fondo no creen en su posibilidad: les falta la esperanza. Ven como irremediables los males del mundo y de
la Iglesia. ¡Y son ellos los que tachan de
pesimistas y carentes de esperanza a los únicos que, entre tantos desesperados
y derrotistas, mantienen la esperanza verdadera!
–No tienen,
en fin, esperanza quienes no ven la historia en cuanto gobernada por la
Providencia divina, sino únicamente como el juego puro y duro de las causas segundas entre
sí.
Algunos de ellos mantienen en
sus pensamientos la verdad de la fe: que «todo
lo que Dios creó, en su providencia lo dirige y gobierna». Pero
predominan habitualmente sobre sus pensamientos, sus pensaciones, que, según idelogías o según les vaya
en la vida, pueden ser un voluntarista «vamos
bien» o un «vamos mal», vamos
derechos hacia un abismo inevitable.
En esta segunda posibilidad se
ven los falsamente indignados, amargados, exacerbados, que inconscientemente a
veces, o 1) no creen en el gobierno divino providente de la historia o 2) no están de acuerdo con él, es
decir, con la voluntad de Dios providente, hallándola demasiado benigna.
Santiago
y Juan, rechazados
por los samaritanos: «Señor, ¿quieres que pidamos
que baje fuego del cielo y los consuma» (Lc 10,54). O Simón Pedro, cuando por primera vez Cristo anuncia su
Pasión: «¡Dios te libre, Señor! Esto no te debe
suceder» (Mt 16,22). O cuando en el prendimiento de Jesús en Getsemaní «echó mano de su espada y»… Jesús corta su acción:
«¿Crees tú que no puedo invocar a mi Padre y me
enviaría en seguida más de doce legiones de ángeles?» (Mt 26,51-53).
No han recibido todavía el
Espíritu Santo, y no se acomodan fácilmente a la voluntad de Dios expresada en
su Providencia. La quisieran más brava y eficaz.
2.–TIENEN VERDADERA ESPERANZA
–los que
reconocen los males del mundo y del pueblo descristianizado, los que se
atreven a verlos y, más
aún, a combatirlos. Porque tienen esperanza en el poder del
Salvador, por eso no dicen que el bien es imposible, y que es mejor no
proponerlo. Por eso no enseñan con sus palabras o silencios que lo malo es
bueno; y tampoco aseguran, con toda afabilidad y simpatía, «vais bien» a los
que en realidad «van mal».
–Los que
tienen verdadera esperanza predican al pueblo con mucho ánimo el Evangelio de
la conversión, para que todos pasen de la mentira a la verdad, de la esclavitud del
diablo al servicio de Cristo Salvador; del culto a la criatura al culto del
Creador, de la arbitrariedad soberbia a la obediencia de los mandatos divinos y
de la disciplina eclesial.
–Los
que creen con fe absoluta que la venida de Cristo está «próxima», y que «todos
los pueblos vendrán a postrarse en su presencia». Están convencidos de que el «Salvador del mundo»
salvará al mundo y a su Iglesia.
¿Está viva de
verdad esta esperanza en la mayoría de los cristianos de hoy?… Son
muchos los que dan por derrotada a la Iglesia en la historia del mundo.
¿Cuáles son las esperanzas que de verdad tienen los cristianos sobre
este mundo tan alejado de Dios, tan poderoso y cautivante, y qué esperanzas
tienen sobre aquellas Iglesias que están profundamente mundanizadas?… Lo dan todo por perdido. Sin
remedio.
–Tiene
esperanza la gloriosa Virgen María, reina de cielos y tierra. Los males
del mundo y de la Iglesia no la desesperan, ni la ponen en tensión con el
gobierno que la Providencia divina les da. Ella permanece al pie de la Cruz en
la paz de Dios.
–Ella entiende que su Hijo
está siendo asesinado ignominiosamente. –Una espada de dolor atraviesa su alma
(Lc 2,25): nadie en la historia humana ha sufrido tanto como Ella. –Al pie de
la Cruz, fundida en ella, no protesta, no se queja de la inmensa «injusticia y arbitrariedad» con que Sanedrín y
Roma expulsan del mundo a quien creó el mundo y lo mantiene en el ser. –No
juzga a los blasfemos y asesinos que se burlan del Crucificado, sino que con su
Hijo ruega a Dios por ellos: –Más aún, con su Hijo
los excusa en cierto modo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen» (Lc 23,34). Y con San Pedro: «Si lo
hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Autor de la vida» (1Cor
2,8). –Ella ve en la cruz la suprema maravilla de la Providencia divina, la
epifanía total del amor que Dios nos tiene, la fuente que mana salvación
sobreabundante para todos los pueblos de la tierra. Esta fe absolutamente
cierta es lo que la mantiene «al pie de la cruz», sin
desmayarse, sin tirarse por tierra, sin morirse por el dolor. –Y Ella no
procura en los que son de su Hijo un alzamiento de resistencia y rebelión, sino
que los llama a la fe, al perdón, a la adoración y a la acción de gracias
permanente, siempre y en todo lugar.
Santa María, Madre de Cristo,
siempre fiel a la Providencia divina, Reina de la esperanza, de la paz y de la
alegría.
V)
EL CRISTIANO QUE TIENE VERDADERA ESPERANZA VIVE
SIEMPRE DÓCIL AL GOBIERNO DE LA PROVIDENCIA DIVINA
* Los males
del mundo y de la Iglesia no lo desconciertan, ni enciende en ellos un malhumor exacerbado de celo
amargo, ampliamente expresado.
* Lo que digo
en nada se opone a la oración de petición,
humildemente presentada ante el Padre celestial: «no
se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42).
* Tampoco
niega la necesidad de discernimiento.
«Todo tiene su tiempo», y es preciso discernir qué
es lo que Dios quiere que hagamos o que evitemos. «Hay tiempo de destrozar y
tiempo de edificar… de callar y de hablar… Tiempo de guerra y tiempo de paz» (Ecle
3,1-8).
La Virgen al pie de la Cruz
sabe que debe callar, llorar, aceptar y ofrecer, sin combatir para evitar el
crimen del Calvario. Es ejemplo perfecto y universal
en su espíritu incondicional ante la divina Voluntad providente. Pero no en cuanto a la opción concreta que Dios
promueve en ella, pues en otros casos suscitará el Señor hacer la guerra; como
en San Fernardo o en San Luis ante los moros, o como en Don Juan de Austria
contra los turcos…
La docilidad serena e
incondicional ante las disposiciones diversas de la Providencia, como digo, no
excluyen ni la oración de petición ni el discernimiento. Ella nos asegura
la paz, la confianza y la alegría.
Pase lo que pase, según disponga la Providencia, que «todo
lo gobierna».
Nunca,
pues, deben escandalizarnos ciertas disposiciones de Dios providente, concretamente sobre nuestro
tiempo, ni deben desconcertarnos o desanimarnos. «Todo
colabora al bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28; etiam peccata,
San Agustín). Serán esos males consecuencias de nuestros pecados, purificaciones, castigos,
ocasiones propicias
para la mayor santificación de los buenos: «Mi
padre, a todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto» (Jn
15,2)… «¡Cuán insondables sus juicios e
inescrutables sus caminos!» (Rm 11,33).
VI)
LAS PROMESAS DE CRISTO SON NUESTRA ESPERANZA
Nuestras
esperanzas no se confunden con nuestros deseos y pensamientos. Son felizmente las promesas mismas que Dios
nos hace en las Sagradas Escrituras. Desde el anuncio del arcángel
Gabriel a la santísima Virgen María sabemos que a Jesús le será dado «un reino que no tendrá fin» (Lc 1,33).
¿Cómo
Cristo no será efectivamente Rey de las naciones si «Él es la imagen de Dios invisible, el
primogénito de toda criatura, pues en Él fueron creadas todas las cosas del
cielo y de la tierra… todo fue creado por Él y para Él, y todo se mantiene en
Él» (Col
1,1-16)?
En
el A.T. los autores inspirados nos aseguran una y otra vez que «todos los pueblos vendrán a postrarse en tu
presencia, Señor, y bendecirán tu Nombre» (Sal 85,9; cf. Tob 13,13; Sal 85,9; Is 60; Jer 16,19; Dan
7,27; Os 11,10-11; Sof 2,11; Zac 8,22-23; Mt 8,11; 12,21; Lc 13,29; Rm 15,12;
etc.). El mismo Cristo nos anuncia y promete que «habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn
10,16), y que, finalmente, resonará grandioso entre los pueblos el clamor
litúrgico de la Iglesia:
«Grandes y
maravillosas son tus obras, Señor Dios, soberano de todo; justos y verdaderos
tus designios, Rey de las naciones. ¿Quién no te respetará? ¿Quién no dará
gloria a tu Nombre, si sólo tú eres santo? Todas las naciones vendrán a
postrarse en tu presencia» (Ap 15,3-4).
Siendo
ésta la altísima esperanza de nuestra fe, no hemos de consentir los cristianos
en sentimientos de pesimismo, derrota, tristeza. No nos asustan las
persecuciones del mundo, ni nos fascinan sus halagos. No nos atemorizan los
zarpazos de la Bestia, azuzada y potenciada por el Diablo, que «sabe que le queda poco tiempo» (Ap 12,12).
Cristo
Rey ha recibido «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), y con su
providencia dirige y gobierna toda la historia humana. Es el Señor de la
historia. Por eso puede animar a sus discípulos diciéndoles: «En el mundo habéis de tener tribulaciones; pero tened
confianza: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Y en consecuencia,
los cristianos, que somos su Cuerpo, «hemos vencido
al mundo». Espantemos lejos de nosotros toda tentación de frustración
histórica y de tristeza, cuidándonos mucho de establecer complicidades oscuras
con ese mundo de pecado, que gime bajo el poder del Príncipe de este mundo.
* EL CIELO
La
promesa mayor de Cristo es sin duda el cielo, la perfecta unión con Dios en
«las moradas eternas» (Lc 16,9), que no pueden ser descritas, pues «ni
ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado
para los que le aman» (1 Cor 2,9). El cielo es «la corona perenne de gloria» (1 Pe 5,4), que da una felicidad tan
inmensa, que no guarda proporción con los sufrimiento de esta vida, pues «nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producen
una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente» (2
Cor 4,17; +Rm 8,18).
Como el lenguaje simbólico se
atreve con todo, el cielo viene revelado en la predicación de Cristo y de los
Apóstoles como un convite de bodas (Mt 22,1-14), anticipado ahora en la sagrada
Eucaristía. También es simbolizado el cielo como «la
Ciudad Santa, la Nueva
Jerusalén»: el Cordero es su luz, y la gloria de Dios lo ilumina todo.
Es como una esposa bellísima, adornada para su esposo (Ap 21-22).
Somos «herederos,
en esperanza, de la vida eterna» (Tit 3,7): ésta es la expresión
preferida por Jesús para hablar del cielo (Mc 9,43. 45. 47; 10,17. 30). Y la
vida eterna es Cristo mismo (Jn 11,25; 14,6; 1 Jn 5,20: «El que cree en el Hijo tiene la vida eterna» (Jn 3,36). El
cielo es estar con Cristo (Jn 14,3¸17,24; Ap 3,20): es «entrar en el gozo de nuestro Señor» (Mt
25,21-23). Por eso «deseo partir y estar con
Cristo» (Flp 1,23), es decir, deseo morir, para vivir resucitado con
Cristo.
El
cielo, máxima promesa de Cristo… La Iglesia vive «aguardando la feliz esperanza y la manifestación
esplendorosa del gran Dios y salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2,13; +1
Tim 6,14). «Somos hijos de Dios, aunque aún no se
ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando [Cristo] se manifieste,
seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,2). Se
cumplirá el salmo: «Contemplad al Señor y quedaréis
radiantes» (Sal 33,6).
El concilio de Florencia
declaró que los bienaventurados «ven claramente a
Dios mismo, Trino y Uno, tal como
es. Unos sin embargo con más perfección que otros, conforme a la diversidad de
los merecimientos» (1439: Dz 1305; +1582).
* Los Papas
sostienen las esperanzas de la Iglesia. Fieles a su vocación, «confortan en la fe a los hermanos» (Lc 22,32).
Especialmente asistidos por Cristo, son fieles a la Revelación, a la fe y a la esperanza
de la Tradición católica. El Magisterio apostólico mantiene, con muy pocos
apoyos de los autores católicos actuales, la esperanza de los fieles. Nuestro
Señor y Salvador Jesucristo es el camino que por su Iglesia nos lleva
derechamente al cielo: “Nadie llega al Padre sino
por mí” (Jn 14,6).
SAN PÍO X, en su primera encíclica (Enc. Supremi Apostolatus Cathedra,
1903), declara que su voluntad más firme es «instaurar
todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10).
Es cierto que «“se amotinan las naciones” contra su Autor, “y que los pueblos planean un fracaso” (Sal
2,1), de modo que casi es común esta voz de los que luchan contra Dios: “apártate de nosotros” (Job 21,14). De aquí viene
que esté extinguida totalmente en la mayoría la reverencia hacia el Dios eterno,
y que no se haga caso alguno de la Divinidad en la vida pública y privada. Más
aún, se procura con todo empeño y esfuerzo que la misma memoria y noción de
Dios desaparezca totalmente.
«Quien
reflexione sobre estas cosas, será ciertamente necesario que tema que esta
perversidad de los ánimos sea un preludio y como comienzo de los males que
se han de esperar para el último tiempo; o que “el Hijo de
perdición”, de quien habla el Apóstol, no esté ya en este mundo… “levantándose
sobre todo lo que se llama Dios… y sentándose en el templo de Dios como si
fuese Dios” (2Tes 2,3-4)».
«Sin
embargo, ninguno que tenga la mente sana puede dudar del resultado de esta lucha de los mortales contra Dios… El
mismo Dios nos lo dice en la Sagrada Escritura… “aplastará la cabeza de sus
enemigos” (Sal 67,22), para que todos sepan “que Dios es el Rey del mundo”
(46,8), y “aprendan los pueblos que no son más que hombres”» (9,21). Todo
esto lo creemos y esperamos con fe cierta»
VII)
YA CRISTO VENCE, REINA E IMPERA
Cada día confesamos en la
liturgia –quizá sin enterarnos de ello– que Cristo «vive
y reina por los siglos de los
siglos. Amén». No sabemos cuándo ni cómo será la victoria final del Reino
de Cristo. Pero siendo nuestro Señor Jesucristo el Rey del universo, el Rey de
todas las naciones; teniendo, pues, sobre la historia humana una Providencia
omnipotente y misericordiosa, y habiéndosele dado en su ascensión «todo poder en el cielo y en la tierra», ¿podrá algún
creyente, sin renunciar a su fe, tener alguna duda sobre la plena
victoria final del Reino de Jesucristo sobre el mundo?
*
La Providencia divino «todo lo gobierna» en nuestro tiempo; hasta lo mínimo y
lo malo
Cristo
resucitado «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre. Y de nuevo
vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin». En el momento de la Ascensión se nos revela esta gloriosa palabra
angélica y evangélica: «este Jesús que os ha sido
arrebatado al cielo vendrá de la misma manera que le habéis visto subir al
cielo» (Hch 1,11).
El Catecismo de la Iglesia confiesa
que Jesucristo, ya desde la Ascensión, «es el Señor del cosmos y de la
historia:
«“Estamos
ya en la última hora” (1Jn 2,18). El final de la historia ha llegado ya
a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable».
Sin embargo, el Reino de Dios, presente ya en la Iglesia, no se ha consumado
todavía con el advenimiento del Rey sobre la tierra, y sufre al presente los ataques del Misterio de iniquidad, que
está en acción (2Tes 2,7). Pero ciertamente «el advenimiento de Cristo en la
gloria es inminente. Este
acontecimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento» (673).
* * *
«Mi
Dios y mi rey eres tú, que das la victoria a Jacob… Yo no confío en mi arco, ni
mi espada me da la victoria. Tú nos das la victoria sobre el enemigo, y
derrotas a nuestros adversarios. Dios
ha sido siempre nuestro orgullo, y siempre damos gracias a tu nombre» (Sal 43).
José María Iraburu, sacerdote
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