lunes, 21 de febrero de 2022

LVI. LOS MILAGROS Y LA MAGIA

621. ––¿Se puede demostrar que sólo Dios puede hacer milagros?

––Todos los verdaderos milagros son hechos por Dios. La primera de las demostraciones de esta tesis, que presenta Santo Tomás, en el capítulo 102 del tercer libro de la Suma contra los gentiles, es la siguiente: «Lo que está comprendido totalmente dentro del orden establecido no puede obrar por encima de él. Toda criatura está comprendida dentro del orden que Dios estableció en las cosas. Luego, ninguna criatura puede obrar por encima de este orden, es decir, hacer milagros».

Como consecuencia, debe sostenerse que: «cuanto se haga por el poder de cualquier criatura no puede llamarse milagro, aunque sea admirable para quien no comprende el poder de dicha criatura. Sin embargo, lo que se hace por el poder divino, que, como infinito, es incomprensible, es verdaderamente milagro».

De manera que: «cuando algún poder finito realiza el efecto propio a que está determinado, no hay milagro, aunque pueda maravillarse quien tal poder no comprenda, como se admiran los ignorantes de que el imán atraiga al hierro o de que un pez pequeño detenga una nave» [1].

Argumenta también Santo Tomás que: «Se realizan muchos milagros de Dios, cuando en una cosa se hace por virtud divina algo que no está en su propio poder, como que un muerto vuelva a vivir, que el sol retroceda, que dos cuerpos estén simultáneamente en un lugar. Tales milagros no los podrá hacer ningún poder creado, porque: «toda criatura requiere para su operación un sujeto en que obrar, porque únicamente Dios es capaz de hacer algo de la nada» y «lo que en obrar requiere un sujeto sólo puede hacer aquello para lo cual dicho sujeto se encuentra en potencia».

. Estos argumentos prueban suficientemente que: «sólo Dios puede hacer milagros, pues Él es superior al orden que comprende todas las cosas, el cual procede en su totalidad de su providencia. Además, su poder, como es absolutamente infinito, no está determinado a ningún efecto especial, como tampoco a que su efecto se produzca de un modo o un orden determinados. Por eso se dice en la Escritura de Dios: «El único que hace grandes maravillas» (Sal 135, 4)» [2].

622. ––¿Los ángeles y los demonios, como substancias espirituales sin cuerpo, pueden hacer milagros?

––Explica Santo Tomás que: «Sostiene Avicena que la materia, en la producción de algún efecto, obedece mucho más a las substancias separadas que a los agentes contrarios que actúan en ella. Y de ello deduce que por la influencia de dichas substancias se producen a veces determinados efectos en las cosas inferiores, tales como lluvias o curación de algún enfermo, sin que intervenga ningún agente corpóreo».

El filósofo musulmán del siglo XI utiliza para demostrarlo el ejemplo de: «nuestra alma, la cual, cuando goza de poderosa imaginación, es capaz de alterar al cuerpo con la sola aprehensión. Así ocurre cuando alguien anda sobre una viga que está en alto, cae fácilmente, porque el temor le hace imaginar la caída; pues si la viga estuviera en el suelo, donde no puede temer la caída, no caería de ella».

De este y otros ejemplos y como cree que: «las substancias separadas son las almas o motores de los orbitas celestes, tendrán mayor influencia para producir con su aprehensión ciertos efectos en las cosas inferiores, sin que intervenga ningún agente corporal».

A esta doctrina, que permite afirmar que los espíritus creados pueden hacer milagros, le reprocha Santo Tomás que: «la substancia espiritual creada no puede por propio poder introducir forma alguna en la materia corporal –como si la materia obedeciese para pasar al acto de cierta forma–, si no es mediante el movimiento local de algún cuerpo, pues la substancia espiritual creada tiene poder para que el cuerpo le obedezca en cuanto a moverse localmente». Con ello, añade: «le da ciertas actividades naturales para producir determinados efectos, tal como el herrero aplica el fuego para ablandar el hierro; cosa que, hablando con propiedad, no es milagroso». Debe así concluirse que: «las substancias espirituales creadas no pueden hacer milagros por propio poder» [3].

623. ––Sin embargo, ¿a los ángeles, a los santos y a los bienaventurados, no se les suplica en la oración que hagan milagros?

Es conveniente invocar a todos los santos. La Iglesia ha enseñado que: «es bueno y útil invocar a los santos humildemente, y recurrir a sus oraciones, a su intercesión y auxilio para alcanzar de Dios los beneficios por los méritos de Jesucristo» [4].

Santo Tomás precisa seguidamente que: «digo «por propio poder», porque nada impide que tales substancias, obrando por el poder divino, hagan milagros, como lo prueba el hecho de que hay, según dice San Gregorio, una jerarquía de ángeles especialmente destinada a hacer milagros (Cf., Homilías sobre los Evangelios, XXXIV, n. 10)».

624. ––Se habla de los milagros que hacen los demonios, por tanto: ¿No parece que, a veces las substancias espirituales, pueden hacer milagros por su propio poder?

––Santo Tomás indica que San Gregorio: «dice también que algunos santos: «hacen algunas veces milagros por potestad» (Diálogos, II, c. 31) y no sólo por intercesión». Pero observa seguidamente que: «Se ha de tener en cuenta. sin embargo, que, cuando los ángeles o los demonios se valen de algunas cosas naturales para determinados efectos, úsanlos como ciertos instrumentos, tal como el médico se sirve de ciertas hierbas como de instrumentos para sanar».

La razón es porque: «del instrumento procede no sólo el efecto correspondiente a su poder, sino también el que es superior a ella, puesto que obra por el poder de agente principal, pues la sierra o el hacha no podrían hacer un lecho si no obraran movidas por el arte para tal efecto», que posee quien las utiliza. De esta explicación se sigue que: «ciertos efectos más altos procedan de las mismas cosas naturales, cuando las substancias espirituales se sirven de ellas como de instrumentos».

Por consiguiente: «Aunque dichos efectos no puedan llamarse realmente milagros, pues proceden de causas naturales, respecto a nosotros son admirables por dos motivos». El primero, porque: «tales causas son aplicadas a sus propios efectos por las substancias espirituales de un modo desacostumbrado para nosotros». Saben utilizarlas, por tanto, como instrumentos mejor que le hombre. El segundo, porque: «las causas naturales aplicadas a producir estos efectos reciben algo del poder de las substancias espirituales cuyos instrumentos son» [5]. Estas causas naturales, que son causas agentes instrumentales, producen efectos desconocidos y admirables para el hombre, que manifiestan la inteligencia y el poder de las substancias espirituales, que al moverlas son su causa agente principal.

625. ––Sin embargo, el Aquinate indica que también se dice que: «las obras hechas por artes mágicas, y que a nosotros nos admiran, no son realizadas por substancia espiritual alguna, sino por el poder de los cuerpos celestes». El poder en el que se basa esta magia o hechicería parece que queda probado por: «el hecho de que los que ejercen tales obras se fijan en determinada posición de las estrellas y añaden, además, como auxilio ciertas hierbas y cosas corporales, como para disponer la materia inferior en orden a recibir la influencia del poder celeste». ¿Cómo rebate esta argumentación?

––Uno de los argumentos, que da Santo Tomás para refutar esta pretendida prueba, es el siguiente: «Lo que se hace por poder de los cuerpos celestes es un efecto natural, pues las formas causadas en la naturaleza inferior por poder de los cuerpos celestes son naturales». Así ocurre, por ejemplo, con las mareas. Por ello: «lo que no es natural para una cosa no puede ser producido por el poder de los cuerpos celestes». En cambio, se dice que por las acciones de los magos se produce lo que no es natural, por ejemplo, «que ante la sola presencia de uno se abra un cerrojo, que alguien se vuelva invisible, y muchos otros casos que se cuentan». Por consiguiente, sin negar su realidad, debe decirse que: «no es posible que esto se haga por poder de los cuerpos celestes» [6].

626. ––Si el poder de los magos no procede de los cuerpos celestes ¿de dónde les viene el poder que utilizan en sus hechos prodigiosos?

––En el capítulo siguiente, Santo Tomás nota que: «queda por averiguar de dónde reciben su eficacia las artes mágicas», cuando no son un engaño. También que: «es fácil de precisar si nos fijamos en su manera de obrar».

Los magos: «en sus obras se valen de ciertas palabras significativas para producir determinados efectos. Más la palabra, en cuanto signo, no tiene poder alguno si no es por causa de algún entendimiento, que es el de quien la pronuncia o el de quien la escucha».

Tiene poder: «por parte del entendimiento de quien la profiere, como en el caso de un entendimiento tan poderoso que con su pensamiento pudiera causar las cosas; pensamiento que, mediante la palabra, manifiesta de algún modo los efectos que se han de producir». También se encuentra poder: «por parte del entendimiento de quien escucha, como cuando por el significado de la palabra recibido en el entendimiento muévese a realizar algo quien la escucha».

Si se aplica esta observación a la magia: «no puede afirmarse que estas palabras significativas pronunciadas por los magos tengan eficacia por parte del entendimiento de quien las pronuncia, porque como el poder es consecuencia de la esencia», no se sigue de la esencia del hombre. «El entendimiento humano está comúnmente dispuesto de modo que no es su pensamiento el que causa las cosas, sino que antes bien son ellas la causa de su conocimiento».

627. ––Agrega el Aquinate que: «Se podría decir que tales hombres reciben de las estrellas. al nacer, dicho poder sobre los demás, de manera que, aunque otros fueran instruidos, si no lo tuvieran por nacimiento, carecerían de eficacia para realizar semejantes obras». ¿Qué responde a ello el Aquinate?

––Replica Santo Tomás que: «los cuerpos celestes no pueden influir en el entendimiento, como ya se demostró (III, c. 84). Por lo tanto, ningún entendimiento puede recibir, por el poder de los astros, el poder de hacer algo con el mero hecho de expresar con la palabra su pensamiento».

Podría todavía contrarreplicarse que los cuerpos celestes pueden influir en algo material como es la pronunciación de las palabras. El mago sería así: «capaz de producir con el mero hecho de proferir palabras significativas, ya que su operación se realiza con órgano corporal», y sin la intervención de su entendimiento, que es un órgano espiritual.

Responde Santo Tomás que sería viable, pero no es el caso, porque: «no es posible respecto a todos los efectos que se producen por esas artes». La razón ya se ha indicado, al mostrar que las acciones de los cuerpos celestes tienen efectos naturales, o que están dentro del ámbito de la naturaleza material, y la magia produce efectos que están por encima de la misma. Por consiguiente: «tampoco puede recibir este poder para producir tales efectos por el poder de los astros».

628. ––Se suscita entonces esta pregunta: ¿De dónde viene el poder de los efectos de la magia?

––Sostiene Santo Tomás que: «dichos efectos son realizados por un entendimiento a quien va dirigido el discurso de quien pronuncia tales palabras». Queda confirmado, porque: «dichas palabras usadas por los magos son invocaciones, súplicas, conjuros e incluso mandatos, como dirigiéndose a otro».

Lo mismo se puede decir con respecto a las letras, escritos y figuras, que en lugar de palabras utilizan también los magos para producir sus efectos extraordinarios, porque: «la figura no es principio de acción o de pasión alguna; pues, de ser así los cuerpos matemáticos serían activos o pasivos». Por consiguiente, sólo queda que los magos las utilicen todas como «simples signos».

Se llega así a la misma conclusión que con el uso de las palabras mágicas, porque: «como nosotros nos servimos de los signos, tan sólo para con quienes son inteligentes, síguese que las artes mágicas reciben su eficacia de un ser inteligente a quien van dirigidas la fórmula del mago».

En definitiva, todas las acciones que se realizan en las artes mágicas se comportan como signos. Por consiguiente: «sólo pueden estar relacionadas con alguna inteligencia». Además: «lo demuestran los sacrificios, postraciones y otras cosas parecidas en uso, que no son sino signos de la reverencia que se tributa a una naturaleza intelectual» [7].

629. ––¿Cuál es la naturaleza intelectual por cuyo poder se hacen las obras de la magia?

––Para averiguarlo, Santo Tomás nota, en primer lugar, que la inteligencia que opera por la magia: «no es buena ni loable». La razón, en primer lugar, es la siguiente: «el prestar ayuda a cosas que son contrarias a la virtud no es propio de una inteligencia bien dispuesta. Y esto se hace en estas artes, pues casi siempre se realizan con el fin de procurar adulterios, hurtos, homicidios y otras malas acciones parecidas. Por lo cual, quienes practican estas artes llámanse maléficos», y a lo que hacen maleficios.

En segundo lugar, porque: «no es característico de un entendimiento moralmente bien dispuesto el tener trato y prestar ayuda a los malvados, en vez de a los hombres mejores». En cambio: «los hombres que practican dichas artes son con frecuencia malvados». Por consiguiente: «la naturaleza intelectual que da eficacia a tales artes no está bien ordenada según la virtud» [8].

630. ––¿La substancia intelectual que interviene en la magia es, por tanto, mala por naturaleza?

––La naturaleza intelectual de la que se vale la magia no es el mal en sí mismo, porque: «no es posible que se dé maldad natural en las substancias intelectuales con cuyo auxilio se realizan las artes mágicas».

Explica Santo Tomás que: «una cosa, a lo que le es natural tender, tiende no accidentalmente sino esencialmente, como lo pesado hacia abajo. Pero, si tales substancias fueran malas por naturaleza, tendería naturalmente al mal, y no accidental, sino esencialmente, cosa imposible, porque ya se ha demostrado que todo tiende esencialmente hacia el bien (III, c. 3 y ss.) y nada tiende hacia el mal sino accidentalmente».

Además: «si estas substancias intelectuales fueran malas por naturaleza no tendrían ser». Según la doctrina del ser, por una parte: «todo ente tiene ser propio según el modo de su naturaleza»; por otra: «el ser, en cuanto tal, es bueno», tal como lo revela: «el que todo apetece el ser». Se infiere de todo ello que: «si estas substancias fueran malas por naturaleza no tendrían ser».

Por último, indica Santo Tomás, en relación a esta tesis, que está confirmada por la Escritura, pues se dice en ella: «Toda criatura de Dios es buena (1 Tim 4, 4)»; y «Vio Dios todas las cosas que hiciera y eran muy buenas (Gn 1, 31)». También que, respecto a los argumentos que se han dado: «con estas razones se rechaza el error de los maniqueos, quienes sostenían que las substancias intelectuales llamadas corrientemente demonios o diablos eran naturalmente malos» [9].

631. ––Según el Aquinate: «en los demonios no hay maldad natural», pero, tal como también se ha demostrado, estas substancias intelectuales son malas. Concluye, por ello, que: «necesariamente son malos por voluntad». ¿Cómo puede ser que estas substancias sin mal por naturaleza lo hagan por la voluntad?

––Parece que sea imposible que el demonio, si no tiene una naturaleza mala, pueda hacer el mal. Santo Tomás presenta varios argumentos, que podrían apoyar esta imposibilidad; y que serían además una objeción contra la tesis de la naturaleza buena de todos los espíritus, puesto que los demonios son malos.

En el primero, se recuerda que estas substancias intelectuales: «todo cuanto conocen lo aprehenden por el entendimiento, y, en ellas, en lo que entienden no yerran, porque el error obedece a un defecto del entendimiento. En consecuencia, en el conocimiento de tales substancias no cabe error alguno». De ello, se sigue que: «en tales substancias no puede haber pecado voluntario», ya que: «en la voluntad no puede haber pecado si no hay error, porque la voluntad tiende siempre al bien aprehendido, por eso, no errando en la aprehensión del bien, no puede haber pecado en la voluntad».

En el segundo, se advierte que: «en nosotros se da el pecado acerca de aquello sobre lo que tenemos un conocimiento general verdadero, cuando el juicio de la razón es impedido en un caso particular por alguna pasión que la esclaviza». Sin embargo: «semejantes pasiones no se dan en los demonios, porque pertenecen a la parte sensitiva, que nada ejecuta sin órgano corpóreo. Por consiguiente: «si dichas substancias separadas tienen un conocimiento general recto, es imposible que su voluntad tienda al mal por falta de conocimiento».

En el tercero, se tiene en cuenta que: «ninguna potencia cognoscitiva se engaña respecto a su objeto propio, sino sólo respecto a un extraño». Así, por ejemplo, el sentido de la vista no se engaña en la percepción de su objeto propio, el color, porque lo capta por estar en su naturaleza el hacerlo. Si puede equivocarse es al juzgar por el color captado sobre su sujeto.

Como: «el objeto del entendimiento es la esencia de las cosas (…) si el entendimiento aprehende las esencias puras de las cosas, no puede engañarse». En todo caso: «el engaño del entendimiento se da cuando aprehende las formas de las cosas mezcladas con representaciones sensibles, como acontece en nosotros». Como éstas no se pueden dar en una substancia intelectual, porque sólo se dan con el cuerpo: «no es posible, pues, que haya error en el conocimiento de las substancias separadas», ni por ello: «tampoco pecado voluntario».

El cuarto argumento, que se basa en las otras operaciones intelectuales de juzgar y razonar, propias del entendimiento humano, es el siguiente: «En nosotros se da la falsedad porque el entendimiento, al componer y dividir, no aprehende la esencia la cosa totalmente, sino parcialmente».

En cambio: «en la operación con que el entendimiento aprehende la esencia sólo cabe la falsedad accidentalmente, o sea, cuando en dicha operación se mezcla algo de la operación intelectual de componer y dividir, cosa que suele suceder cuando nuestro entendimiento llega al conocimiento de la esencia de una cosa no inmediatamente, sino por inquisición gradual». Así, por ejemplo: «primero aprehendemos el «animal», después, dividiéndolo por las diferencias opuestas, dejamos una y añadimos la otra al género, hasta que llegamos a la definición de la especie», como mamífero. Es patente que «en este proceso puede haber efectivamente falsedad. Si tomamos como diferencia del género lo que en realidad no es».

En el conocimiento racional, con la composición y división y con el discurso, se van conociendo las esencias de las cosas. «Pero tal proceso para conocer la esencia de algo es propio del entendimiento que, al razonar, pasa de una cosa a otra, lo cual no compete a las substancias intelectuales separadas, como se demostró (II, c. 101)», que conocen de una manera directa e inmediata. «Por tanto, parece que en el conocimiento de dichas substancias no tiene cabida el error, de donde tampoco puede darse el pecado en su voluntad».

632 ––Los cuatro argumentos que intentan probar que el demonio no puede hacer el mal por la voluntad, y, que, por tanto, el mal que hace tiene su origen en su mala naturaleza, se basan en su entendimiento. ¿Hay también argumentos que se deriven de la naturaleza de su voluntad?

––Santo Tomás expone dos argumentos que parecen probar la falsedad de su tesis sobre la bondad de la naturaleza de los demonios. En el primero, se parte del seguro acierto de la voluntad en el deseo de un solo bien propio, y, por tanto, su incompatibilidad con el mal, porque: «como no hay cosa cuyo apetito no tienda al bien propio, parece imposible que la que tiene un solo bien único yerre en su apetito».

No ocurre así en los hombres, porque: «en nosotros se da el pecado al apetecer, porque, como nuestra naturaleza está compuesta de espíritu y cuerpo, hay en nosotros muchos bienes; porque uno es el bien del entendimiento, otro el del sentido y otro también el del cuerpo. Y estos diversos bienes del hombre tienen cierto orden, de modo que lo menos principal se ha de referir a lo más principal. Luego, en nosotros se da el pecado de la voluntad cuando no guardando dicho orden, apetecemos lo que es para nosotros un bien en cierto sentido, pero no en absoluto».

Esto no puede darse en los demonios, porque: «esta composición y diversidad de bienes no se da en las substancias separadas; al contrario, todo su bien es del entendimiento. Por consiguiente, se ve que no es posible que haya en ellas pecado de voluntad», que tiende al bien aprehendido por el entendimiento.

El segundo argumento está basado en la intervención de la voluntad en los actos morales. Se inicia con esta tesis aristotélica: «en nosotros se da el pecado de voluntad por exceso o por defecto, en cuyo medio consiste la virtud». La bondad ética no es lo que los apetitos hacen considerar a su sujeto como bueno, sino lo que es conforme con la recta razón. La virtud moral es concebida como rectitud, porque es el justo medio, que señala la razón, entre el exceso y defecto de lo medido, objeto de cada virtud.

Según esta doctrina: «en lo que no puede darse el exceso, sino solamente el medio, la voluntad no puede pecar, pues nadie puede pecar apeteciendo la justicia, ya que ella es cierto medio». En cambio, en las otras virtudes, los apetitos son medidos o situados en el justo medio por la razón, porque las pasiones incitan a que se apetezca el exceso o defecto opuesto a la virtud.

Por el contrario: «en los bienes intelectuales no se da exceso, porque de por sí son medios entre el exceso y el defecto». No puede haber desviación viciosa en la voluntad por exceso o por defecto. «Por ejemplo, lo verdadero es un medio entre dos errores, uno de los cuales lo es por más y el otro por menos; de donde los bienes sensibles y corporales están en el justo medio cuando son según la razón». Desde este justo medio y con el intento de no desviarse, como en todas las virtudes, debe ir acrecentándose hasta la perfección más posible. De todo ello, se sigue que: «no parece que las substancias separadas puedan pecar por voluntad» [10].

633. ––A pesar de estas dificultades, como indica el Aquinate: «que en los demonios puede haber pecado de voluntad, manifiéstalo la autoridad de la Sagrada Escritura. Se dice: «El diablo peca desde el principio» (1 Jn 3, 8), y el diablo «es mentiroso, padre de la mentira» y que «era homicida desde el principio» (Jn 8, 44); y también que: «por envidia del diablo entró la muerte en el orbe de la tierra» (Sab 2, 24)». ¿Cómo se explica que el diablo no peque por naturaleza, sino por la voluntad?

––Explica Santo Tomás que: «el pecado de voluntad no puede darse en quien quiere como bien propio el último fin, el cual está por encima de todo orden de fines, porque los contiene todos; y quien quiere de este modo es Dios, cuyo ser es la misma bondad, que es último fin. En Dios, pues, no puede haber pecado de voluntad».

En las criaturas espirituales, no ocurre como en Dios, porque: «en cualquier otro sujeto dotado de voluntad cuyo propio bien ha de estar necesariamente contenido bajo el orden de otro bien, puede darse pecado de voluntad, si tenemos en cuenta su constitución natural. Porque, aunque la inclinación natural de la voluntad inclina, a cada ser dotado de ella, a querer y a amar su propia perfección, de modo que no pueda querer lo contrario, sin embargo, no llega esta inclinación natural al extremo de que la ordenación a aquel fin como a su perfección excluya la posibilidad de desistir de él; porque el fin superior no es propio de su naturaleza, sino de la superior». El bien concreto, al que ya tiende en general, que le perfeccionará y dará la felicidad, no es algo propio, como en Dios, sino que es algo dado y recibido, y que debió elegir aceptar.

Por consiguiente, en la substancia espiritual creada: «queda a su arbitrio el ordenar su propia perfección al fin superior». Pudo así rechazar el concreto bien superior como fin último y dirigir su tendencia al bien y al fin último en general, al que está dirigida por naturaleza, a él mismo, a su bien propio, en lugar de Dios, como si él fuera su fin y bien supremo. «Luego en la substancia separada pudo haber pecado por no haber ordenado su propio bien y perfección al último fin, sino adhiriéndose al bien propio como al fin», un bien, que eligió como concreción de su tendencia abstracta al bien y fin supremo, y que, en definitiva, no le pudo satisfacer, porque, aunque sea propio, no deja de ser el bien de una criatura.

634. ––Se dice en la Escritura sobre Lucifer: «Tú que decías en tu corazón: subiré al cielo, semejante seré al Altísimo» (Is 14, 13-14). ¿El pecado del ángel no fue, por tanto, apetecer ser como Dios?

––En su explicación sobre la maldad de la substancia separada, nota que, que: «como las reglas de la acción se toman necesariamente del fin, síguese que, al constituirse como fin, dispuso que todo fuera regulado por ella misma y que su voluntad no fuera regulada y por otro superior, que es cosa privativa de Dios», el único que no tiene fin ni regla superior a Él mismo. «Y en este sentido se ha de entender que «apetece la igualdad» (Is 14, 14)».

No apeteció que: «su bien fuera igual al bien divino, pues tal cosa no cabía en su entendimiento; porque, si hubiera apetecido tal cosa, desearía no ser, ya que la distinción de especies responde a los diversos grados de ser en las cosas, como se ha dicho (III, c. 97; II, c. 95))» [11]. Si no tuviera su propia esencia, ya no sería él mismo. No sería, porque su ser, que le confiere la existencia, es proporcionado a su esencia y, sin ella, dejaría de tener su ser, y, por tanto, existir.

En la Suma teológica, expone el mismo argumento de modo más explícito, al declarar que: «No cabe duda que el ángel pecó apeteciendo ser como Dios». Ello puede entenderse en dos sentidos. «Del primer modo no pudo apetecer ser igual a Dios, porque sabía por conocimiento natural que esto es imposible (…) y aun cuando esto fuera posible, hubiera sido contrario a su deseo natural de conservar su ser, que no conservarían si se convirtiesen en otra naturaleza; y de aquí que ningún ser perteneciente a un grado inferior de la naturaleza puede apetecer el grado de otra naturaleza superior, como no desea el asno ser caballo, porque, si pasase al grado de la naturaleza superior, ya no sería él mismo», no tendría su ser.

Comenta seguidamente que: «aquí nos engaña la imaginación, porque, debido a que el hombre apetece elevarse a un grado superior en cuanto a sus condiciones accidentales; que pueden crecer sin que se destruya el sujeto, imaginamos que puede apetecer un grado superior de naturaleza al cual no podría llegar a menos de dejar de ser lo que es».

El otro sentido de apetecer ser igual a Dios no es por equiparación, sino por semejanza. De este modo en el demonio: «su deseo de ser semejante a Dios consistió en apetecer como fin último de la bienaventuranza, las cosas que podía conseguir por el poder de su naturaleza, desviando por ello su apetito de la bienaventuranza sobrenatural, que proviene de la gracia de Dios».

También podía haber consistido en que «deseó como último fin la semejanza con Dios, que tiene por causa la gracia, quiso alcanzarla por el poder de su naturaleza y no con el auxilio divino, según la disposición de Dios; y esto concuerda con la opinión de San Anselmo cuando dice que apeteció aquello mismo a que habría llegado si hubiese perseverado (La caída del demonio, cc. 4, 6).

No obstante, advierte Santo Tomás: «de cualquier modo, estas dos explicaciones vienen a coincidir, porque, en resumen, lo que una y otra dicen es que apeteció obtener la bienaventuranza final por su poder, lo que es propio de Dios» [12].

635. –– En la Escritura se dice que el demonio: «es el rey de todos los hijos de la soberbia» (Job 41, 25). ¿El pecado del diablo no fue de soberbia?

––Nota: Santo Tomás que: «querer regular a otros y no tener su voluntad regulada por el que es superior, es querer presidir y en cierta manera no someterse, lo cual es pecado de soberbia. De donde muy bien se dice que el primer pecado del demonio fue la soberbia» [13].

Sobre este pecado del demonio de desear ser como Dios, indica también Santo Tomás, en el lugar citado de la Suma teológica, que: «como lo que es de por si es principio y causa de lo que es por otro, de aquella apetencia se siguió que quisiera tener dominio sobre las demás cosas, llevando su perversidad a querer también asemejarse en esto a Dios» [14].

Por último, en el capítulo de la Suma contra los gentiles, termina su explicación con esta consecuencia: «como de un error sobre el principio se derivan variados y múltiples errores, del primer desorden de la voluntad que hubo en el demonio se siguieron muchos pecados en su voluntad; pecado de odio a Dios, que resistió su soberbia y castigo justísimamente su culpa; y de envidia al hombre, y otros muchos más» [15].

636. ––Por afirmarse que el demonio ha sido creado bueno, se han presentado seis argumentos, ya expuestos, contra su posibilidad de hacer mal con su libre voluntad. De ellos, se seguiría que el mal, que hace, sería por su naturaleza mala. ¿Cómo resuelve el Aquinate estas objeciones?

––A las cuatro objeciones basadas en la imposibilidad de error en el entendimiento angélico, responde Santo Tomás, según la doctrina explicada, que: «No estamos obligados a afirmar que hubiera error en el entendimiento de la substancia separada al juzgar como bueno lo que no era; lo hubo, sí, más por no tener en cuenta el bien superior, al cual debía referir su propio bien. La causa de esta inconsideración pudo ser la voluntad intensamente replegada al propio bien; pues la voluntad puede libremente volverse hacia esto o aquello».

A la quinta objeción, que parte de la tendencia constante de su apetito a su propio bien, replica Santo Tomás: «Es evidente también que únicamente apetece un bien, que es el suyo propio; pero el pecado consistió en que abandonó el bien más alto, al cual debía estar ordenada. Pues así como en nosotros hay pecado cuando apetecemos los bienes inferiores, es decir, los corporales irracionalmente, así también hubo pecado en el demonio al no asignar como a su propio bien el divino».

Frente a la sexta y última objeción, centrada en falta de desviación viciosa por exceso o por defecto en la voluntad ante un bien intelectual, Santo Tomás observa que el demonio al pecar: «prescindió del medio de la virtud, ya que no se sujetó al orden superior, dándose a sí mismo más de lo que le correspondía y a Dios –a quien todo debe estar sujeto como ordenador que es de la primera medida– dándole menos de lo que se le debe. Pues es manifiesto que en dicho pecado no se prescindió del medio por exceso de pasión, sino únicamente por desigualdad de justicia, la cual versa sobre las operaciones» [16], que puede haber así desviación con respecto a lo que es debido al otro.

Eudaldo Forment

 

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 102.

[2] Ibíd. Santo Tomás se refiere al pez llamado rémora. En la antigüedad y en la Edad Medía se decía que los peces de una de sus especies, además de poder adherirse a otros peces más grandes que ellos, lo hacia también con los barcos, a lo que podía llegar a detener completamente.

[3] Ibíd.,  Suma contra los gentiles, III, c. 102.

[4] Concilio de Trento, Decreto sobre el purgatorio.

[5] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 103.

[6] Ibid., III, c. 104.

[7] Ibíd., III, c. 105.

[8] Ibíd., III, c. 106.

[9] Ibíd., III, c. 107.

[10] Ibíd., III, c. 108.

[11] Ibíd., III, c. 109.

[12] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 63, a. 3, in c.

[13] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 109. El filósofo y teólogo dominico y exorcista del arzobispado de Barcelona, Juan José Gallego Salvadores siempre ha afirmado que: «la soberbia es el pecado que más le gusta al demonio». Véase: Teresa Porqueras, Cara a cara con Satanás, Lérida, Apostroph, 2016.

[14] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 63, a. 3, in c. En el Catecismo de la Iglesia Católica, se dice sobre la caída de estas substancias espirituales: «La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 P 2, 4). Esta “caída” consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: “seréis como dioses” (Gn 3, 5). El diablo es “pecador desde el principio” (1 Jn 3, 8), “padre de la mentira” (Jn 8, 44)» (n. 392).

[15] ÍDEM, Suma contra gentiles, III, c. 109.

[16] Ibíd., III, c. 110.

Eudaldo Forment

No hay comentarios:

Publicar un comentario