Documento
contra la eutanasia y el suicidio asistido
El Dicasterio
para los Laicos, la Familia y la Vida ha hecho público un documento en el que
se recoge la enseñanza de la Iglesia sobre el suicidio asistido y la eutanasia
partiendo del magisterio más reciente del papa Francisco.
(InfoCatólica) El documento asegura que «el suicidio médicamente asistido y la eutanasia no son
formas de solidaridad social ni de caridad cristiana, y su promoción no
constituye la difusión de una cultura de la salud ni de la piedad humana».
Además aboga por hacer lo que
siempre se ha hecho cuando se acerca el fin de la vida en medio de
sufrimientos: acompañar y hacer uso de la ciencia médica para mitigar el dolor.
TEXTO COMPLETO
LA VIDA ES UN DERECHO, LA MUERTE NO
Reflexión del área de Familia
y Vida del Dicasterio sobre el valor inviolable de la vida humana en relación
con las situaciones del final de la vida, a partir del más reciente Magisterio
del Papa Francisco.
«Pediré cuentas
de la vida del hombre a cada uno de sus hermanos» (Gn 9,5). La vida de cada uno
de nosotros es una cuestión que nos concierne a todos: una cuestión que no se
puede eludir porque la plantea Dios mismo en la alianza con el hombre. Cuidar,
tomar en serio la vida de los que nos rodean no es la elección de unos pocos, sino
la tarea de cada uno, la responsabilidad común de la que hemos de dar cuentas
en la sociedad de los hombres y, en definitiva, es el Misterio del que venimos
y al que estamos destinados.
Entramos en el mundo a través
de una familia parental que fue la primera en cuidarnos, pero seguimos en el
mundo en una «familia social» en la que cada
uno de nosotros es padre y madre, hermano y hermana en la vida cotidiana. Una
vida concreta que es un intercambio de espacios físicos, relaciones, afectos,
amistad, pensamientos, proyectos e intereses. El cuidado es un requisito para
compartir la vida, y el compartir la vida viene del cuidado que tenemos de
ella. Sin el cuidado de la propia vida y de la vida de los demás, sólo hay
extrañeza: la miserable condición de ser recíprocamente «extranjeros».
Nacer y morir como un «extranjero de la vida» es lo más triste que el hombre
puede experimentar en la tierra. El primer derecho de la ciudadanía es el
derecho a la «ciudadanía humana», a participar en la comunidad de
hombres y mujeres que reconocen la vida como un bien para sí mismos y para
todos que hay que salvaguardar, promover y proteger. Y un bien reconocido y
compartido es siempre un derecho inalienable.
La muerte forma parte de la
vida terrenal y es la puerta de entrada a la vida eterna. Si la vida en el
tiempo nos es común, la vida en la eternidad no nos es ajena. Cuidar el último
tramo del camino en la tierra, el que nos acerca a la entrada de la otra vida,
es un deber con nosotros mismos y con los demás. Un deber común que se deriva
del primero de los bienes comunes, que es la vida.
Recientemente, el Papa
Francisco recordó que «la vida es un derecho, no la
muerte, que debe ser acogida, no suministrada. Y este principio ético concierne
a todos, no solo a los cristianos o a los creyentes» (Audiencia General,
9 de febrero de 2022). No se trata de reclamar en la sociedad y entre los
ordenamientos jurídicos el espacio para una norma moral que tiene su fundamento
en la Palabra de Dios y que ha sido afirmada incesantemente en la historia de
la Iglesia, sino de reconocer una evidencia ética accesible a la razón
práctica, que percibe el bien de la vida de la persona como un bien común, en
todo momento. La «carta de ciudadanía humana» -grabada
en la conciencia civil de todos, creyentes y no creyentes- contempla la
aceptación de la muerte propia y ajena, pero excluye que se provoque, acelere o
prolongue de cualquier manera.
Las palabras de Francisco
recuerdan las de su predecesor San Juan Pablo II, que escribió: «El tema de la vida y de su defensa y promoción no es
prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza
extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y
está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida hay seguramente
un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los
creyentes: en efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede comprender
también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos» (Carta
encíclica Evangelium vitae, n. 101).
Si la vía de los «cuidados paliativos» aparece como una solución
buena y deseable para aliviar del dolor la vida de los enfermos que no pueden
ser curados por los protocolos terapéuticos actuales o de los que ven acercarse
el final de su vida terrenal, es necesario disipar un malentendido, que corre
el riesgo de transmitir a través de la ayuda a morir en paz una desviación
hacia la «administración de la muerte». Es
de nuevo el Santo Padre quien subraya este peligro. «Esa
frase del pueblo fiel de Dios, de la gente sencilla: «Déjalo morir en paz»,
«ayúdalo a morir en paz»: ¡qué sabiduría! [...] Sin
embargo, debemos tener cuidado de no confundir esta ayuda con las desviaciones
inaceptables que llevan a la muerte. Debemos acompañar a la muerte, pero no
provocar la muerte ni ayudar a ninguna forma de suicidio» (Audiencia
General, 9 de febrero de 2022).
El suicidio médicamente
asistido y la eutanasia no son formas de solidaridad social ni de caridad
cristiana, y su promoción no constituye la difusión de una cultura de la salud
ni de la piedad humana. Hay otros caminos para tratar a los incurables y para
acercarse a los que sufren y mueren. Como el que va desde Jerusalén hasta
Jericó, recorrido por el samaritano que atendió al herido, no abandonándolo a
su destino de muerte, sino permaneciendo a su lado y calmando el dolor de sus
heridas lo mejor que pudo. Siempre se puede acompañar a alguien hacia la meta
final de su vida, con discreción y amor, como han hecho en el pasado y siguen
haciendo hoy tantas familias, amigos, médicos y enfermeras. Sin los
instrumentos de la muerte, pero con la ciencia y la sabiduría de la vida.
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