Con nuestra virtud colaboramos a su vitalidad. Si esto se conociera más, ¿quién viviría en pecado mortal?
Por: P. Jorge Loring, S.I. | Fuente: Catholic.net
En la Iglesia hay una vida sobrenatural, que se
llama gracia. La Iglesia fundada por Jesucristo no es solamente una familia
visible. En ella hay una vida interior, invisible, sobrenatural, divina, que
comunica el mismo Jesucristo.
Dios nuestro Señor hizo al hombre a su imagen y semejanza, dándole un alma
espiritual e inmortal, capaz de conocerlo y amarlo y alcanzar una felicidad
proporcionada a su naturaleza. Pero, en su amor infinito, Dios ha querido
llamarnos a más altos destinos. Quiso darnos la altísima dignidad de hijos
suyos, y hacernos participantes de su misma felicidad en la gloria. Para esto
nos une a Él en la persona divina de su Hijo hecho hombre, Jesucristo, de cuyo
Cuerpo Místico somos miembros vivos. Esta vida divina en nosotros es la gracia
santificante. Por ella Cristo vive en nosotros y nosotros vivimos en Cristo.
Por eso llamamos a la Iglesia el Cuerpo Místico de Cristo. Cristo es la Cabeza.
Todos nosotros somos sus miembros. O como Él mismo dijo con otra comparación: «Yo soy la vid y vosotros los sarmientos».
Como los sarmientos reciben la savia de la vid -y gracias a ella producen las
uvas- así nosotros recibimos de Jesucristo la gracia. Es la savia que nos hace
vivir una vida sobrenatural, de la misma manera que nuestra alma vivifica
nuestro cuerpo y le da vida natural.
La doctrina del Cuerpo Místico tiene enorme importancia en orden a la
valoración de nuestros actos. El barrido de una calle realizado por un empleado
de la limpieza pública que está en gracia de Dios, tienen incomparablemente más
valor que la conferencia de más altura científica que sólo puede ser entendida
por media docena de hombres en el mundo, pero pronunciada por un sabio que no
está en gracia de Dios.
La razón es que las acciones de los hombres que no están en gracia de Dios,
aunque tengan su valor, como enseña el Vaticano II, no rebasan los límites de
lo humano. En cambio, cuando un hombre está en gracia de Dios es miembro del
Cuerpo Místico de Cristo, y entonces sus obras, por sencillas que sean,
pertenecen a un plano sobrenatural, infinitamente superior a todo lo humano.
Si esto se conociera más, ¿quién viviría en pecado
mortal? Cada uno de nosotros es una célula del Cuerpo Místico de Cristo.
Con nuestra virtud colaboramos a su vitalidad. Con nuestros pecados, además de
convertirnos en células muertas, entorpecemos la vida de las otras células, nuestros
hermanos. Somos células cancerosas.
La gracia santificante es un don personal sobrenatural y gratuito, que nos hace
verdaderos hijos de Dios y herederos del cielo. Es una cualidad que hace subir
de categoría al hombre dándole como una segunda naturaleza superior. Es como
una semilla de Dios. La comparación es de San Juan. Desarrollándose en el alma
produce una vida en cierto modo divina, como si nos pusieran en las venas una
inyección de sangre divina. La gracia santificante es la vida sobrenatural del
alma. Se llama también gracia de Dios.
La gracia santificante nos transforma de modo parecido al hierro candente que
sin dejar de ser hierro tiene las características del fuego. La gracia de Dios
es lo que más vale en este mundo. Nos hace participantes de la naturaleza
divina. Esto es una maravilla incomprensible, pero verdadera. Es como un
diamante oculto por el barro que lo cubre. El siglo pasado Van Wick construyó
con guijarros una casita en su granja de Dutoitspan (Sudáfrica). Un día,
después de una fuerte tormenta, descubrió que aquellos guijarros eran
diamantes: el agua caída los había limpiado del
barro. Así se descubrió lo que hoy es una gran mina de diamantes. La
gracia es un diamante que no se ve a simple vista.
La gracia nos hace participantes de la naturaleza divina, pero no nos hace
hombres-dioses como Cristo que era Dios, porque su naturaleza humana
participaba de la personalidad divina, lo cual no ocurre en nosotros. Dios al
hacernos hijos suyos y participantes de su divinidad nos pone por encima de
todas las demás criaturas que también son obra de Dios, pero no participan de
su divinidad. La misma diferencia que hay entre la escultura que hace un
escultor y su propio hijo, a quien comunica su naturaleza.
Cuando vivimos en gracia santificante somos templos vivos del Espíritu Santo.
La gracia santificante es absolutamente necesaria a todos los hombres para
conseguir la vida eterna. La gracia se pierde por el pecado grave. En pecado
mortal no se puede merecer. Es como una losa caída en el campo. Debajo de ella
no crece la hierba. Para que crezca, primero hay que retirar la losa. Estando
en pecado mortal no se puede merecer nada.
Quien ha perdido la gracia santificante no puede vivir tranquilo, pues está en
un peligro inminente de condenarse. La gracia santificante se recobra con la
confesión bien hecha, o con un acto de contrición perfecta, con propósito de
confesarse. El perder la gracia santificante es la mayor de las desgracias,
aunque no se vea a simple vista.
Sin la gracia de Dios toda nuestra vida es inútil para el cielo. Por fuera
sigue igual, pero por dentro no funciona: como una
bombilla sin corriente eléctrica. Dice San Agustín que como el ojo no
puede ver sin el auxilio de la luz, el hombre no puede obrar sobrenaturalmente
sin el auxilio de la gracia divina.
En el orden sobrenatural hay esencialmente más diferencia entre un hombre en
pecado mortal y un hombre en gracia de Dios, que entre éste y uno que está en
el cielo. La única diferencia en el cielo está en que la vida de la gracia
-allí en toda su plenitud- produce una felicidad sobrehumana que en esta vida
no podemos alcanzar. Esta vida es el camino para la eternidad. Y la eternidad,
para nosotros, será el cielo o el infierno.
Sigue el camino del cielo el que vive en gracia de Dios. Sigue el camino del
infierno el que vive en pecado mortal. Si queremos ir al cielo, debemos seguir
el camino del cielo. Querer ir al cielo y seguir el camino del infierno, es una
necedad. Sin embargo, en esta necedad incurren, desgraciadamente, muchas
personas. Algún día caerán en la cuenta de su necedad, pero quizá sea ya
demasiado tarde.
Además de la gracia santificante Dios concede otras gracias que llamamos
gracias actuales, que son auxilios sobrenaturales transitorios, es decir, dados
en cada caso, que nos son necesarios para conseguir algo en orden a la
salvación. Pues por nosotros mismos nada podemos. No podemos tener una fe
suficiente, ni un arrepentimiento que produzca nuestra conversión.
Las gracias actuales iluminan nuestro entendimiento y mueven nuestra voluntad
para obrar el bien y evitar el mal. Sin esta gracia no podemos comenzar, ni
continuar, ni concluir nada en orden a la vida eterna. El hombre no puede
cumplir todas sus obligaciones ni hacer obras buenas para alcanzar la gloria eterna
sin la ayuda de la gracia de Dios. Merecer el cielo es una cosa superior a las
fuerzas de la naturaleza humana. Pero como Dios quiere la salvación de todos
los hombres, a todos les da la gracia suficiente que necesitan para alcanzar la
vida eterna.
Con la gracia suficiente el hombre podría obrar el bien, si quisiera. La gracia
suficiente se convierte en eficaz cuando el hombre colabora. Los adultos tienen
que cooperar a esta gracia de Dios. Dijo San Agustín: «Dios
que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Dios ha querido darnos el
cielo como recompensa a nuestras buenas obras. Sin ellas es imposible, para el
adulto, conseguir la salvación eterna. Nuestra salvación eterna es un asunto
absolutamente personal e intransferible. Al que hace lo que puede, Dios no le
niega su gracia.
Y sin la libre cooperación a la gracia es imposible la salvación del hombre
adulto. Con sus inspiraciones, Dios predispone al hombre para que haga buenas
obras, y según el hombre va cooperando, va Dios aumentando las gracias que le
ayudan a practicar estas buenas obras con las cuales ha de alcanzar la gloria
eterna.
«Tan grande es la bondad de Dios con nosotros
que ha querido que sean méritos nuestros lo que es don suyo». Esta gracia, que nos eleva por encima de la
naturaleza caída, la mereció el sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo en la
cruz. La obtenemos mediante la oración y los Sacramentos.
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