La Oficina de Prensa del Vaticano publicó, este lunes 24 de enero, el mensaje del Papa Francisco para la 56° Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, que se celebrará el próximo 29 de mayo de 2022.
A continuación el texto completo del Santo Padre, titulado “Escuchar con los oídos del corazón”:
Queridos hermanos y hermanas:
El año pasado reflexionamos sobre la necesidad de “ir y ver”
para descubrir la realidad y poder contarla a partir de la experiencia
de los acontecimientos y del encuentro con las personas.
Siguiendo en esta línea, deseo ahora centrar la atención sobre otro
verbo, “escuchar”, decisivo en la gramática
de la comunicación
y condición para un diálogo auténtico. En efecto, estamos perdiendo la
capacidad de escuchar a quien tenemos delante, sea en la trama normal de las
relaciones cotidianas, sea en los debates sobre los temas más importantes de la
vida civil.
Al mismo tiempo, la escucha está experimentando un nuevo e importante
desarrollo en el campo comunicativo e informativo, a través de las diversas
ofertas de podcast y chat audio, lo que confirma que escuchar sigue siendo
esencial para la comunicación humana.
A un ilustre médico, acostumbrado a curar las heridas del alma, le
preguntaron cuál era la mayor necesidad de los seres humanos. Respondió: “El deseo ilimitado de ser escuchados”.
Es un deseo que a menudo permanece escondido, pero que interpela a todos
los que están llamados a ser educadores o formadores, o que desempeñen un papel
de comunicador: los padres y los profesores, los pastores y los agentes de
pastoral, los trabajadores de la información y cuantos prestan un servicio
social o político.
ESCUCHAR CON LOS OÍDOS DEL CORAZÓN
En las páginas bíblicas aprendemos que la escucha no sólo posee el
significado de una percepción acústica, sino que está esencialmente ligada a la
relación dialógica entre Dios y la humanidad. «Shema’
Israel - Escucha, Israel» (Dt 6,4), el íncipit del primer mandamiento de
la Torah se propone continuamente en la Biblia, hasta tal punto que San Pablo
afirma que «la fe proviene de la escucha» (Rm
10,17).
Efectivamente, la iniciativa es de Dios que nos habla, y nosotros
respondemos escuchándolo; pero también esta escucha, en el fondo, proviene de
su gracia, como sucede al recién nacido que responde a la mirada y a la voz de
la mamá y del papá. De los cinco sentidos, parece que el privilegiado por Dios
es precisamente el oído, quizá porque es menos invasivo, más discreto que la
vista, y por tanto deja al ser humano más libre.
La escucha corresponde al estilo humilde de Dios. Es aquella acción que
permite a Dios revelarse como Aquel que, hablando, crea al hombre a su imagen,
y, escuchando, lo reconoce como su interlocutor.
Dios ama al hombre: por eso le dirige la Palabra, por eso “inclina el oído” para escucharlo. El hombre, por
el contrario, tiende a huir de la relación, a volver la espalda y “cerrar los oídos” para no tener que escuchar.
El negarse a escuchar termina a menudo por convertirse en agresividad
hacia el otro, como les sucedió a los oyentes del diácono Esteban, quienes,
tapándose los oídos, se lanzaron todos juntos contra él (cf. Hch 7,57). Así,
por una parte está Dios, que siempre se revela comunicándose gratuitamente; y
por la otra, el hombre, a quien se le pide que se ponga a la escucha.
El Señor llama explícitamente al hombre a una alianza de amor, para que
pueda llegar a ser plenamente lo que es: imagen y semejanza de Dios en su
capacidad de escuchar, de acoger, de dar espacio al otro. La escucha, en el
fondo, es una dimensión del amor.
Por eso Jesús pide a sus discípulos que verifiquen la calidad de su
escucha: «Presten atención a la forma en que
escuchan» (Lc 8,18); los exhorta de ese modo después de haberles contado
la parábola del sembrador, dejando entender que no basta escuchar, sino que hay
que hacerlo bien.
Solo da frutos de vida y de salvación quien acoge la Palabra con el
corazón “bien dispuesto y bueno” y la
custodia fielmente (cf. Lc 8,15).
Solo prestando atención a quién escuchamos, qué escuchamos y cómo
escuchamos podemos crecer en el arte de comunicar, cuyo centro no es una teoría
o una técnica, sino la «capacidad del corazón que
hace posible la proximidad» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 171).
Todos tenemos oídos, pero muchas veces incluso quien tiene un oído
perfecto no consigue escuchar a los demás. Existe realmente una sordera
interior peor que la sordera física. La escucha, en efecto, no tiene que ver
solamente con el sentido del oído, sino con toda la persona. La verdadera sede
de la escucha es el corazón.
El rey Salomón, a pesar de ser muy joven, demostró sabiduría porque
pidió al Señor que le concediera «un corazón capaz
de escuchar» (1 Re 3,9). Y San Agustín invitaba a escuchar con el
corazón (corde audire), a acoger las palabras no exteriormente en los oídos,
sino espiritualmente en el corazón: «No tengan el
corazón en los oídos, sino los oídos en el corazón». [1] Y San Francisco
de Asís exhortaba a sus hermanos a «inclinar el
oído del corazón». [2]
La primera escucha que hay que redescubrir cuando se busca una
comunicación verdadera es la escucha de sí mismo, de las propias exigencias más
verdaderas, aquellas que están inscritas en lo íntimo de toda persona. Y no
podemos sino escuchar lo que nos hace únicos en la creación: el deseo de estar en relación con los otros y con el
Otro. No estamos hechos para vivir como átomos, sino juntos.
LA ESCUCHA COMO CONDICIÓN DE LA BUENA
COMUNICACIÓN
Existe un uso del oído que no es verdadera escucha, sino lo contrario: el escuchar a escondidas. De hecho, una tentación
siempre presente y que hoy, en el tiempo de las redes sociales, parece haberse
agudizado, es la de escuchar a escondidas y espiar, instrumentalizando a los
demás para nuestro interés.
Por el contrario, lo que hace la comunicación buena y plenamente humana
es precisamente la escucha de quien tenemos delante, cara a cara, la escucha
del otro a quien nos acercamos con apertura leal, confiada y honesta.
Lamentablemente, la falta de escucha, que experimentamos muchas veces en
la vida cotidiana, es evidente también en la vida pública, en la que, a menudo,
en lugar de oír al otro, lo que nos gusta es escucharnos a nosotros mismos.
Esto es síntoma de que, más que la verdad y el bien, se busca el consenso; más
que a la escucha, se está atento a la audiencia.
La buena comunicación, en cambio, no trata de impresionar al público con
un comentario ingenioso dirigido a ridiculizar al interlocutor, sino que presta
atención a las razones del otro y trata de hacer que se comprenda la
complejidad de la realidad. Es triste cuando, también en la Iglesia, se forman
bandos ideológicos, la escucha desaparece y su lugar lo ocupan contraposiciones
estériles.
En realidad, en muchos de nuestros diálogos no nos comunicamos en
absoluto. Estamos simplemente esperando que el otro termine de hablar para
imponer nuestro punto de vista. En estas situaciones, como señala el filósofo
Abraham Kaplan, [3] el diálogo es un “duálogo”, un
monólogo a dos voces. En la verdadera comunicación, en cambio, tanto el tú como
el yo están “en salida”, tienden el uno
hacia el otro.
Escuchar es, por tanto, el primer e indispensable ingrediente del
diálogo y de la buena comunicación. No se comunica si antes no se ha escuchado,
y no se hace buen periodismo sin la capacidad de escuchar. Para ofrecer una
información sólida, equilibrada y completa es necesario haber escuchado durante
largo tiempo.
Para contar un evento o describir una realidad en un reportaje es
esencial haber sabido escuchar, dispuestos también a cambiar de idea, a
modificar las propias hipótesis de partida. En efecto, solamente si se sale del
monólogo se puede llegar a esa concordancia de voces que es garantía de una
verdadera comunicación.
Escuchar diversas fuentes, “no conformarnos
con lo primero que encontramos” —como enseñan los profesionales
expertos— asegura fiabilidad y seriedad a las informaciones que transmitimos.
Escuchar más voces, escucharse mutuamente, también en la Iglesia, entre
hermanos y hermanas, nos permite ejercitar el arte del discernimiento, que
aparece siempre como la capacidad de orientarse en medio de una sinfonía de
voces. Pero, ¿por qué afrontar el esfuerzo que
requiere la escucha?
Un gran diplomático de la Santa Sede, el Cardenal Agostino Casaroli,
hablaba del “martirio de la paciencia”, necesario
para escuchar y hacerse escuchar en las negociaciones con los interlocutores
más difíciles, con el fin de obtener el mayor bien posible en condiciones de
limitación de la libertad.
Pero también en situaciones menos difíciles, la escucha requiere siempre
la virtud de la paciencia, junto con la capacidad de dejarse sorprender por la
verdad — aunque sea tan sólo un fragmento de la verdad— de la persona que
estamos escuchando. Sólo el asombro permite el conocimiento. Me refiero a la
curiosidad infinita del niño que mira el mundo que lo rodea con los ojos muy
abiertos.
Escuchar con esta disposición de ánimo —el asombro del niño con la
consciencia de un adulto— es un enriquecimiento, porque siempre habrá alguna
cosa, aunque sea mínima, que puedo aprender del otro y aplicar a mi vida.
La capacidad de escuchar a la sociedad es sumamente preciosa en este
tiempo herido por la larga pandemia. Mucha desconfianza acumulada
precedentemente hacia la “información oficial” ha
causado una “infodemia”, dentro de la cual
es cada vez más difícil hacer creíble y transparente el mundo de la
información.
Es preciso disponer el oído y escuchar en profundidad, especialmente el
malestar social acrecentado por la disminución o el cese de muchas actividades
económicas. También la realidad de las migraciones forzadas es un problema
complejo, y nadie tiene la receta lista para resolverlo.
Repito que, para vencer los prejuicios sobre los migrantes y ablandar la
dureza de nuestros corazones, sería necesario tratar de escuchar sus historias,
dar un nombre y una historia a cada uno de ellos. Muchos buenos
periodistas ya lo
hacen. Y muchos otros lo harían si pudieran. ¡Alentémoslos!
¡Escuchemos estas historias!
Después, cada uno será libre de sostener las políticas migratorias que
considere más adecuadas para su país. Pero, en cualquier caso, ante nuestros
ojos ya no tendremos números o invasores peligrosos, sino rostros e historias
de personas concretas, miradas, esperanzas, sufrimientos de hombres y mujeres
que hay que escuchar.
ESCUCHARSE EN LA IGLESIA
También en la Iglesia hay mucha necesidad de escuchar y de escucharnos.
Es el don más precioso y generativo que podemos ofrecernos los unos a los
otros. Nosotros los cristianos olvidamos que el servicio de la escucha nos ha
sido confiado por Aquel que es el oyente por excelencia, a cuya obra estamos
llamados a participar. «Debemos escuchar con los
oídos de Dios para poder hablar con la palabra de Dios». [4]
El teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer nos recuerda de este modo que
el primer servicio que se debe prestar a los demás en la comunión consiste en
escucharlos. Quien no sabe escuchar al hermano, pronto será incapaz de escuchar
a Dios. [5] En la acción pastoral, la obra más importante es “el apostolado del oído”.
Escuchar antes de hablar, como exhorta el apóstol Santiago: «Cada uno debe estar pronto a escuchar, pero ser lento
para hablar» (1,19). Dar gratuitamente un poco del propio tiempo para
escuchar a las personas es el primer gesto de caridad.
Hace poco ha comenzado un proceso sinodal. Oremos para que sea una gran
ocasión de escucha recíproca. La comunión no es el resultado de estrategias y
programas, sino que se edifica en la escucha recíproca entre hermanos y
hermanas.
Como en un coro, la unidad no requiere uniformidad, monotonía, sino
pluralidad y variedad de voces, polifonía. Al mismo tiempo, cada voz del coro
canta escuchando las otras voces y en relación a la armonía del conjunto. Esta
armonía ha sido ideada por el compositor, pero su realización depende de la
sinfonía de todas y cada una de las voces.
Conscientes de participar en una comunión que nos precede y nos incluye,
podemos redescubrir una Iglesia sinfónica, en la que cada uno puede cantar con
su propia voz acogiendo las de los demás como un don, para manifestar la
armonía del conjunto que el Espíritu Santo compone.
Roma, San Juan de Letrán, 24 de enero de 2022,
Memoria de san Francisco de Sales.
FRANCISCO
[1] «Nolite habere cor in auribus, sed aures in
corde» (Sermo 380, 1: Nuova Biblioteca Agostiniana 34, 568).
[2] Carta a toda la Orden: Fuentes Franciscanas,
216.
[3] Cf. The
life of dialogue, en J. D. Roslansky ed., Communication. A discussion at the
Nobel Conference, North-Holland Publishing Company – Amsterdam 1969, 89-108.
[4] D. Bonhoeffer, Vida en comunidad, Sígueme,
Salamanca 2003, 92.
[5] Cf. ibíd., 90-91.
Redacción ACI Prensa
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