El oficio del Espíritu Santo consiste en formar en nosotros a Jesucristo.
Por: P. José María del Niño Jesús, D.J. | Fuente:
Catholic.net
Si el Espíritu es el
principio de nuestra vida, que lo sea también de nuestra conducta. (Gal V,25)
El Espíritu Santo, el espíritu de Jesús, ese Espíritu que vino Él a traer al
mundo, es el principio de nuestra santidad. La vida interior no es otra cosa
que unión con el Espíritu Santo, obediencia a sus mociones. Estudiemos estas
operaciones que realiza en nosotros.
Notad, ante todo, que es el Espíritu Santo quien nos comunica a cada uno en
particular los frutos de la Encarnación y de la Redención. El Padre nos ha dado
a su Hijo; el Verbo se nos da y en la Cruz nos rescata: tales son los efectos
generales de su amor.
¿Quién es el que nos hace participar de estos efectos
divinos? Pues el Espíritu Santo. Él forma en nosotros a Jesucristo y le
completa. Por lo que ahora, después de la Ascensión, es el tiempo propio de la
misión del Espíritu Santo. Esta verdad nos es indicada por el Salvador cuando
nos dice; "Os conviene que yo me vaya, porque
si no el Espíritu Santo no vendrá a vosotros" (Jn XVI, 7). Jesús
nos ha adquirido las gracias; ha reunido el tesoro y ha depositado en la
Iglesia el germen de la santidad. Pues el oficio propio del Espíritu Santo es
cultivar este germen, conducirlo a su pleno desenvolvimiento, acabando y
perfeccionando la obra del Salvador. Por eso decía Nuestro Señor; "Os enviaré a mi Espíritu, el cual os lo enseñará
todo y os explicará cuantas cosas os tengo dichas; si Él no viniera os
quedaríais flacos e ignorantes."
Al principio el Espíritu flotaba sobre las aguas para fecundarlas. Es lo que
hace con las gracias que Jesucristo nos ha dejado; las fecunda al
aplicárnoslas, porque habita y trabaja en nosotros. El alma justa es templo y
morada del Espíritu Santo, quien habita en ella, no ya tan sólo por la gracia,
sino personalmente; y cuanto más pura de obstáculos está el alma y mayor lugar
deja al Espíritu Santo, tanto más poderosa es en ella esta adorable Persona. No
puede habitar donde hay pecado, porque entonces estamos muertos, nuestros
miembros están paralizados y no pueden cooperar a su acción, siendo así que
esta cooperación es siempre necesaria. Tampoco puede obrar con una voluntad
perezosa o con afectos desordenados, porque si bien en ese caso habita en
nosotros, se halla imposibilitado de obrar.
El Espíritu Santo es una llama que siempre va subiendo y quiere hacernos subir
consigo. Nosotros queremos pararlo y se extingue; o más bien acaba por
desaparecer del alma así paralizada y pegada a la tierra, pues no tarda ella en
caer en pecado mortal. La pureza resulta necesaria para que el Espíritu Santo
habite en nosotros. No sufre que haya en el corazón que posee ninguna paja,
sino que la quema al punto, dice san Bernardo.
Hemos dicho que el oficio del Espíritu Santo consiste en formar en nosotros a
Jesucristo. Bien es verdad que tiene un oficio general que consiste en dirigir
y guardar la infalibilidad de la Iglesia; pero su misión especial respecto al
de las almas es formar en ellas a Jesucristo. Esta nueva creación, esta
transformación hácela por medio de tres operaciones que requieren en absoluto nuestro
asiduo concurso.
1. EL ESPÍRITU SANTO NOS
INSPIRA PENSAMIENTOS Y SENTIMIENTOS CONFORMES CON LOS DE JESUCRISTO
Primeramente nos inspira pensamientos y sentimientos conformes con los de
Jesucristo. Está en nosotros personalmente, mueve nuestros afectos, renueva
nuestra alma, hace que Nuestro Señor acuda a nuestro pensamiento. Es de fe que
no podemos tener un solo pensamiento sobrenatural sin el Espíritu Santo.
Pensamientos naturalmente buenos, razonables, honestos, sí los podemos tener
sin él; pero ¿qué viene a ser eso? El
pensamiento que el Espíritu Santo pone en nosotros es al principio débil y
pequeño, crece y se desarrolla con los actos y el sacrificio.
¿Qué hacer cuando se presentan estos pensamientos
sobrenaturales? Pues consentir en ellos sin titubeos. Debemos también
estar atentos a la gracia, recogidos en nuestro interior para ver si el
Espíritu Santo nos inspira pensamientos divinos. Hay que oírle y estar
recogidos en sus operaciones. Pudiera objetarse a esto que si todos nuestros
pensamientos provinieran del Espíritu Santo seríamos infalibles. A lo cual
contesto: de nosotros mismos somos mentirosos, o sea expuestos al error. Pero
cuando estamos en gracia y seguimos la luz que nos ofrece el Espíritu Santo,
entonces sí, ciertamente que estamos en la verdad y en la Verdad divina. He ahí
por qué el alma recogida en Dios se encuentra siempre en lo cierto, pues el que
es sobrenaturalmente sabio no da falsos pasos. Lo cual no puede atribuírsele a
él porque no procede de él; no se apoya en sus propias luces, sino en las del
Espíritu de Dios, que en él está y le alumbra. Claro que si somos materiales y
groseros y andamos perdidos en las cosas exteriores, no comprenderemos sus
palabras; pero si sabemos escuchar dentro de nosotros mismos la voz del
Espíritu Santo, entonces las comprenderemos fácilmente.
¿Cómo se distingue el buen manjar del malo? Pues
gustándolo. Lo mismo pasa con la gracia, y el alma que quiera juzgar sanamente
no tiene más que sentir en sí los efectos de la gracia, que nunca engaña. Entre
en la gracia, que así comprenderá su poder, del propio modo que conoce la luz
porque la luz le rodea; son cosas que no se demuestran a quienes no las han
experimentado. Nos humilla quizás el no comprender, porque es una prueba de que
no sentimos a menudo las operaciones del Espíritu Santo, pues el alma interior
y bien pura es constantemente dirigida por el Espíritu Santo, quien le revela
sus designios directamente por una inspiración interior e inmediata.
Insisto sobre este punto, el mismo Espíritu Santo guía al alma interior y pura,
siendo su maestro y director. Por cierto que debe siempre obedecer a las leyes
de la Iglesia y someterse a la órdenes de su confesor en cuanto concierne a sus
prácticas de piedad y ejercicios espirituales; pero en cuanto a la conducta
interior e íntima, el mismo Espíritu Santo es quien la guía y dirige sus
pensamientos y afectos, y nadie, aunque tenga la osadía de intentarlo, podrá
poner obstáculos. ¿Quién querría inmiscuirse en el
coloquio del divino Espíritu con su amada? Vano intento por lo demás.
Quien divisa un hermosos árbol no trata de ver si sus raíces son sanas o no,
pues bastante a las claras se lo dicen las hermosura del árbol y su vigor. De
igual modo, cuando una persona adelanta en el bien, sus raíces, por ocultas que
estén, son sanas y más vivas cuanto más ocultas. Más, desgraciadamente, el
Espíritu Santo solicita con frecuencia nuestro consentimiento a sus
inspiraciones y nosotros, no lo queremos. No somos más que maquinas exteriores
y tendremos que sufrir la misma confusión que los judíos por causa de
Jesucristo; en medio de nosotros está el Espíritu Santo y no lo conocemos.
2. EL ESPÍRITU SANTO ORA EN
NOSOTROS Y POR NOSOTROS
La oración es toda la santidad, cuando menos en principio, puesto que es el
canal de todas las gracias. Y el Espíritu Santo se encuentra en el alma que ora
(Rom VII,26). Él ha levantado a nuestra alma a la unión con Nuestro Señor. Él
es también el sacerdote que ofrece a Dios Padre, en el ara de nuestro corazón,
el sacrificio de nuestros pensamientos y de nuestras alabanzas. Él presenta a
Dios nuestras necesidades, flaquezas, miserias, y esta oración, que es la de
Jesús en nosotros unida a la nuestra, la vuelve omnipotente. Somos verdaderos
templos del Espíritu Santo, y como quiera que un templo no es más que una casa
de oración, debemos orar incesantemente.
Hacedlo en unión con el divino Sacerdote de este templo. Os podrán dar métodos
de oración, pero sólo el Espíritu Santo os dará la unción y la felicidad
propias de la oración. Los directores son como chambelanes que están a la
puerta de nuestro corazón; dentro sólo el Espíritu Santo habita. Hace falta que
Él lo penetre del todo y por doquier para hacerlo feliz. Orad, por
consiguiente, con Él, que Él os enseñará toda verdad.
3. EL ESPÍRITU SANTO NOS
FORMA EN LAS VIRTUDES DE JESUCRISTO
La tercera operación del Espíritu Santo es formarnos en las virtudes de
Jesucristo, comunicándonos para ello la inteligencia de las mismas. Es una
gracia insigne la de comprender las virtudes de Jesús, pues tienen como dos
caras. La una repele y escandaliza; es lo que tienen ellas de crucifícante.
Razón sobrada tiene el mundo, desde el punto de vista natural, para no amarlas.
Aun las virtudes más amables, como la
humildad y la dulzura, son de suyo muy duras cuando han de practicarse. No es
fácil que continuemos siendo mansos cuando nos insultan y, no teniendo fe,
comprendo que las virtudes del cristianismo sean repugnantes para el mundo.
Pero ahí está el Espíritu Santo para descubrirnos la otra cara de las virtudes
de Jesús, cuya gracia, suavidad y unción nos hacen abrir la corteza amarga de
las virtudes para dar con la dulzura de la miel y aun con la gloria más pura.
Queda uno asombrado entonces ante lo dulce que es la cruz. Y es que en lugar de
la humillación y de la cruz, no se ve en los sacrificios, más que el Amor de
Dios, su gloria y la nuestra.
A consecuencia del pecado las virtudes resultan difíciles para nosotros;
sentimos aversión a ellas por cuanto son humillantes y crucificantes. Más el
Espíritu Santo nos hacer ver que Jesucristo les ha comunicado nobleza y gloria,
practicándolas el primero. Y así nos dice; "¿No
queréis humillaros?" Bueno, sea así; ¿pero
no habéis de asemejaros a Jesucristo? Parecerle es, no ya bajar, sino
subir, ennoblecerse. De la misma manera que la pobreza y los harapos se truecan
en regios vestidos por haberlos llevado primero Jesucristo, las humillaciones
vienen a ser una gloria y los sufrimientos una felicidad, porque Jesucristo ha
puesto en ellos la verdadera gloria y felicidad. Más no hay nadie fuera del
Espíritu Santo que nos haga comprender las virtudes y nos muestre oro puro
encerrado en minas rocosas y cubiertas de barro. A falta de esta luz se paran
muchos hombres a medio andar en el camino de la perfección; como no ven más que
una sombra de las virtudes de Jesús, no llegan a penetrar sus secretas
grandezas. A este conocer íntimo y sobrenatural añade el Espíritu Santo una
aptitud especial para practicarlas. Hasta tal punto nos hace aptos, que bien
pudiéramos creernos nacidos para ellas. Vienen a sernos connaturales, pues nos
da el instinto de las mismas. Cada alma recibe una aptitud conforme a su
vocación.
En cuanto a nosotros, adoradores, el Espíritu Santo nos
hace adorar en espíritu y en verdad. Ora en nosotros y nosotros oramos a una
con Él; es, por encima de todo, el Maestro de la Adoración. El dio a los
Apóstoles la fuerza y el espíritu de la oración (Zach XII, 10).
Unámonos, pues, con él. Desde Pentecostés se cierne sobre la Iglesia y habita
en cada uno de nosotros para enseñarnos a orar, para formarnos según el dechado
que es Jesucristo y hacernos en todo semejantes a Él, con objeto de que así
podamos estar un día unidos con Él sin velos en la gloria. San Pedro Julián Eymard.
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