Así como en la ciudad de Huacho, don Galicio fue un diestro componedor de huesos, en La Campiña, don Patrocinio Changanaquí hacía curaciones milagrosas de medicina natural.
En los
tiempos cuando comenzó el auge del futbol y se jugaba temeraria y bruscamente,
don Galicio compuso más de una canilla quebrada. Ponía cada hueso en su
respectivo sitio, luego entablillaba, untaba su aceitito soldador, vendaba y
ya, a los treinta o cuarenta días, el paciente estaba apto para caminar y hasta
para correr. Tan bien los curaba que algunos volvían a las lides deportivas con
más furor.
Y don
Patrocinio vivía por allá, por una casita medio escondida de El Pedregal. El
Dr. Arce era el médico conocido de esa época. Cuando el cholito o la chinita,
estaba ya más para la otra que para ésta, caían en sus manos después del
médico, estaban seguros que se salvaban.
Para
muestra anotaremos dos casos: Profundamente
apenada llegó un día a su rústico consultorio, una madre con su hijo en los
brazos. El bebe había perdido la vista en
el momento del nacimiento por haberle caído -agua
de la fuente-. El médico había dicho que era un mal incurable. Don
Patrocinio, después de verlo, dijo lo contrario. Lo internó por ocho días en un
cuarto oscuro en compañía de la mamá. Después de este lapso, con sus agüitas y
la “ñaña de pecho”, lo dejó viendo para toda
la vida. La mamá cada vez que contaba este caso a sus amigas y comás (comadres) en el mercado, lloraba de
alegría.
Pero no
sólo fue este caso incurable que curó don Patrocinio. Entre otros muchos, se
cuenta el de un enfermo que había pasado por casi todos los consultorios de los
galenos de Lima y que lo habían declarado también incurable. El paciente cuando
estuvo sano había sido de color mestizo, pero el mal le había vuelto casi
negro. Don Patrocinio, de inmediato diagnosticó que se trataba de un caso de “tiricia” en lo cual era experto.
Puso al
enfermo arrodillado en una estera a la hora en que el sol alumbra en el cenit.
Le hizo abrir la boca; observó, y, seguro de lo que había, le apretó los lados
altos de la garganta hasta dejarlo dormido. Con tres curaciones en esta forma
ayudados con sus tomas, el enfermo volvió a su color natural con un gasto de
tres soles cincuenta centavos, la tiricia (ictericia) se fue como por encanto.
Por Isaías Nicho Rodríguez (Campiña adentro, 1961, fragmento).
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