lunes, 15 de noviembre de 2021

CXVIII. LAS PENAS DEL INFIERNO

1463.Comienza el capítulo siguiente del cuarto libro de la Suma contra los gentiles con una dificultad sobre el castigo de los condenados, porque: «puede llegarse a dudar de cómo el diablo, que es incorpóreo, y las almas de los condenados antes de la resurrección, puedan sufrir a causa del fuego corporal, por el que padecen en el infierno las almas de los condenados, como dice el Señor: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25, 41)». ¿Cómo la resuelve el Aquinate?

–Según lo explicado en los capítulos anteriores, observa Santo Tomás que: «No se ha de pensar, pues, que las substancias incorpóreas puedan sufrir a causa del fuego corpóreo, de forma que él corrompa o altere su naturaleza, tal cual sufren ahora nuestros cuerpos corruptibles a causa del fuego, pues las substancias incorpóreas no tienen materia corporal para que puedan ser inmutadas por las cosas corpóreas».

Y además las substancias espirituales no pueden recibir formas sensibles. Precisa a continuación que: «tampoco son susceptibles de formas sensibles, a no ser de manera inteligible; sin olvidar que esta suscepción no en penal, sino perfectiva y deleitable», como todo conocimiento.

Además: «ni tampoco se puede decir que sufran aflicción a causa del fuego corpóreo por razón de alguna contrariedad, como sufrirían los cuerpos después de la resurrección, porque las substancias incorpóreas no tienen órganos de los sentidos ni hacen uso de las potencias sensitivas».

Por consiguiente, debe afirmarse que «las substancias incorpóreas sufren a causa del fuego a modo de cierta ligadura. Los espíritus pueden ser ligados a los cuerpos ya a modo de forma, así como se une el alma al cuerpo humano para darle la vida, o ya sin ser su forma, tal como los nigrománticos unen el espíritu a imágenes o cosas parecidas, en virtud de los demonios. Luego, mucho más pueden ser ligados al fuego corpóreo, en virtud divina, los espíritus de los que han de ser condenados». De manera que: «esto es para ellos causa de aflicción, pues saben que han sido ligados en castigo a estas cosas bajísimas» [1].

Sobre este modo de estar aprisionado, se explica también en el Compendio de Teología: «Debemos tener en cuenta que no es contrario a la naturaleza de una substancia espiritual estar unida a un cuerpo. Esto sucede por obra de la naturaleza, como aparece en la unión del alma y del cuerpo, y por obra de la magia, por cuyo medio un espíritu cualquiera está unido a imágenes, a anillos o a otras cosas semejantes. El poder divino puede hacer que substancias espirituales, aunque elevadas por su naturaleza sobre las cosas corporales, estén ligadas a algunos cuerpos, como, por ejemplo, al fuego del infierno; pero no de tal modo que se hagan una misma cosa con él, sino de forma que de alguna manera a él queden encadenadas, lo cual para una substancia espiritual es una pena, al verse así sometida a una criatura ínfima».

Por ello: «como el fuego no tiene poder por su naturaleza, sino por el poder divino, para encadenar una substancia espiritual, dicen algunos con bastante razón, que este fuego obra sobre el alma como un instrumento de la Justicia divina, que castiga no porque obre sobre una substancia espiritual a la manera que obra en los cuerpos, calentándolos, desecándolos o disolviéndolos, sino encadenando» [2].

1464. –¿Por qué el alma de los condenados tiene que ser atormentada con algo corporal?

–Explica Santo Tomás que, por una parte: «es conveniente que los espíritus condenados sean castigados con penas corporales. Pues todo pecado de la criatura racional proviene de no sujetarse a Dios, obedeciéndole. Más la pena ha de corresponder proporcionalmente a la culpa, para que la voluntad sea atormentada mediante la pena en contrario de aquello en que amando pecó. Por lo tanto, es un castigo conveniente para la naturaleza racional el estar sometida y ligada en cierto modo a las cosas inferiores, es decir, a las corporales».

Por otra que: «además, al pecado cometido contra Dios no sólo se le debe pena de daño, sino también pena de sentido, como se demostró en el libro tercero (c. 145)». Se probó que en el pecado se dan dos aspectos. Uno, la aversión del fin o bien infinito, que es Dios. Este desvío hace que el pecado también sea infinito. Otro, la conversión indebida a los bienes finitos.

El pecado requiere, por tanto, dos penas. En cuanto al primer aspecto, la pena de daño, la separación de Dios y estar privado de su visión, y que es la mayor de las penas. En cuanto, al segundo, la pena de sentido, que principalmente consiste en el tormento del fuego.

Dado que las penas tienen que ser proporcionales a las culpas, a la vez de la pena de daño, se sufre la llamada pena de sentido, que: «corresponde a la culpa contraída por la conversión desordenada al bien conmutable, como la pena de daño corresponde, a la culpa contraída al despreciar el bien inconmutable. La criatura racional, y principalmente el alma humana, peca volviéndose desordenadamente a las cosas corporales. Luego es un castigo conveniente que sea atormentada por las cosas corporales» [3].

Como explica el Catecismo romano: «este segundo género de castigos es llamada por los teólogos «pena de sentido», porque se percibe con los sentidos corporales, como en los azotes y en las lesiones o en cualquiera otra clase más grave de suplicios, entre los que no puede dudarse que los tormentos de fuego producen dolor muy sensible; y, juntándose a este mal el haber de durar eternamente, dedúcese de todo esto que el castigo de los condenados contendrá todo género de penas» [4].

Hay otra razón por la que el pecado requiera el castigo del alma por lo corporal, porque: «si al pecado se debe la pena aflictiva que llamamos pena de sentido, tal pena habrá de provenir de lo que pueda causar aflicción. Mas nada causa aflicción si no contraria a la voluntad. En efecto: no es contrario a la voluntad natural de la criatura racional el unirse a la substancia espiritual, antes bien, esto la deleita y pertenece a su perfección; pues es una unión de semejante con semejante y de lo inteligible con el entendimiento, porque toda substancia espiritual es inteligible por si misma». Todo espíritu es intelectual, o capaz de entender lo que es inteligible, y también de entenderse a sí mismo de algún modo, porque es inteligible. Como ya se ha explicado más arriba, en todo este conocimiento intelectivo está su perfección, de ahí que sea querido por su voluntad.

Se comprende así que sea: «contrario a la voluntad natural de la substancia espiritual el ser sometida al cuerpo del que, según el orden de su naturaleza, debe estar libre. En consecuencia, es conveniente que la substancia espiritual sea castigada mediante las cosas corporales».

De esta conclusión se sigue que: «aunque las cosas que se leen en la Escrituras sobre los premios de los bienaventurados se entiendan de un modo espiritual –como se dijo al hablar sobre la promesa de manjares y bebidas (IV, c. 83)–, sin embargo, se han de entender corporalmente y como dichas con propiedad ciertas cosas que en la Escritura se conminan como castigo a los pecadores. Pues no es conveniente que la naturaleza superior sea premiada con el uso de la inferior, sino más bien con la unión a la superior; más la naturaleza superior es castigada convenientemente si se la considera como inferior» [5].

1465. –Según la explicación de la conveniencia de la pena de sentido, ¿el fuego del infierno, del que se habla en el Escritura, tiene un sentido objetivo y real?

–El tormento del fuego del infierno, como ya se ha dicho, es corporal, y puede atormentar tanto al cuerpo de los condenados como a su alma. Como indica Garrigou-Lagrange: «La doctrina común de los Padres y de los teólogos es que este fuego es un fuego real. Se funda en el principio de que en la interpretación de la Sagrada Escritura no se debe recurrir al sentido figurado más que cuando el contexto u otros indicios más claros excluyen el significado literal; o bien cuando éste se manifiesta como imposible».

No ocurre así en este caso, porque: «el sentido literal aparece claro en este texto evangélico: «Apartaos de mi, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 24, 41). Todo el contexto exige una interpretación realista: id al fuego real, como los buenos irán a la vida eterna, al fuego preparado para Satanás y sus ángeles» [6].

Sobre estas últimas palabras explica el Catecismo Romano: «estando dispuesto de tal modo por la naturaleza, que llevamos con más paciencia todos los trabajos, cuando tenemos un compañero y participe de nuestro infortunio, cuya prudencia y afabilidad pueda en algún modo aliviarnos, ¿cuál será, en fin, la aflicción de los condenados, que, en medio de tan grandes tormentos jamás podrán apartarse de la pésima compañía de los demonios?» [7].

Nota también Garrigou que: «Los Padres, con la sola excepción de Orígenes y de sus discípulos, hablan casi siempre de un fuego real, que comparan al fuego terrestre, y, a veces, también de un fuego corporal. Particularmente afirman esto, San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Gregorio Magno» [8].

No obstante, explica Santo Tomás, en la Suma teológica, que: «hubo muchas opiniones sobre el fuego del infierno. Ciertos filósofos, como Avicena (Metaf., tr 9, c. 7), que no creían en la resurrección, sostenían que después de la muerte sólo sufriría castigo el alma. Y como siendo el alma incorpórea, había inconveniente en que fuera castigada con fuego corpóreo, negaron la existencia del fuego corpóreo para castigar a los malos, queriendo que cuanto se dice sobre el castigo de las almas después de la muerte con cosas corpóreas se interpretara metafóricamente».

Apoyaban su interpretación con el siguiente argumento: «así como el deleite y alegría de las almas buenas no consistirá en cosa corporal, sino sólo espiritual, o sea, en la consecución de su fin, de igual modo, la aflicción de los malos será sólo espiritual, consistiendo precisamente en la tristeza que tendrán de estar apartados de su fin, al cual tienden por natural deseo».

Añadían que, por consiguiente: «así como cuanto se dice acerca del gozo de las almas después de la muerte parece pertenecer a los deleites corporales, por ejemplo, que se alimenten, rían, etcétera, del mismo modo cuanto se dice acerca de su tormento, que parece sonar a castigo corporal, hay que entenderlo metafóricamente; por ejemplo, que ardan en el fuego, sufran males olores, etc. Porque, siendo el deleite y la tristeza espirituales desconocidos del vulgo, preciso hacérselas comprender sirviéndose de las semejanzas de los deleites y tristezas corporales, con objeto de avivar en los hombres el deseo o el temor».

Se podría objetar a esta interpretación que: «como en los condenados se dará no sólo la pena de daño, que corresponde a la aversión que hubo en su culpa, sin también la pena de sentido, que corresponde a la conversión, no basta, pues suponer dicho modo de castigo». Quedaría, por tanto, reducido el castigo a los condenados a la pena de daño, debida al aspecto de aversión a Dios del pecado, porque no habría pena de sentido, que sería debida a aspecto de conversión a las criaturas por el pecado.

Así se explica que: «por eso, incluso el mismo Avicena sobreañade otro, diciendo que las almas de los malos serán castigadas después de la muerte no por cuerpos, sino por imágenes corpóreas; como, por ejemplo, en los sueños, debido a la existencia de dichas representaciones en la imaginación, le parece al hombre que es atormentado con dichas penas. Y de este mismo modo parece indicarlo San Agustín en el XII «Sobre el Génesis» [9].

Se refiere a estas palabras de San Agustín: «Creo que debe ser espiritual –el lugar a que es llevada el alma después de la muerte– no corporal» [10]. Sobre ellas comenta Santo Tomás: «El dicho de San Agustín puede entenderse así: que afirme en realidad que el lugar adonde van las almas después de la muerte no es corpóreo, porque el alma no está allí corporalmente, a la manera como están los cuerpos en el lugar, sino de modo espiritual, como están los ángeles en un lugar. O también vale decir que el Santo habla opinando y no concretando, como lo hace con frecuencia en dicho libro». De manera que, para San Agustín, el fuego del infierno es verdadero y real.

1466. –¿Puede aceptarse esta doctrina que admite que existe pena de sentido, pero que no es corporal?

–Sostiene Santo Tomás que: «esta opinión no parece verosímil», porque no puede atribuirse el tormento físico del infierno por representaciones imaginarias. Pues la imaginación es una potencia que se sirve de un órgano corpóreo. Luego no es posible que tales visiones puedan darse en el alma separada del cuerpo, como se dan en el alma de quien sueña».

Por ello: «Avicena para evitar este inconveniente, dijo que las almas separadas del cuerpo servíanse como de instrumento de algunos cuerpos celestes», de manera parecida a como habían informado al cuerpo humano en este mundo. «Siguió en esto la opinión de los filósofos antiguos, que suponían que las almas volvían a las estrellas a que se asemejaban».

Sin embargo: «esto, según la doctrina de Aristóteles, es totalmente absurdo. Porque el alma se sirve de determinado órgano corporal, igual que el arte de determinados instrumentos. Luego no puede pasar de un cuerpo a otro, cosa que afirma Pitágoras, como dice Aristóteles (El alma, I, c. 3, n. 23)». Y así ocurriría si el alma que ha informado a su cuerpo lo hiciera después con un cuerpo celeste.

Después de haber presentado las diversas soluciones a como atormentará el fuego a las almas de los condenados, concluye Santo Tomás: «Dígase lo que sea sobre el fuego que atormenta a las almas separadas, sin embargo, del fuego que atormentará a los cuerpos de los condenados después de la resurrección es preciso decir que es corpóreo; pues si una pena no es corpórea, no puede adaptarse convenientemente al cuerpo».

Añade para la confirmación de esta tesis que: «Por eso, San Gregorio prueba que el fuego del infierno es corpóreo partiendo de que los réprobos, después de la resurrección, serán arrojados en él» [11]. Tal como se lee en el Evangelio a éstos les dirá Cristo: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno» [12]. Escribía este gran padre de la Iglesia: «No vacilo en afirmar que el fuego del infierno, con el que ciertamente son los cuerpos atormentados, es corpóreo» [13].

También al comentar las palabras evangélicas «Entonces el rey les dijo a los servidores: «atadlo de pies y manos y echadlo a las tinieblas exteriores, allí habrá llanto y rechinar de dientes» [14], indicaba San Gregorio: «Son atados de pies y manos por rigurosa sentencia quienes no quisieron desligarse ahora de las malas obras para mejorar su vida; o bien, entonces el castigo ata a los que ahora la culpa tiene atados para las buenas obras; las manos, pues, que no dan nada a los indigentes, y los pies que desdeñan visitar al enfermo, ya están voluntariamente atados para las buenas obras. Por consiguiente, los que ahora se atan voluntariamente al vicio, luego, sin que quieran, estarán atados al suplicio».

Notaba además que: «Y se dice bien que sea arrojado a las tinieblas exteriores, porque tinieblas interiores llamamos a la ceguera del corazón, y tinieblas exteriores a la noche eterna de la condenación. De manera que todo condenado es arrojado, no a las tinieblas interiores, sino a las exteriores, porque allí es arrojado contra su voluntad en la noche de la condenación quien aquí incurrió voluntariamente en la ceguera del corazón» [15].

1467. –¿Qué implica la condenación de la pena de sentido de ser arrojado al infierno?

–Podría parecer que: «los condenados sólo son atormentados con el castigo del fuego» [16]. Santo Tomás lo niega, porque: «está de acuerdo con la justicia divina que, así como ellos se apartaron del Uno por el pecado, constituyendo su fin en las criaturas, que son muchas y variadas, así también sean atormentados con muchos y variados suplicios» [17].

Jacobo Benigno Bossuet describió de este modo impresionante y tremendo los suplicios interiores y exteriores de los condenados: «En lugar de esta llamada «Venid, venid»; llamada tan llena de encanto y de admirable dulzura, que llenará los corazones de los predestinados, sin dejarles nada por desear, los malvados, los impenitentes, oirán esta otra terrible sentencia: «Id, apartaos de mí, malditos» (Mt 25, 41); pero ¿adónde irán los desventurados? ¿Dónde podrán acudir, alejándose del supremo bien, sino sumergiéndose en el supremo mal? ¿Adónde irán alejándose de la luz eterna, sino a las tinieblas exteriores, tinieblas espantosas, más palpables que aquellas de Egipto? ¿Adónde irán, al perder la alegría eterna, sino a los llantos, a la desesperación, a la rabia, a los crujidos de dientes, al furor eterno?» [18].

Han oído del Señor lo que será su terrible pena de daño: ««Id, apartaos, obradores de la iniquidad. Apartaos de mí, yo no os conozco. Mi sello no está en vosotros: yo no os conocí jamás» (Mt 6, 23; 25, 12). Vuestras obras han sido falsas, defectuosas, inconsistentes y sin perseverancia, vosotros no sois de lo que tienen grabado el sello de Dios: «El Señor conoce los que son suyos» (2 Tm, 2, 19). Id, malditos. Vosotros habéis amado la maldición y ella vendrá sobre vosotros. Ella se adapta a vosotros, como vuestro vestido, como el cinto que os rodea, ella ha penetrado en el tuétano de vuestros huesos (Sal 108, 18-19)» [19].

Más concretamente se les ha indicado la pena de sentido que sufrirán, porque se les dice: ««Id al fuego», árboles infructuosos, que ya no sois buenos para otra cosa, sino para arder: «Id al fuego eterno» (Mt 25, 41), ni una gota de rocío, ni alivio alguno, vendrá sobre vosotros. «Id al fuego que está preparado»; para aquellos que desde el principio no quisieron «permanecer en la verdad», «para el diablo, que es mentiroso y padre de mentira y asesino» (Jo 8, 44), calumniador, tentador y acusador de los santos; de él procede toda iniquidad; id, en su detestable compañía, imitadores de su orgullo y de su impenitencia; participad, también de sus penas; que él sea vuestro tirano, vuestro verdugo. Pues que habéis querido estar bajo su esclavitud, llevad eternamente su yugo de hierro lo que habéis rehusado el dulce yugo de Nuestro Señor».

1468. –¿Los condenados sufrirán todavía más males?

–Sin exageración alguna, porque acude a la Escritura, Bossuet advierte a los posibles condenados que: «Además de esto, para colmo de los males, Dios estará contra vosotros con toda su justicia y su poder. Escuchad, temblad; es Dios mismo, el que habla: «Si no queréis escuchar la voz del Señor, vuestro Dios, para guardar y cumplir todos mis mandamiento, yo estaré contra vosotros; yo aplastaré vuestra dureza y vuestro orgullo; yo multiplicaré vuestras llagas; así como vosotros andáis contra mí, yo me levantaré contra vosotros con un corazón enemigo. Vosotros seréis derrotados».

Añade la Escritura que seréis vencidos: «En primer lugar en el cuerpo, «con pobreza, peste, frío y calor». En segundo lugar: «en el espíritu, con la locura, la ceguera y el furor». Además: «el cielo será duro como el hierro sobre vuestras cabezas y la tierra como el bronce bajo vuestros pies; vuestro rocío no será sino polvo»; no tendréis jamás fruto algunos, «porque vosotros habéis rehusado seguir al Señor con alegría y en la abundancia de toda clase de bienes; vosotros seréis sometidos, como esclavos, a vuestros enemigos, por el hambre, la sed, la desnudez y la falta de todo; y él pondrá sobre vuestras espalda un yugo durísimo (Cf. Deut 28, 22 y ss,)» [20].

A continuación indica que confesaba el profeta Jeremías: «Vino a mí la palabra del Señor, diciendo: «¿Qué ves, Jeremías?» Dije: «Veo una vara de almendro». Me dijo el Señor: «Bien has visto, porque vigilo que mi palabra se cumpla» [21]. Bossuet lo glosa de este modo para continuar con su reprensión a los condenados: «Estaréis para siempre bajo esta vara vengadora, bajo esta vara vigilante, que vio el profeta Jeremías, porque el Señor velará eternamente sobre vuestra iniquidad y no cesará de castigaros y de aniquilaros». Se refiere seguidamente a este pasaje del libro de Daniel: «El Señor estuvo atento a la desgracia y la trajo sobre nosotros, porque el Señor, nuestro Dios, es justo en todo lo que hace y no hemos escuchado su voz» [22].

Cita Bossuet a estas palabras del Señor que refiere Jeremías: «Por qué gritas por tu herida? Tu llaga incurable. Por tantos y tantos crímenes, por todos tus numerosos pecados, te he tratado de ese modo» [23]. A continuación escribe el célebre obispo francés a manera de escolio a estas palabras: «vuestro endurecimiento ha sido causa del mío; vosotros me habéis hecho inexorable e inflexible sin piedad: «Id, malditos. E irán al suplicio eterno» (Mt 25, 46)» [24].

Advierte, por último: «Y con esto termina Jesucristo su predicación. Esto es lo que nos deja para meditar: Él ya no tenía nada más de importancia que decir al pueblo. «Cuando Jesús hubo terminado estos discursos» (Mt 26, 1)», con las palabras de la terrible maldición, «Él no se preocupa, sino de los preparativos para su muerte; se prepara para la celebración de la última Pascua y la institución de la nueva; Él va a dar las últimas instrucciones que quería dejar a sus apóstoles; sigue su última oración, después de la cena, y empieza su sacrificio; finalmente su muerte» [25].

1469. –El fuego del infierno es verdadera y realmente fuego y, por tanto, corpóreo, pero ¿cuál es la naturaleza de este fuego?

–Sobre la naturaleza del fuego del infierno Santo Tomás, a diferencia de otros, no cree que deba entenderse este fuego en un sentido análogo al fuego de la tierra, sino de modo unívoco, de manera que ambos fuegos son de la misma especie. La razón es muy sencilla, porque si «según Aristóteles «toda agua es específicamente igual a toda agua» (Tópicos, I, c. 5, n. 4), por lo mismo todo fuego es específicamente igual a todo fuego» [26].

Sin embargo, hay diferencias no esenciales entre ambos fuegos. Explica Santo Tomás que: «El fuego, por ser el elemento de mayor eficacia en el obrar, tiene por materia los demás cuerpos, como dice Aristóteles (Metereológicos, IV. c. 1, n. 9). Luego puede encontrarse de dos modos, o sea, en su materia propia, tal como está en su esfera, o en materia extraña (…) Por consiguiente, que el fuego del infierno, en lo que corresponde a su naturaleza, sea de la misma especie que el nuestro es algo evidente. Ahora, que exista en su propia materia, o en caso de existir en otra, cual sea esa materia extraña, eso, lo ignoramos».

El fuego en la tierra y en el infierno tiene la misma naturaleza o especie, pero en cuanto a su materia puede ser distinta. En este sentido, el fuego del infierno: «considerado materialmente, puede ser de especie distinta al nuestro». Además, el fuego del infierno: «tiene algunas propiedades que le diferencian del nuestro: que no precisa ser reanimado ni se alimenta con leña» [27].

Advierte sobre esto último que: «nuestro fuego se alimenta con leña y es encendido por el hombre, porque es violenta y artificialmente introducido en materia extraña. Más aquel fuego no precisa quien lo mantenga, porque el fuego o existe en su propia materia o se encuentra en materia extraña, pero no por violencia, sino naturalmente por un principio intrínseco. Luego no lo encendió el hombre, sino Dios, que creo su naturaleza. Esto es lo que expresa Isaías: «el soplo del Señor, como torrente de Azufre, le prenderá fuego» (Is 30, 33)» [28].

La posición de Santo Tomás es sintetizada por Garrigou-Lagrange, al tratar la cuestión de si el fuego del infierno es metafórico, de este modo: «En cuanto a la naturaleza de este fuego real, Santo Tomás estima y piensa que es un fuego corpóreo de la misma naturaleza que el fuego terrestre, pero que difiere de él accidentalmente, ya que no necesita ser alimentado con substancias extrañas: es oscuro, sin llama ni humo, durará siempre y quemará los cuerpos sin destruirlos» [29].

1470. –¿Cuáles son, además del fuego y las otras penas corporales, las espirituales que sufren los condenados?

–Aunque ha dicho Santo Tomás, en el capítulo de la Suma contra los gentiles, dedicado a las penas del infierno, que lo enumerado como castigo debe entenderse en sentido literal, advierte también que: «Nada obsta, sin embargo, que ciertas cosas que se leen sobre las penas de los condenados como dichas corporalmente, se tomen espiritualmente y como dichas por semejanza, como lo que se dice: «su gusano nunca morirá» (Is 66, 24)» [30].

Se pueden tomar algunas de las penas que cita la Escritura en sentido «espiritual», o por «semejanza», el en sentido de metáfora. Como explica en la Suma teológica: «el sentido parabólico está contenido en el sentido literal, porque las palabras pueden tener un significado propio y otro figurado, y en este caso, el sentido literal no es la figura, sino lo figurado, y así, cuando la Sagrada Escritura habla del brazo de Dios, el sentido literal no es que Dios tenga semejante miembro corpóreo, sino lo que este miembro significa, o sea el poder operativo» [31].

Sobre el caso, que cita Santo Tomás como ejemplo, indica que: «por gusano puede entenderse el remordimiento de la conciencia, con el que también serán atormentados los impíos; porque no es posible que un gusano corporal corroa la substancia espiritual, como tampoco los cuerpos de los condenados, que serán incorruptibles» [32]. Es fácil, por tanto descubrir que el término es utilizado en sentido parabólico o metafórico, por la imposibilidad de entenderse en su significado propio. Sin embargo este sentido figurado lo conlleva la misma palabra, por ello, en el lenguaje corriente se utiliza también en este segundo sentido.

A este sentido metafórico, Santo Tomás le denomina también «espiritual», pero se distingue de los tres, que designa, en la Suma teológica, también como espirituales, –el sentido alegórico, en cuanto que lo que se contiene en la Ley Antigua es figura de la Nueva; el sentido moral, en cuanto que lo que se cumplió en Cristo es lo que se debe hacer; y el sentido anagógico, en cuanto se significa lo que ocurrirá en la gloria futura–. Estos tres sentidos se diferencian del anterior, porque son dados por Dios a las palabras que se utilizan en Escritura, pero no lo significan en el lenguaje usual.

De manera que Dios hace que las cosas significadas por estas palabras signifiquen otras cosas a su vez. De este modo Dios hace que las cosas mismas tengan su lenguaje y así un mismo término o texto pueden tener varios sentidos simultáneos [33]. Ello no lleva a la confusión, porque los sentidos espirituales dados por Dios, si son necesarios para la fe, se ven confirmados claramente en otros lugares de la Escritura en sentido literal, que como se ha dicho puede ser metafórico [34].

La razón de tomar «gusano» no en el primer sentido literal del término, sino en el segundo, el metafórico, también usual, es porque: «tras el día del juicio, innovado el mundo, no quedará animal alguno ni ningún cuerpo mixto (salvo el del hombre), puesto que no son por naturaleza incorruptibles y también porque desde entonces ya no habrá generación y corrupción. Luego el gusano que hay en los condenados se ha de entender que es espiritual y no material: o sea, es el remordimiento de la conciencia, que se llama «gusano» porque nace de la podredumbre del pecado y aflige al alma, al modo como el gusano corporal, nacido de la putrefacción, aflige también al corroer el cuerpo» [35].

Puede suponer una dificultad a la interpretación de esta pena lo que se dice en la Escritura: «Pondré fuego y gusanos en sus carnes, para que sean abrasados y padezcan eternamente» [36]; y también: «El castigo de la carne del impío será el fuego y el gusano» [37]. Parece, por consiguiente, que «la carne de los condenados será atormentada por un gusano». Tendrá así que ser corporal, ya que: «la carne no puede ser atormentada por un gusano espiritual». [38].

Podría resolverse, si se toma el término carne, que aparece en estos pasajes, como una metonimia u otra especie de figura retórica, porque «las propias almas de los condenados se llaman también carnes, por haber estado sujetas a la carne». Si no se quiere aceptar esta interpretación, puede hacerse de un modo más simple, con la aceptación del primer sentido literal del término, pues: «puede decirse también que la carne será atormentada por el gusano espiritual, en atención a que las pasiones del alma redundan ahora en el cuerpo y también en el futuro» [39].

1471. –Se dice también en la Escritura que en el infierno habrá «el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 50). ¿En qué sentido hay que interpretar esta expresión?

Afirma Santo Tomás, también en la Suma contra los gentiles, que el «llanto y el rechinar de dientes» sólo puede entenderse metafóricamente en las substancias espirituales», al igual que el gusano que atormenta a los condenados. Sin embargo, También de manera parecida: «nada impide que esto se entienda materialmente respecto a los cuerpos de los condenados después de su resurrección, con tal de que por llanto no se entienda el derramar lágrimas, pues en dichos cuerpos no puede haber disolución alguna, sino solo dolor de corazón y la turbación de los ojos y de la cabeza, como suele acontecer en los llantos» [40].

En la Suma teológica, desarrolla esta razón, al explicar que: «En el llanto corporal encontramos dos cosas: primera, el derramar lágrimas; y en cuanto a esto, el llanto de los condenados no puede ser corporal, porque después de juicio (…), ya no habrá generación o corrupción ni tampoco alteración corporal. Para que haya derrame de lágrimas ha de haber producción de aquel líquido que con ellas se expulsa. Luego, respecto a esto, el llanto de los condenados no puede ser corporal».

La segunda cosa es que en el llanto corporal se manifiesta: «cierta conmoción y alteración de la cabeza y de los ojos. Y en cuanto a esto, si podrá existir el llanto en los condenados después de la resurrección. Porque los cuerpos de los condenados serán atormentados no sólo exteriormente, sino también interiormente, ya que el cuerpo es alterado por las pasiones del alma, sean hacia el bien o hacia el mal» [41].

Esta segunda manifestación del llanto, que se dará tal como anunciaba Cristo al decir: «allí será el llanto y el rechinar de dientes» [42] puede servir como confirmación de la resurrección de cuerpos. «Responde, además, al deleite del pecado que tuvieron alma y cuerpo» [43], tal como se indica en el Apocalipsis: «cuanto se ha glorificado y deleitado, dadle tanto de tormento y de llanto» [44].

1472. –En el Evangelio se habla del infierno como «tinieblas exteriores» (Mt 22, 13). ¿Son también otra pena de sentido?

–Considera Santo Tomás que: «La disposición del infierno será tal cual más corresponda a la desgracia de los condenados. Y así, en atención a esto, están allí la luz y las tinieblas, acrecentando al máximo su desgracia».

La razón que da es la siguiente: «Sabemos que la visión es deleitable en sí mismo, porque, como se dice Aristóteles, «el sentido de la vista es el más amado, pues por él conocemos muchas cosas» (Metafísica, I, c. 1, n. 1). Pero sucede que, accidentalmente, la visión nos molesta cuando, por ejemplo, vemos algo nocivo o que repugna a nuestra voluntad». De acuerdo con ello: «en el infierno tendrá que estar dispuesto el lugar para ver en la luz o en las tinieblas, de manera que nada se vea claramente, sino todo envuelto en cierta oscuridad que clave la angustia en el corazón».

Por consiguiente: «hablando en absoluto, el lugar es tenebroso, pero por permisión divina hay allí la suficiente luz para ver todo cuanto puede atormentar al alma» [45] . Sin embargo, debe precisarse como: «se dice en el Evangelio: «Atadlo de pies y manos y arrojadlo a las tinieblas exteriores» (Mt 22, 13); y sobre esto dice San Gregorio: «Si aquel fuego fuera lúcido, nunca se diría echar a las tinieblas exteriores» (Moral, IX, c. 65)» [46]. Aunque no desprenda luz: «el fuego ha de ser hediondo, turbio y como vaporoso».

Como la luz, que hay en el infierno, no procede del fuego, por ello: «algunos dicen que las tinieblas proceden del hacinamiento de los cuerpos de los condenados, que, al ser muchos, llenarán el lugar de tal modo que desalojarán al aire por completo. Luego no habrá allí nada diáfano que pueda servir de sujeto para la luz y las tinieblas, de no ser los ojos de los condenados, que estarán entenebrecidos» [47].

1473.A los condenados les dirá Cristo: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno» Mt 25, 41). En las primera palabras, «apartaos de mí, malditos», queda indicada la pena de daño, en la siguiente, «al fuego», la pena de sentido, y en la última, «eterno», la eternidad de las dos. ¿Por qué las penas de infierno son eternas?

Santo Tomás en la Suma teológica da varias razones. La primera es porque los condenados: «pecaron contra el bien eterno, al despreciar la vida eterna» [48]. Así lo indica San Agustín en el siguiente pasaje: «un eterno suplicio parece inaceptable e injusto a la sensibilidad humana. La razón es que a esta nuestra pobre sensibilidad, abocada a morir, le falta aquel sentido de altísima e inmaculada sabiduría que nos capacita para percibir la enormidad del crimen cometido. En la primera caída, en efecto, cuanto más el hombre disfrutaba de la presencia de Dios, tanto más enorme fue su impiedad al abandonarlo; se hizo digno de un mal eterno, porque en sí destruyó un bien que hubiera podido ser eterno» [49]. Por no comprender la gravedad del pecado original ni el de todo pecado, con su aversión a Dios, se nos resiste el conocimiento del infierno, especialmente su eternidad.

La segunda razón es que los condenados pecaron siempre. «Y si se objetase que algunos que mortalmente se proponen enmendar su vida, y, por lo tanto, debido a esto, no serían dignos de suplicio eterno, como es claro, se contesta según algunos que (…) el que por propia voluntad cae en pecado mortal, se pone en estado del cual no puede ser sacado sino por la divinidad».

Argumentan: «En consecuencia, por lo mismo que quiere pecar, quiere, consecuentemente, permanecer perpetuamente en pecado. Como se dice en la Glosa, «el hombre es un espíritu que va», a saber, al pecado y «no vuelve» por sí mismo. Como se podría decir de alguien que se echara en un pozo del que no pudiera salir sin ayuda, que quiso permanecer allí perpetuamente, aunque hubiera pensado otra cosa».

Añade Santo Tomás, que: «también puede decirse y mejor, que, por el hecho de pecar mortalmente, pone su fin en la criatura. Y como toda la vida se ordena al fin de la vida, de ahí que por ello toda la vida la ordena a aquel pecado; y quisiera permanecer perpetuamente en pecado si pudiese ser impunemente».

En tercer lugar: «se puede aducir también otra razón para probar que la pena del pecado mortal es eterna. Porque por él se peca contra Dios, que es infinito. Y como la pena no puede ser infinita en su intensidad, puesto que la criatura no es capaz de cualidad alguna infinita, se requiere que, por lo menos, sea de duración infinita».

Por último: «una cuarta razón viene también a reducirse a esto; porque la culpa queda para siempre, ya que no puede ser perdonada sin la gracia, que el hombre no puede adquirir después de la muerte; y no debe cesar la pena mientras quede la culpa» [50].

1474. –¿Por la divina misericordia, no deberían terminarse las penas del infierno?

–Sostiene Santo Tomás que la eternidad de las penas del infierno no se opone a la misericordia de Dios. Explica que: «Dice San Agustín, en La ciudad de Dios (XXI, 17) que el error de Orígenes consistió en afirmar que en un tiempo serían librados los demonios, por la misericordia de Dios, de sus penas».

Nota Santo Tomás que: «este error está reprobado por la Iglesia por dos cosas. Primera, porque contraría claramente a la autoridad de la Escritura, en la que se dice: «El diablo que los engañaba, fue metido en el estanque de fuego y de azufre; en donde también la bestia y el falso profeta serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Ap 20, 9-10), con lo que en la Escritura se solió significar la eternidad».

La segunda es porque: «por una parte, extendía demasiado la misericordia de Dios y de otra, la coartaba demasiado. Pues la misma razón parece que hay para que los ángeles buenos permanezcan en la bienaventuranza eterna y que los ángeles malos sean castigados para siempre. De aquí que, así como afirmaba que los demonios y las almas de los condenados en un tiempo serían librados de las penas, así decía que los ángeles buenos y las almas de los bienaventurados volverían de la bienaventuranza a las miserias de la vida» [51].

Observa también Santo Tomás que también: «dice San Agustín (Ciudad de Dios, XXI, cc. 17 y 18) que algunos, por el error de Orígenes se deslizaron hasta opinar que, si bien los demonios serían eternamente castigados, no obstante, todos los hombres, aun los infieles, en algún tiempo serían librados de la pena».

Afirma claramente Santo Tomás que: «esta opinión es irracional, pues así como los demonios están obstinados en su malicia, y por eso serán eternamente castigados, así también lo están las almas de los hombres que mueren sin caridad, ya que como dice San Juan Damasceno «la muerte es para los hombres lo que la caída para los ángeles» (Fe ortodoxa, II, c. 4)» [52]

La respuesta no se opone a la misericordia divina, porque afirma también Santo Tomás que: «Dios, por su parte, se compadece de todos. Pero como su misericordia está regulada por el orden de su sabiduría, de ahí que no la extienda a algunos que se hicieron indignos de ella, como a los demonios y a los condenados, que están obstinados en su malicia».

A pesar de este límite de la misericordia por la sabiduría a los condenados, sin embargo: «en ellos tiene también lugar la misericordia, en cuanto son castigados menos de lo que se merecen, no que sean librados totalmente de la pena» [53].

Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 90.

[2] ÍDEM, Compendio de Teología, c. 180.

[3] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 90.

[4] Catecismo del Concilio de Trento, I, c. 9, n. 10.

[5] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 90.

[6] R. Garrigou-Lagrange, O.P., La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid, Rialp, 1951, p. 158.

[7] Catecismo del Concilio de Trento, I, c. 9, n. 10.

[8] R. Garrigou-Lagrange, O.P., La vida eterna y la profundidad del alma, op. cit., p. 159.

[9] ÍDEM, Suma teológica, Supl., q.97, a. 5, in c.

[10] San Agustín, Génesis. a la letra, XII, c. 32, n. 60.

[11] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 97, a. 5, in c.

[12] Mt 25, 41.

[13] San Gregorio Magno, Diálogos, IV, c. 29.

[14] Mt 22, 13.

[15] San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, II, Hom 18, 13.

[16] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 97, a. 1.

[17] Ibíd., Supl, q. 97, a. 1, in c.

[18] J.B. Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio, Barcelona, Editorial Iberia, 1955,  vol. I, XCVII, p. 202.

[19] Ibíd., pp. 202-203.

[20] Ibíd., p. 203.

[21] Jer 1, 11-12.

[22] Dan 9, 14.

[23] Jer 30, 15.

[24] J.B. Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio, op. cit., XCVII, p. 203.

[25] Ibíd., pp. 203-204.

[26] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 97, a. 6, sed c. 1.

[27] Ibíd., Supl., q. 97, a. 6, in c.

[28] Ibíd., Supl., q. 97, a. 6, ad 2

[29] R. Garrigou-Lagrange, O.P., La vida eterna y la profundidad del alma, op. cit., p. 159-160.

[30] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 90.

[31] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 1, a. 10, ad 3.

[32] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 90

[33] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 1, a. 10, in c.

[34] Cf. Ibíd., I, q. 1, a. 10, ad 1.

[35] Ibíd., Supl., q. 97, a. 2, in c.

[36] Jud 16, 21

[37] Ecle 7, 19.

[38] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 97, a. 2, ob. 1.

[39] Ibíd., q. 97, a. 2, ad 1,

[40] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 90

[41] ÍDEM, Suma teológica, Supl., q. 97, a. 3, in c.

[42] Lc 15, 28.

[43] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 97, a. 3, in c.

[44] Ap 18, 7.

[45] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 97, a. 4, in c.

[46] Ibíd., Supl., q. 97, a. 4, sed c. 1.

[47] Ibid., Supl., q. 97, a. 4, in c,

[48] Ibíd., Supl., q. 99, a. 1, in

[49] San Agustín, La Ciudad de Dios, XXI, 12.

[50] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl. q. 99, a. 1, in c.

[51] Ibíd., Supl., q. 99, a. 2, in c.

[52] Ibíd., Supl., q. 99, a. 3, in c

[53] Ibíd., Supl., q. 99, a. 2, ad 1.

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