La Iglesia Católica vive el mes de octubre dedicado a despertar el Espíritu Misionero en los fieles.
Fuente: Misioneros de habla hispana
La Iglesia Católica vive el mes de octubre
dedicado mundialmente a despertar el Espíritu Misionero en los fieles, con
gestos de solidaridad hacia los 200,000 misioneros que entregan sus vidas por
el anuncio del Evangelio en el mundo.
Durante este mes, llamado "Mes de las
Misiones" se intensifica la animación misionera, uniéndonos todos
en oración, el sacrificio y el aporte económico a favor de las misiones, a fin
de que el evangelio se proclame a todos los hombres.
Juan Pablo II en el Nº 72 de la Redemptoris Missio, mencioó a los "movimientos eclesiales dotados de dinamismo misionero"
que, "cuando se integran con humildad en la
vida de las iglesias locales y son acogidos cordialmente por los Obispos y
sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales, representan un
verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad
misionera propiamente dicha".
QUERIDÍSIMOS HERMANOS Y
HERMANAS:
El compromiso misionero de la Iglesia constituye, también en este comienzo del
tercer milenio, una urgencia que en varias ocasiones he querido recordar. La
misión, como he recordado en la Encíclica Redemptoris Missio, está aún lejos de cumplirse y por eso
debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio (cfr. n.1).
Todo el Pueblo de Dios, en cada momento de su peregrinar en la historia, está
llamado a compartir la "sed" del
Redentor (cfr Jn 19, 28). Los santos han advertido siempre con mucha fuerza
esta sed de almas que hay que salvar: baste pensar, por ejemplo, a santa Teresa
de Lisieux, patrona de las misiones, y a monseñor Comboni, gran apóstol de
África, que he tenido la alegría de elevar recientemente al honor de los
altares.
CONSAGRADOS Y ENVIADOS PARA
LA MISIÓN
Todos nosotros, miembros de la Iglesia e impulsados por el mismo Espíritu,
somos consagrados, aunque de diverso modo, para ser enviados: por el bautismo se nos confía la misma misión de la
Iglesia. A todos se nos llama y todos estamos obligados a evangelizar, y
esta misión fontal, común a todos los cristianos, ha de constituir un verdadero
"acicate" cotidiano y una
solicitud constante de nuestra vida.
Es muy bello y estimulante recordar la vida de las comunidades de los primeros
cristianos, cuando éstos se abrían al mundo, al que por vez primera miraban con
ojos nuevos: era la mirada de quien ha comprendido
que el amor de Dios se debe traducir en servicio por el bien de los hermanos.
El recuerdo de su experiencia de vida me induce a reafirmar la idea central de
la reciente encíclica: "La misión renueva la
Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas
motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!" (n. 2). Sí, la misión nos
ofrece la extraordinaria oportunidad de rejuvenecer y embellecer a la Esposa de
Cristo y, al mismo tiempo, nos hace experimentar una fe que renueva y fortalece
la vida cristiana, precisamente porque se dona.
Pero la fe que renueva la vida y la misión que fortalece la fe no pueden ser
tesoros escondidos o experiencias exclusivas de cristianos aislados. Nada está
tan lejos de la misión como un cristiano encerrado en sí mismo: si su fe es
sólida, está destinada a crecer y debe abrirse a la misión.
El primer ámbito de desarrollo del binomio fe-misión es la comunidad familiar.
En una época en la que parece que todo concurre a disgregar esta célula
primaria de la sociedad, es necesario esforzarse para que sea, o vuelva a ser,
la primera comunidad de fe, no sólo en el sentido de la adquisición, sino también
del crecimiento, de la donación y, por tanto, de la misión. Es hora de que los
padres de familia y los cónyuges asuman como deber esencial de su estado y
vocación evangelizar a sus hijos y evangelizarse recíprocamente, de modo que
todos los miembros de la familia y en toda circunstancia -especialmente en las
pruebas del sufrimiento, la enfermedad y la vejez- puedan realmente recibir la
Buena Nueva. Se trata de una forma insustituible de educación a la misión y de
preparación natural de las posibles vocaciones misioneras, que casi siempre
encuentran su cuna en la familia.
Otro ámbito, asimismo importante, es la comunidad parroquial, o la comunidad
eclesial de base, la cual, mediante el servicio de sus pastores y animadores,
debe ofrecer a los fieles el alimento de la fe e ir en busca de los alejados y
extraños, realizando así la misión. Ninguna comunidad cristiana es fiel a su
cometido si no es misiones: o es comunidad misionera o no es ni siquiera
comunidad cristiana, pues se trata de dos dimensiones de la misma realidad, tal
como es definida por el bautismo y los otros sacramentos. Además, este empeño
misionero de cada comunidad reviste la máxima urgencia hoy que la misión,
entendida incluso en el sentido específico de primer anuncio del Evangelio a los
no-cristianos, está llamando a las puertas de las comunidades cristianas de
antigua evangelización y se presenta cada vez más como "misión
entre nosotros".
Motivo de esperanza, para responder a las nuevas exigencias de la misión
actual, son asimismo los Movimientos y grupos eclesiales, que el Señor suscita
en la Iglesia para que su servicio misionero sea más generoso, oportuno y
eficaz.
CÓMO COOPERAR EN LA ACTIVIDAD
MISIONERA DE LA IGLESIA.
Si todos los miembros de la Iglesia son consagrados para la misión, todos son
corresponsables de llevar a Cristo al mundo con la propia aportación personal.
La participación en este derecho-deber se llama "cooperación
misionera" y se enraiza necesariamente en la santidad de vida: sólo
injertados en Cristo, como los sarmientos en la vid (cf. Jn 15, 5), daremos
mucho fruto. El cristiano que vive su fe y observa el mandamiento del amor
dilata los horizontes de su actuación hasta abarcar a todos los hombres
mediante la cooperación espiritual, hecha oración, sacrificio y testimonio, que
permitió proclamar co-patrona de las misiones a santa Teresa del Niño Jesús,
aunque nunca fue enviada a la misión.
La oración debe acompañar el camino y la obra de los misioneros para que la
gracia divina haga fecundo el anuncio de la Palabra. El sacrificio, aceptado
con fe y sufrido con Cristo, tiene valor salvífico. Si el sacrificio de los
misioneros debe ser compartido y sostenido por el de los fieles, entonces todo
el que sufre en el espíritu y en el cuerpo puede llegar a ser misionero, si
ofrece con Jesús al Padre los propios sufrimientos. El testimonio de vida
cristiana es una predicación silenciosa, pero eficaz, de la palabra de Dios.
Los hombres de hoy, aparentemente indiferentes a la búsqueda del Absoluto,
experimentan en realidad su necesidad y se sienten atraídos e impresionados por
los santos que lo revelan con su vida.
La cooperación espiritual en la obra misionera debe tender sobre todo a
promover las vocaciones misioneras. Por eso, invito una vez más a los jóvenes y
a las jóvenes de nuestro tiempo a decir "sí",
si el Señor les llama a seguirlo con la vocación misionera. No hay
opción más radical y valiente que ésta: dejan todo para dedicarse a la
salvación de los hermanos que no han recibido el don inestimable de la fe en
Cristo.
La Jornada mundial de las misiones une a todos los hijos de la Iglesia, no sólo
en la oración, sino también en el esfuerzo de solidaridad, compartiendo la
ayuda y bienes materiales para la misión ad gentes. Tal esfuerzo responde al
estado de necesidad que sufren tantas personas y poblaciones de la tierra. Se
trata de hermanos y hermanas que, necesitados de todo, viven principalmente en
los países identificados con el Sur del mundo y que coinciden con los
territorios de misión. Los pastores y los misioneros necesitan, pues, medios
ingentes, no sólo para la obra de la evangelización -que es, ciertamente,
primaria y onerosa-, sino también para salir al paso de las múltiples
necesidades materiales y morales mediante las obras de promoción humana que
acompañan siempre a toda misión.
Ojalá que la celebración de la Jornada mundial de las misiones sea un estímulo
providencial para poner en marcha las estructuras de caridad y para que cada
uno de los cristianos y sus comunidades den testimonio efectivo de la caridad.
Se trata de "una cita importante en la vida de
la Iglesia, porque enseña cómo se ha de dar: en la celebración eucarística,
esto es, como ofrenda a Dios, y para todas las misiones del mundo" (Redemptoris
missio, 81).
LA ANIMACIÓN DE LAS OBRAS
MISIONALES PONTIFICIAS.
En la obra de animación y cooperación misionera, que atañe a todos los hijos de
la Iglesia, deseo reafirmar el cometido peculiar y la responsabilidad
específica que incumben a las Obras Misionales Pontificias, como lo hice
destacar ya en la citada encíclica (cf. n. 84).
Las cuatro Obras -Propagación de la fe, San Pedro Apóstol, Infancia Misionera y
Unión Misional- tienen como objetivo común promover el espíritu misionero en el
pueblo de Dios. Son la expresión de la universalidad en las Iglesias locales.
Deseo recordar especialmente la Unión Misional, que celebra su 75º aniversario
de fundación. Tiene el mérito de realizar un esfuerzo continuo de
sensibilización entre los sacerdotes, religiosos, religiosas y animadores de
las comunidades cristianas, para que el ideal misionero se traduzca en formas
adecuadas de pastoral y de catequesis misionera.
Las Obras Misionales deben ser las primeras en llevar a la práctica cuanto afirmé
en la encíclica: "Las
Iglesias locales, por consiguiente, han de incluir la animación misionera como
elemento primordial de su pastoral ordinaria en las parroquias, asociaciones y
grupos, especialmente los juveniles"
(n. 83). Las Obras Misionales han de ser protagonistas de este
importante mandato en la animación, formación misionera y organización de la
caridad para la ayuda a las misiones.
Pero, una vez recordada la función de estas Obras y el empeño permanente en
favor de la misión, no puedo terminar esta exhortación sin hacer llegar
expresamente a los misioneros y misioneras -sacerdotes, religiosos y laicos
esparcidos por el mundo- una expresión de afectuoso agradecimiento y estímulo,
para que perseveren con confianza en su actividad evangelizadora, aun cuando
llevarla a cabo pueda costar y cueste los mayores sacrificios, incluso el de la
vida.
Queridísimos misioneros y misioneras: mi pensamiento y afecto os acompañan
siempre, junto con la gratitud de toda la Iglesia. Sois la esperanza viva de la
Iglesia, como testigos y artífices de su misión universal en el acto mismo que
se realiza, y también el signo creíble y visible del amor de Dios, que a todos
nos ha llamado, consagrado y enviado, pero que a vosotros os ha dado un mandato
especial: el don singular de la vocación ad gentes. Vosotros lleváis a Cristo
al mundo; y, en su nombre, como Vicario suyo, os bendigo y os llevo en el
corazón. Con vosotros, bendigo a todos aquellos que con amor y generosidad
participan en vuestro apostolado de evangelización y de promoción integral del
hombre.
Misioneros, que María, Reina de los Apóstoles, guíe y acompañe vuestros pasos y
los de todos aquellos que, de cualquier forma, cooperan en la misión universal
de la Iglesia.
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