Para nosotros, el siglo III siempre fue (y sigue siendo para mí) una región temporal menos conocida, menos amada, menos sentimental, más lejana. La época de las grandes dinastías nos resulta familiar, nos movemos en ella con soltura. Pero lo bizantino es como si fuera otro mundo. Son miembros de otra familia, como primos lejanos.
Pero,
después de tantos viajes a la Urbe, finalmente, paseé en la Nueva Roma. Por
fin, por fin, de los libros pasé a sus callejuelas estrechas, a sus plazas.
Bien sabía que me esperaba un Bizancio ya transformado en ciudad de las Mil y una noches. La orgullosa capital
imperial había sido transmutada en una tierra de turbantes y minaretes.
Pero yo
sabía mirar y veía rastros por todas partes de su capítulo bizantino. Encontré
mucho de esa época y mi imaginación levantó muros, reconstruyó paisajes, pintó
calles. Especialmente, en las ruinas de las basílicas. Me gustó mucho más la
primitiva catedral de Constantinopla, la Iglesia de Santa Irene, junto al
Palacio de Topkapi que Santa Sofía: fascinante. Un
espacio sacro que ha quedado congelado en el tiempo. Miraba todos sus rincones,
la nave central, una y otra vez: tratando de
memorizar, de absorber, de imaginar cómo fueron las cosas allí. Esa
iglesia es la que se usaba antes de acabar Santa Sofía.
Seguirá
mañana.
P. FORTEA
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