“Conozco a Cristo pobre y crucificado, y eso me basta" (San Francisco de Asís, c.1182-1226).
Cada 4 de octubre la Iglesia universal celebra a San Francisco de Asís,
el santo que se unió a Cristo en sus dolores, el hombre que se santificó en la
pobreza, el santo que reconoció a Dios en la naturaleza.
Sin lugar a dudas, el Santo de Asís ha sido siempre una figura de
inmensa importancia para la Iglesia, y lo sigue siendo hoy. Tan es así que el
Papa Francisco decidió tomar su nombre al asumir el pontificado, con el deseo
de honrar su memoria y, al mismo tiempo, como una forma de pedir su
intercesión. Es el mismo Papa quien alguna vez lo llamó “hombre de armonía y de paz”.
San Francisco nació en Asís (Italia) en 1182, en el seno de una familia
acomodada. Su padre era un rico comerciante y, por lo tanto, él estaba
destinado a asumir el negocio familiar. Sintiéndose pagado de sí mismo,
mientras el tiempo de asumir mayores responsabilidades llegaba, Francisco se
dedicó a gozar de sus bienes en medio de la ostentación y las frivolidades.
Para su miseria, no hubo mayores contratiempos en su vida hasta que se vio
forzado a ir a la guerra y cayó prisionero. Es verdad que no fue mucho el
tiempo que pasó en esa condición, pero su salud empezó a resquebrajarse.
Cercado por el desasosiego, en medio del horror de la guerra y la enfermedad,
Francisco empezó a escuchar una voz que clamaba desde su interior: “sirve al amo y no al siervo”.
Su estado precipitó el retorno a casa y allí, en contacto con la
naturaleza y en el redescubrimiento de la oración, poco a poco fue entendiendo
que Dios quería algo más de él.
Francisco comenzó a visitar a los enfermos abandonados del pueblo,
muchos de ellos leprosos. Con frecuencia les llevaba algo de comida y abrigo,
hasta que decidió regalarles sus propios vestidos y su dinero. Algo nuevo
crecía en su corazón y era muy distinto a cualquier cosa que hubiese probado
antes: su espíritu empezaba a tener paz, aun
rodeado de pobreza, viviendo humildemente y con el corazón tocado por el dolor
de los demás.
Cierto día, mientras oraba en la Iglesia de San Damián, le pareció que
el crucifijo le miraba mientras decía: “Francisco,
repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas”. Entonces, creyendo que Cristo
le pedía reparar el templo físico, fue, vendió los vestidos de la tienda de su
padre, y llevó el dinero al sacerdote que cuidaba el templo, pidiéndole que lo
deje vivir allí. El sacerdote aceptó que se quedara, pero no recibió el dinero.
Entonces, su padre lo buscó, lo golpeó furiosamente y, al ver que su hijo no
quería regresar a casa, le exigió que le devolviera el dinero. Francisco, por
consejo del obispo, decidió honrar a su padre devolviéndole todo, cosa que
cumplió hasta el extremo de devolver hasta la ropa que llevaba encima.
Lejos de la manera como había vivido por muchos
años, Francisco se dedicó a reconstruir la Iglesia de San Damián y de San
Pedro. Con el tiempo se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, la cual
reparó y convirtió en su hogar. Con el corazón transformado por la oración,
Francisco pedía limosna para los pobres y los servía con cariño. Mientras iba
de camino, quien se encontraba con él recibía su saludo característico: “La paz
del Señor sea contigo”.
Su estilo de vida empezó a atraer a muchos, quienes también querían
acompañarle y ayudarlo en sus labores. Entonces, la idea de formar una
hermandad religiosa se fue concretando hasta que, en 1210, Francisco, junto a
sus amigos, viajó a Roma con el manuscrito de la futura regla en mano, en busca
de la aprobación pontificia.
Y el Papa dio su aprobación. El espíritu de la regla aprobada giraba en
torno a la pobreza, que sería el fundamento de la nueva orden. Pobreza que
debía ser asumida con amor y expresada en la manera de vestir, los utensilios
que se empleaban y, principalmente, en los actos. Para sorpresa de los incrédulos,
los hermanos de Francisco reflejaban alegría y contento.
Considerándose indigno del sacerdocio pleno, llegó sólo a recibir el
diaconado y quiso darle a su Orden el nombre de “Frailes
menores”, con el propósito de que sus miembros fueran conscientes de su
llamado a ser verdaderos siervos de todos, amantes de las cosas de Dios que se
hallan en lo sencillo.
La humildad y el desprendimiento que Francisco vivía eran en esencia
expresión de una convicción: “ante los ojos de
Dios, el hombre vale por lo que es y no más”. De allí sus palabras: "Hay muchos que tienen por costumbre multiplicar
plegarias y prácticas devotas, afligiendo sus cuerpos con numerosos ayunos y
abstinencias; pero con una sola palabrita que les suena injuriosa a su persona
o por cualquier cosa que se les quita, enseguida se ofenden e irritan. Estos no
son pobres de espíritu, porque el que es verdaderamente pobre de espíritu, se
aborrece a sí mismo y ama a los que le golpean en la mejilla".
Cristo le concedió a Francisco el don de poderlo acompañar de cerca en
los dolores de su Pasión: recibió de Nuestro Señor
los estigmas en carne propia. El santo, en su madurez, había
experimentado durante la oración continuos éxtasis y muchos hechos prodigiosos
tuvieron lugar a su alrededor. Pero recibir los estigmas fue el mayor de todos.
De eso dieron fe los hermanos que le fueron más cercanos, así como de su deseo
de mantener el milagro en reserva. Era como si, de alguna manera, Francisco
fuese “menos él” y cada vez más -semejante
a- Jesucristo en todo.
San Francisco de Asís murió el 3 de octubre de 1226, con solo 44 años de
edad. Su figura e influencia en la historia de la Iglesia y en la cultura es
inapreciable. Incluso quienes no tienen fe o no son parte de la Iglesia
católica reconocen en él a una persona extraordinaria. Parte de esa influencia
hoy permanece intacta, por ejemplo, en el amor a la naturaleza, en particular
el cariño por los animales. Por otro lado, Francisco sigue presente en muchos
detalles y costumbres que evocan sencillez y grandeza: a él se le atribuye
haber iniciado la tradición de armar el “belén”,
“el pesebre” o “nacimiento”, en el
hogar, durante los días de Navidad.
El 4 de octubre de 2013 el Papa Francisco celebró una misa en la ciudad
de Asís. He aquí un fragmento de su homilía de aquel día: “San Francisco es testigo del respeto por todo, de que el
hombre está llamado a custodiar al hombre, de que el hombre está en el centro
de la creación, en el puesto en el que Dios –el Creador– lo ha querido, sin ser
instrumento de los ídolos que nos creamos… Francisco fue hombre de armonía, un
hombre de paz”.
Redacción ACI
Prensa
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