Entre los trabajos que he hecho a lo largo de mi vida la corrección de textos fue una constante.
Recuerdo
cuando me convocó el equipo que estaba organizando "Yuyanapaq,
para recordar", la muestra gráfica que acompañaba el Informe de la
Comisión de la Verdad. Jeremías Gamboa, Mayu Mohanna,
Nancy Chappell, y un grupo enorme de profesionales veían las fotos, las
seleccionaban, escribían las descripciones y así iban armando lo que sería el
mayor testimonio visual de más de una década de violencia. De insania.
A lo
largo de mi carrera me ha tocado cubrir, escuchar, registrar el dolor y la
desesperación de miles de peruanos, pero nunca olvidaré lo que fueron esas
semanas donde en mi retina se tatuó el terror. Nunca olvidaré las veces en que
tuve que salir a respirar porque no me podía concentrar en el texto que
acompañaba una foto desgarradora. A veces teníamos el nombre del lugar pero no
la fecha. El nombre de la víctima pero no del familiar que lo cargaba, ¿o sería el amigo? En cada reproducción en blanco
y negro se concentraba la anatomía de un instante pavoroso. Los rostros del
miedo, de la desesperanza, del desconcierto, estaban ahí, mirándonos desde
algún lugar de nuestra historia reciente.
Hay una
fotografía, sin embargo, que recuerdo siempre con especial dolor. Es aquella en
la que unos niños parados al lado de un altar improvisado, hecho de carpetas,
velan el cuerpo de su compañero Luis Sulca Mendoza,
alumno del colegio secundario General Córdova de
Vilcashuamán, Ayacucho. Luis murió asesinado por Sendero Luminoso el 26
de octubre de 1986, tras acusarlo de traición. Los chicos de la foto deben
tener entre 13 y 15 años. Y como cuento en mi columna de hoy en El Comercio, el ángulo de la toma, hecha por el
fotógrafo del diario La República Jorge Ochoa,
no se centra en el muerto, sino en las velas derretidas, blanquísimas que
alumbran el dolor de los amigos que escoltan el cuerpo. En los rostros de los
muchachos hay pena pero concéntrense en el de la alumna que encabeza la fila de
las mujeres. Ahí habita el espanto. En la boca entreabierta y la mirada sin
norte están los ojos de un país cuyo futuro yace derrotado en una carpeta de
colegio.
Hace 35
años la bestia de Guzmán mandó matar a Luis Sulca. Un muchachito de colegio de un lugar
en Ayacucho, Vilcashuamán, que pocos conocen
y la mayoría no ha escuchado nombrar. ¿Qué hemos
hecho todo este tiempo por entender la barbarie por la que atravesamos? ¿Qué
sentido tiene la muerte un adolescente velado en su colegio con piso de tierra
y carpetas desvencijadas?
Tenemos claro que no habrá
perdón, ni entierro, ni llantos para un asesino cobarde. Pero no olvidar
implica mucho más que hacer un recuento de crímenes. No olvidar implica que las
muertes de sendero no se queden en una fotografía. Que la foto de Ochoa salga de la pared del LUM o del Museo de
Cultura donde aún se exhibe la muestra y se conviertan en el símbolo de
un país que tiene la obligación de mirar su historia y asumir sin medias tintas
y sin sesgos todo lo que nos pasó. Hay miles de muertos (ni siquiera sabemos
cuántos) con quienes estamos en deuda. Ya es hora de ajustar esas cuentas.
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