La ley positiva no puede ir en contra de la ley natural. Pero legalizar lo que es contrario a la ley natural es ir en contra de la ley natural. Y las uniones del mismo sexo son contrarias a la ley natural. Por tanto, la ley positiva no puede incluir la legalización de las uniones del mismo sexo.
Lo que va contra el bien común no puede ser
establecido como un derecho por
la ley positiva. Pero las uniones del mismo sexo van contra el
bien común. En efecto, lo que genera escándalo
va contra el bien común, y las uniones del mismo sexo generan escándalo,
porque inducen a otros pensar que es moralmente lícito lo que en realidad no lo es.
No solamente están de por
medio los casos individuales de escándalo, sino también la contribución a una mayor confusión general a nivel social acerca de la ley moral natural, pues la mayoría de las personas no distingue entre lo moral y lo jurídico y tiende a pensar que lo que la ley permite es ya
por eso moralmente lícito.
En particular, legalizar las
uniones del mismo sexo va contra el bien integral de
los menores de edad, porque esa
legalización, o bien ya contiene, o bien muy probablemente va a desembocar en
la legalización de la adopción de menores de edad por
parte de parejas del mismo sexo, con el consiguiente daño para esos
menores, por lo menos en el plano de su formación personal.
Es lógico pensar que si la forma natural en que el ser humano viene al mundo es por la unión de
un varon y una mujer y en el
contexto por tanto de una familia basada en una pareja heterosexual, eso quiere
decir que el desarrollo de ese ser humano que ha de criarse en
esa familia requiere el influjo de los dos sexos, tanto del
masculino del padre como del femenino de la madre.
Como bien ha señalado tantas
veces Benedicto XVI, en una época como la nuestra tan sensible a las exigencias de la naturaleza como para darle centralidad al tema “ecológico” no debería ser tan difícil tener igual
sensibilidad para las exigencias de la naturaleza humana.
Lo
cuidadosos y escrupulosos que suelen ser los informes que se elaboran sobre los
matrimonios que quieren adoptar niños son testimonio elocuente del cuidado con que hay
que proceder en esta materia, y no se compaginan para nada con la muy probable autorización para adoptar
niños dada a parejas del mismo sexo que es una consecuencia natural y lógica
del hecho de legalizar estas uniones.
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Se suele argumentar a partir
del desamparo jurídico en que puede quedar uno de los
miembros de estas uniones tras el fallecimiento, por ejemplo, del otro.
Pero aquí hay dos principios que son muy claros: 1) no se puede hacer el mal para que venga el
bien, o sea, el fin no justifica los medios 2) el bien común prima sobre el
bien individual, es decir, no se puede infligir un daño al cuerpo social
para atender situaciones individuales.
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Lo esencial de esta cuestión,
por tanto, no está en si se llama o no “matrimonio” a estas
uniones en caso de legalizarlas. Aunque no se lo haga, son contrarias a la ley
natural y legalizarlas es contrario a la ley natural, por lo
ya dicho. Es cierto que llamarlas “matrimonio” agrega
una nueva gravedad al mal que se hace por el solo hecho de
legalizarlas, ante todo porque introduciría el absurdo y el sinsentido en el mismo sistema legal, pues es esencial al
matrimonio la complementariedad entre el varón y la mujer, como es obvio.
Pero además, una sociedad que
padeciese una confusión tan grave en torno al concepto central del “matrimonio” (recordar que la familia es la célula
de la sociedad) estaría en una situación realmente
lamentable y muy peligrosa para su misma perduración.
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Ahora bien, si es absurdo
llamar “matrimonio” a estas uniones, ello es
en definitiva por la misma razón por la cual estas uniones son
contrarias a la ley natural y por ello
mismo no deben ser legalizadas bajo ningún concepto: porque es naturalmente esencial a la sexualidad humana la complementariedad de los sexos masculino y femenino, que
tiene su lugar concreto en la institución del matrimonio.
Por tanto, no tiene sentido aceptar la legalización de estas uniones con la
condición de que no se llamen “matrimonio”.
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A veces se introduce el subterfugio
de decir que nada exige que tales uniones
entre personas del mismo sexo sean de carácter sexual, sino
que simplemente se trata de dar una cobertura legal a las personas que por la razón que sea determinan vivir juntas.
Si estas personas tienen o no relaciones sexuales entre ellas sería indiferente
a los efectos de una ley así, dicen.
Ahora bien, una cosa es que
dos personas que conviven tengan o no relaciones sexuales entre sí, y otra cosa
es que ésa sea precisamente parte esencial, al menos, de la razón de la
convivencia, como sucede en lo
que comúnmente se conoce como “uniones
homosexuales”.
Al legalizar las “uniones civiles”, del tipo que sea, se está por ello mismo dando reconocimiento legal precisamente a
ese tipo de uniones homosexuales
cuyo fin declarado y público es la
cohabitación sexual.
En la práctica, por tanto, el
término “uniones
civiles” queda como un eufemismo por “uniones
homosexuales”, y se siguen todas
las observaciones negativas arriba formuladas.
Néstor Martínez
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