Corría el año 1820 y el virrey del Perú se estremecía ante la amenaza del ejército libertador que mandaba el general San Martín, el redentor de Chile. La escuadra de lord Cochrane disponíase a bloquear el puerto del Callao en la primavera de aquel año, mientras las fuerzas del general Arenales derrotaban a los realistas, abriendo las puertas de Lima, la rica y orgullosa Ciudad de los Reyes, a los libertadores.
El espanto cundió en la ciudad de Santa Rosa. Profundamente alarmado el virrey Pezuela ordenó a los comerciantes y vecinos ricos que entregaran todos sus caudales en oro y plata, con el objeto de remitirlos a España.
Obedecieron
la orden que castigaba a los que no la cumplieran en el acto. Los españoles
enriquecidos en Perú vaciaron sus arcas en las cajas de seguridad de la aduana
del virreinato, constituyendo un tesoro que parecía salido de un relato de “Las mil y una noches”. Cientos de millones en
oro, plata y pedrerías, reunidos durante tres siglos de dominación colonial y
ocultos en el Perú a la codicia de los reyes de España…
Para
mayor seguridad el virrey Pezuela dispuso que este fabuloso tesoro fuera
enviado al pueblo de Huaura, a fin de que pueda ser depositado en la Casa de la
aduana del virreinato, que funcionaba en el palacio del duque de San Carlos,
precisamente en la casa que formaba esta esquina, bajo el histórico balcón
donde al año siguiente, el 12 de febrero de 1821, San Martín juró cumplir y
defender la primera constitución del Perú libertado.
Allí se
reunieron inmensos caudales. Se inventariaron escrupulosamente y se guardó en
bóveda subterránea que formaba parte de una galería para que no pudiera caer en
poder de los Libertadores.
El
propósito del virrey era enviar el tesoro a España a bordo de una fragata que
todos los años llegaba al Callao para llevar el “situado”, es decir, el importe
anual de los diezmos e impuestos que el trono imponía a la más rica de sus
colonias americanas.
Pero en
el año 1820 España ya había dejado de ser la reina de los mares; y además, la
Escuadra libertadora, mandaba primero por el almirante chileno-argentino Blanco
Encalada, y luego por el citado lord Cochrane, dominaba la costa del Pacífico,
desde Valdivia hasta Paita.
Embarcar
el tesoro en esos momentos era como entregarlo a los almirantes y corsarios americanos.
Fue en esas circunstancias que el virrey dispuso que el fabuloso tesoro peruano
fuese ocultado en la mencionada bóveda subterránea, hasta que pudiera ser
conducido en sigilo por la galería secreta que, partiendo del palacio del duque
de San Carlos, en el pueblo de Huaura, llegaba hasta el cerro “Centinela”, frente a la ensenada de Végueta. Para
que pudiera ser embarcado sin que los “insurgentes”
se enterasen de su destino.
Tales
eran los propósitos de Pezuela. Pero el Virrey del Perú no había contado con el
inesperado desembarco del general San Martín en Huacho, el 10 de noviembre de
1820, con el grueso de su ejército.
Aterrados
los realistas ante el peligro que cayera en manos del Libertador el cuantioso
caudal del tesoro amasado durante siglos, decidieron que antes que San Martín
se instalara en la otra orilla del río Huaura, el hermoso valle donde
estableció después su cuartel general, sobre la misma bóveda subterránea en que
se hallaba oculto el tesoro, éste fuese trasladado, sin pérdida de tiempo por
la galería secreta, hasta la capilla de la hacienda “El
Ingenio”, donde vivía en esa época don Manuel del Villar, contador de
las arcas reales del virreinato, casado con la duquesa de Monteblanco, dueña de
la hacienda.
El tesoro
fue dividido en tres partes, y escondido de nuevo en tres lugares diferentes,
dentro de la galería subterránea que, partiendo del palacio del duque de San
Carlos, llegaba hasta la mencionada capilla, a dos kilómetros de distancia.
Luego de
ocultar cuidadosamente el dividido tesoro y de determinar su ubicación exacta
en un croquis acompañado de un acta, operaciones que fueron dirigidas
personalmente por el contador del Villar, se procedió a construir las entradas
de acceso a la galería y borrar todos los rastros.
No
habrían transcurrido muchos días, cuando el General San Martín recibió visita
de un zambo, que le reveló la existencia del tesoro. En cambio de una
recompensa, le prometió indicarle los misteriosos lugares donde estaba oculto.
El
libertador ordenó a uno de sus asistentes que al día siguiente fuese en busca
del zambo, verificara la realidad de su denuncia y le entregara la suma
solicitada. Pero esa misma noche, en una callejuela, el zambo era cosido a
puñaladas por una mano misteriosa y vengadora.
Pasó el
tiempo. Todos los contemporáneos murieron hasta el mismo San Martín, que
sobrevivió treinta años a su entrada triunfal a Lima. Hombres de varias
generaciones se dedicaron con afán a la búsqueda del fabuloso tesoro del virrey
Pezuela. En vano zapadores e ingenieros trataron de precisar sus misteriosos
escondrijos, durante años y años. La tierra hermética continuaba guardando su
secreto, como guardó hasta hoy. Y lo hará hasta la eternidad.
Los
tesoros de Atahualpa, escondidos por indios al saber la muerte del Inca; como
los que enterraron los jesuitas cuando fueron expulsados de sus misiones; como
los del mariscal Francisco Solano López que mandó despeñar en la cataratas de
Marayacú, antes que cayeran en poder de los enemigos victoriosos. Todos quedan
en el misterio.
Historiadores
peruanos, entre ellos Felipe de la Barra han afirmado que es evidente la
existencia del tesoro de Pezuela, y hace dieciocho años, en 1931, dos
caballeros llamados Rosendo Mesones y Hans Cheches, de Lima, obtuvieron
autorización del gobierno para buscarlos.
Después
de arduas investigaciones y trabajos que duraron hasta 1932, se halló la
entrada de la galería, pero no se encontraron vestigios del tesoro.
Ahora,
cumplidos ciento diecinueve años, existen personas que alucinadas por la
fabulosa riqueza perdida, siguen buscándola, cavando hasta los cimientos del
ruinoso palacio colonial del duque de San Carlos. Igual que los sevillanos
buscan los tesoros que hace varios siglos Samuel Levy escondió en el subsuelo
del barrio morisco, para que no cayeran en las manos ávidas del rey don Pedro,
que humedeció con la sangre del prudente y obcecado israelita.
Lo
más probable es que nadie puede dar jamás con el tesoro del Virrey del Perú.
Que el general San Martín no pudo encontrar.
Por: Héctor Pedro Blomberg. Tomado de una revista argentina.
De Alberto Bisso Sánchez (1992)
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