¿Debo obedecer a Dios y a la Iglesia sólo para no irme al infierno?
Por: P. Eduardo María Volpacchio | Fuente:
www.algunasrespuestas.com
REFLEXIONES EN TORNO A LA
OBEDIENCIA
De todas la virtudes, hoy una de las más incomprendidas es la obediencia. No se
sabe qué sentido tiene ni para qué sirve. La mayoría de las personas la ven
como un hecho a soportar, una imposición que no es posible evitar: el pez grande se come al pez chico, el más fuerte manda y
el más débil obedece, uno es jefe y el otro empleado... porque no les queda
otra opción. Y de la que uno conseguirá liberarse cuando crezca,
progrese, tenga más dinero… pueda ¡por fin! hacer
lo que le da la gana, sin tener que obedecer a nadie.
Desde esta perspectiva la obediencia supondría –estaría unida a– debilidad,
falta de edad, sometimiento, humillación. Es decir, algo que no sólo carece de
valor, sino que es un antivalor: cuanto antes uno
se libere del yugo de la obediencia, mejor; uno será más uno mismo en la medida
que no tenga encima una voluntad ajena que obedecer.
Esta visión llega a extenderse a las relaciones con Dios: tengo que obedecerlo para no irme al infierno... pero lo
mejor sería no tener que hacerlo.
LA OBEDIENCIA, ¿UNA VIRTUD?
Si tener que obedecer es algo no deseable y hasta malo ¿cómo puede ser algo
virtuoso?
Una virtud es una perfección de nuestra naturaleza. Si la obediencia fuera una
virtud, una persona obediente sería más perfecta que una desobediente. Tendría
una personalidad más madura, más desarrollada, más perfecta. Pero, afirmar esto
es contradictorio con la visión de la obediencia que describimos en el párrafo
anterior. ¿Qué es lo que no funciona?
En una cultura individualista, donde se busca la afirmación de sí mismo sobre
todas las cosas, se hace muy difícil entender la obediencia.
Para nuestra cultura la obediencia lejos de ser una virtud –algo valioso,
bueno, meritorio–, es algo malo, o al menos deseable que se evite. Es bueno
mandar, es malo tener que obedecer. Si hay que hacerlo se hace, ya que así son
las reglas. Se parte de una especie de contrato: cedo en algunas cosas para
ganar en otras. Para evitar problemas, tener seguridad... -en el fondo siempre
motivos de conveniencia personal- me someto y obedezco leyes, para que las
leyes me protejan de los demás, etc.
Pero para un cristiano el punto de referencia es Cristo. Es el modelo a imitar.
Y Cristo quiso, El mismo, obedecer. Dios se hace hombre y quiere someterse a
unos padres (María y José) muy santos pero muy inferiores a Él; a las leyes
religiosas (se circuncida, asiste al Templo…); a las autoridades civiles (nace
en Belén por cumplir con un censo, paga impuestos…). Además lo enseña: presenta
la obediencia como una virtud fundamental para sus discípulos.
Y los primeros cristianos así lo entendieron, valoraron y vivieron.
Entonces es razonable preguntarse ¿por qué será tan
importante la obediencia? ¿Qué sentido tiene?
Necesitamos hacer todo un descubrimiento: la
obediencia no somete, armoniza; no empequeñece, lleva a la plenitud; no separa,
une… Es parte del camino a la perfección.
PARA ENTENDER LA
OBEDIENCIA... HAY QUE ENTENDER LA AUTORIDAD
Se obedece a alguien constituido en autoridad. Si tengo obligación de obedecer,
el otro tiene derecho a que le obedezca y viceversa. ¿Por
qué?
Lo que la autoridad no es: no es arbitrariedad, no
un privilegio, no un medio para satisfacer los propios caprichos, no supone
autoritarismo...
Básicamente es un servicio. El que manda debe ser quien más sirve. Su mando
está al servicio de los “mandados”. Corrompería
su autoridad quien se sirviera de ella para su propio beneficio.
Tiene sentido que haya una autoridad. Es necesaria. Para que un grupo de
personas pueda formar una unidad: funcionar al
unísono, como si fueran una sola persona. Orgánicamente: distintos miembros
organizados, coordinados. Esto requiere una cabeza que señale la
dirección.
Por esto, en todo grupo de personas, en toda sociedad, el bien común exige una
autoridad. Esa es su razón de ser: servir a quienes
mandan y al todo del que ella misma es parte. No es el “dueño” de los demás, sino su servidor. Cada uno
sirve desde su lugar. Así evita el caos y hace posible la armonía.
Esto no es inmovilismo: a
medida que una persona crece, madura, se perfecciona adquiere mayor
responsabilidad porque está en condiciones de poder servir mejor.
Sólo quien sabe obedecer, sabe mandar. Sería peligrosísimo que quien no sabe o
no quiere obedecer ejerza el mando: fácilmente se
convertiría en un tirano. Por otro lado, todos obedecemos. De aquí que
quien manda debe ser el primero en someterse a la ley, a lo pactado, al honor…
a Dios. Si quien manda desobedeciera, estaría minando su propia autoridad.
Sólo se debe mandar lo que es bueno para el todo (el bien común) siéndolo
también para quien lo ejecuta -aunque a veces le cueste esfuerzo y sacrificio:
el bien que trae consigo lo justifica-.
El arte de saber mandar: encontrar el puesto de cada uno: descubrir sus
aptitudes y potencialidades, ver donde es más eficaz, saber animar, enseñar
coordinar. Conseguir que cada uno dé lo mejor de sí mismo y así se desarrolle.
La autoridad hay que ganársela. Es sobre todo autoridad moral. No bastan los "títulos" (ser padre, profesor,
gobernante…). La autoridad moral es una gran ayuda a la obediencia. Si quien
tiene que obedecer ve el ejemplo, tiene en gran estima a quien manda, la
obediencia se ve muy facilitada.
No hay que abusar de la autoridad: usarla para
propio beneficio o arbitrariamente haría perderla. El que manda está sujeto a
la virtud de la justicia: “dar a cada uno lo que le corresponde”: reparte
tareas, cargas y beneficios equitativamente. Si no lo hiciera así, sería
injusto.
¿QUÉ SENTIDO TIENE OBEDECER?
No es la mera ejecución de la voluntad de otro. La materialidad de hacer lo que
me dicen no es virtuoso en sí mismo: si lo mandado
fuera algo bueno podría hacerlo por miedo, falta de personalidad, con odio,
etc. Si fuera malo, haría una acción mala. Un perro puede hacer lo que
le ordena su amo para recibir como premio un hueso o evitar un golpe, sin
embargo no puede obedecer porque no es libre. Sin libertad no hay obediencia.
Sin adhesión interna no hay obediencia como acto virtuoso. La obediencia como
acto virtuoso supone la unión de voluntades, el actuar libre y
responsablemente.
La obediencia no es sometimiento del más débil al más fuerte. No es una
imposición del poder. No es tampoco una mera cuestión funcional (aunque también
lo es).
MIEMBROS DE UN CUERPO SOCIAL
La obediencia procede de la naturaleza social del hombre: no es un ser aislado,
se relaciona e interactúa con los otros, formando «cuerpos»
sociales, organizados que requieren organización y estructura.
Todo lo jerárquico supone la obediencia. Es lo que hace orgánico.
Y cuánto más dependa de la obediencia más importante será obedecer. En un ejército,
donde la vida de muchos compañeros depende de que cada uno cumpla su parte, la
obediencia es mucho más férrea que en un equipo de fútbol, donde sólo están en
juego tres puntos de un campeonato.
El hecho de ser sociales y relacionarnos con otras personas crea y exige
vínculos: son lo que nos unen a los demás: necesitamos vínculos: desde los afectivos hasta los laborales. Ahora
bien, esos vínculos que de alguna manera nos atan, ¿nos
limitan? No, en realidad ¡nos realizan!
De la misma manera que en el cuerpo humano los ligamentos, tendones, músculos…
no limitan los movimientos del brazo sino que lo posibilitan.
El trabajo en equipo requiere coordinación. La organización supone jerarquía.
Sin obediencia todo es desorden. Se necesita una estructura, de otro modo todas
las piezas están sueltas. Vale para todo, desde empresas hasta equipos de
fútbol, desde familia hasta países.
La coordinación de esfuerzos aumenta la eficacia. Se ve hasta en las «cinchadas»: cuando todos tiran al unísono son capaces de
“arrastrar” al otro equipo. Hace posible funcionar en equipo, donde
todos son importantes: la resistencia de una cadena
se mide por el eslabón más débil. Aún en la maquinaria más sofisticada
un tornillo es importante: si se desajusta...
CAMINO DE CRECIMIENTO
PERSONAL
Durante los períodos de formación una persona necesita aprender de otro. El
aprendizaje se basa en hacer lo que me dicen. Haciendo lo que me dicen me
entreno, me ejercito. La enseñanza “funciona” según
este principio. De manera que aprendo obedeciendo.
Además adquiero disciplina interna: estando sujeto
a otro voy consiguiendo dominio de mí mismo. Difícilmente una persona
consiga una voluntad fuerte si no aprende a obedecer. Sujetándome a la voluntad
de quien tiene autoridad sobre mí, consigo tenerla sobre mí mismo. Quien no
quiere obedecer posiblemente sea muy caprichoso.
¿Y CUANDO NO ME GUSTA LO QUE
ME PIDEN? ¿CUANDO NO TENGO GANAS?
Si una persona sólo está dispuesta a obedecer si comparte la orden... no tiene
la virtud de la obediencia, que supone mirar al conjunto antes que a nosotros,
saber funcionar en equipo, ser responsables de la parte que nos toca en bien de
todos.
No hace falta entender lo que me piden para obedecer “inteligentemente”.
Basta que quien lo mande tenga autoridad y que no sea malo lo mandado.
Aunque no lo comparta del todo. Me doy cuenta de que quien está a la cabeza
tiene más datos, ve todo el conjunto, sabe a dónde dirige el todo, coordina
distintos esfuerzos, etc. La mayor parte de las cosas pertenecen al ámbito de
la libre opinión, y quien tiene que decidir elige una opción entre las
distintas posibles.
Aún cuando no entienda, si obedezco es meritorio: me venzo por el todo. Y esto
no es indigno del hombre; al revés: obedeciendo, me
someto, porque entiendo que es necesario para el funcionamiento de la sociedad,
aunque en este caso concreto no me guste, sé que lo que se me pide no es malo y
que obedecer es un bien.
Y si sucediera que se me pide algo ilícito, obviamente no debo hacerlo. Tengo
derecho a obrar de acuerdo a mi conciencia y a no ir contra ella. Es lo que se
llama el derecho a la objeción de conciencia.
MEJORA EN LAS VIRTUDES
El ejercicio de la obediencia requiere otras virtudes, a las que al mismo
tiempo potencia: humildad, generosidad,
servicialidad, sentido de justicia, responsabilidad. Los principales
obstáculos para la obediencia son la envidia, la soberbia y el egoísmo. Por lo
mismo, la obediencia es uno de los mejores atajos para vencer la soberbia y
crecer en humildad. Y un termómetro para ver cómo andamos en estas virtudes.
DESDE LA DEPENDENCIA A LA
INDEPENDENCIA PARA LLEGAR A LA INTERDEPENDENCIA
En un primer momento el proceso de maduración personal supone ser cada vez más
independiente: ser capaz de funcionar con
autonomía, por uno mismo. Ahora bien, no acaba ahí. Una persona sola,
actuando independientemente consigue muy poco y su obra no tendrá continuidad.
La independencia personal no puede ser el objetivo final de nadie razonable.
Cuanto más independiente, más limitado, más incapacitado de hacer cosas
grandes.... Comparemos un tren con una bicicleta. La bici tiene sus “ventajas”: me permite ir por donde quiero, parar cuando
me canso, tirarme a tomar sol a mitad de camino... Pero el tren no
representa una limitación, aunque me limite el movimiento -no puedo salirme de
las vías-, necesite que haya quien esté en una boletería, quien repare las
vías, exija horarios muy estrictos, etc. ¡Me
permite ser mucho más eficaz que una bicicleta! ¡Puede transportar a miles de
personas!
Formar parte de un todo -el cuerpo social- que valora y respeta a las partes:
cada uno no es un mero engranaje de un mecanismo, sino que tiene su dignidad y
autonomía personal.
Se podría decir que el itinerario de maduración tiene dos etapas: de la dependencia a la independencia, de la independencia
a la interdependencia. La independencia no es un fin en sí mismo. Y la
autosuficiencia es mala: aísla, separa. Pero
es necesario alcanzar la independencia para seguir creciendo. Crear lazos,
unirse a otros, tener proyectos comunes. La apertura a los demás enriquece
enormemente. Entonces, siendo independientes, somos también interdependientes: hay entre nosotros una mutua relación de colaboración.
DE ALGUNA MANERA TODOS DEPENDEMOS DE TODOS.
¿Y DIOS QUE TIENE QUE VER CON LA
OBEDIENCIA?
Creó un mundo en estado de desarrollo hacia la perfección y lo dirige hacia
ella con su Providencia (plan de Dios para gobernar el universo). Los seres no
inteligentes se dirigen a ella necesariamente: hacen lo que Dios quiere -lo que
los lleva a su plenitud- de modo "automático",
porque no son libres, no pueden obedecer. Lo suyo no es meritorio.
Dios quiso que el hombre se adhiriera libremente a su plan y tomara parte de
él. Y esto, por amor al hombre: para engrandecerlo
haciéndolo partícipe de semejante tarea.
El pecado original que perturbó el orden creado, fue precisamente un pecado de
desobediencia.
Dios se hizo hombre para redimir al hombre y lo salvó a través de la
obediencia.
Y nos pide obediencia: ¡por nuestro bien! Tonto
sería pensar que Dios “necesita” que lo
obedezcamos. Dios no quiere "robots", quiere
hijos que le hagan caso por amor. Su voluntad nos guía a la plenitud. Lo
importante no es “cumplir” meramente, sino
amar a través del cumplimiento de su voluntad.
Además cuando obedecemos a hombres establecidos en autoridad en sociedades
humanas (a todo nivel: Estado, familia, club...) o en la Iglesia (Papa,
Obispos) -cuando ejercen esa autoridad dentro del ámbito que le es propio-,
estamos obedeciendo a Dios. No porque Dios determine el mandato concreto (decir
“esto es la voluntad de Dios” de un modo
absoluto en cosas intramundanas -no reveladas-, sería caer en un
fundamentalismo inaceptable), sino por el origen divino de toda autoridad.
Al hacer al hombre social, Dios quiso que hubiera una autoridad. Esto porque la
sociedad, por definición, exige tener una autoridad (no es posible que exista
una sociedad sin autoridad). Es un silogismo elemental: la sociedad exige autoridad, Dios quiso la sociedad, por tanto, Dios
quiso la autoridad.
Entonces es voluntad de Dios que obedezcamos a esa autoridad que necesariamente
debe haber. Esto no implica que cada mandato recibido sea una voluntad de Dios
explícita. Dios quiere que obedezcamos. Y punto. A quien manda le pedirá
muchísima cuenta –para qué y cómo usó de su autoridad–, ya que el único
fundamento de la misma es la voluntad de Dios. Y quien lo obedece lo hace,
queriendo obedecer a su Creador.
¿Y SI QUIEN MANDA, MANDA MAL?
El planteo que venimos haciendo no supone convertir a quien obedece en un robot
que cumple órdenes, ni la sujeción absoluta en un ideal de vida. La obediencia
no suprime la libertad. Podemos obedecer porque somos libres, como ya hemos
dicho. Pero sobre todo porque los ámbitos de autonomía son enormes, ya que
abarcan la mayor parte de la vida.
De aquí, que quien manda arbitrariamente sea un tirano (sea presidente de un
país, padre de una familia, directivo de una empresa o párroco en una
parroquia) que va perdiendo su autoridad. Esto hasta el punto de que en
determinados casos sea obligatorio desobedecer: cuando
se manda algo moralmente malo. Allí no hay legítima autoridad y, por lo
mismo no se debe obediencia. Si la autoridad sale del ámbito que le da sentido,
pierde su razón de ser.
Las personas erigidas en autoridad tienen
que respetar los amplios márgenes de legítima autonomía de las personas a su
cargo como condición de legitimidad de su misma autoridad.
OBEDIENCIA Y ÁMBITOS DE
AUTONOMÍA
Ser padres no significa ser "dueños" de
los hijos. Antes de hijos suyos, son hijos de Dios. Tienen además una dignidad
personal. La consecuencia es inmediata: la
autoridad paterna está en función de la formación de los hijos: de su bien (no
del bienestar, gusto o capricho de sus padres). No se extiende a todo.
Es interesante citar el Catecismo de la Iglesia Católica: «Mientras vive en el domicilio de sus padres [por tanto
no señala límite de edad], el hijo debe obedecer a todo lo que estos dispongan
para su bien o el de la familia [es decir, tiene un ámbito muy concreto].
"Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en
el Señor" (Col 3,20; cf Ef 6,1). Los hijos deben obedecer también las
prescripciones razonables de sus educadores y de todos aquellos a quienes sus
padres los han confiado. Pero si el hijo está persuadido en conciencia de que
es moralmente malo obedecer esa orden, no debe seguirla» (n. 2217).
La dependencia de los hijos respecto a sus padres es algo elástico, que va
desde la dependencia total en los primeros años (cuando los padres deciden qué
comen, cómo se visten, dónde van... todo) hasta la independencia total cuando
se van a vivir por su cuenta. Es un proceso… a veces un poco traumático (los
mayores no olvidemos nuestras rebeldías adolescentes). Es natural que sea así.
Los hijos necesitan límites y también –progresivamente a medida que crecen–
mayor autonomía: es un equilibrio a conseguir.
Y requiere guiarse por la cabeza.
DOS ACTITUDES EXTREMAS ANTE
LA AUTORIDAD
OBEDIENCIA Y SUMISIÓN
Cuando subrayamos los valores de la obediencia no estamos proponiendo como
ideal un tipo de persona sumisa y sometida. Hay quienes por cobardía, o por
falta de personalidad, por comodidad, para evitar complicaciones, lo aceptan
todo, no discuten nada, se someten a todo. Prefieren hacer algo que no les
gusta, o incluso está mal o los ofende, antes que pasar un mal rato. Esto no es
virtuoso, ni es obediencia. Obviamente cumplir un mandato malo no es un acto de
obediencia, ya que en este caso la virtud exige resistirse a ese mandato.
La obediencia debe ser inteligente y voluntaria. Enriquecedora. Es un servicio al bien.
Requiere madurar e involucrarse personalmente al hacer las cosas, sin huir de
los problemas.
OBEDIENCIA Y REBELDÍAS
En el ámbito de la obediencia es natural que, a veces, sintamos rebeldías al
recibir un mandato. Las causas pueden ser múltiples. Algunas son defectos
nuestros: soberbia –nos revienta que nos manden–,
egoísmo –nos cambian planes que no estamos dispuestos a ceder–, pereza –no tener
ganas–, etc. Otras son debidas a defectos de quien manda: tono en que exige, circunstancias en las que nos lo dice,
falta de consideración de nuestras cosas... O también el mandato en sí
mismo que puede no ser del todo razonable y, por tanto irritarnos.
En esas circunstancias el asunto será aprender a manejar las rebeldías con la
cabeza.
Las rebeldías en sí mismas no son algo bueno ni malo. Expresan nuestra
inadaptación a algunas cosas del mundo exterior. Es bueno sentir rebeldía ante
lo que no es bueno. Presenciar una injusticia, por ejemplo, debería producir
indignación en cualquier persona.
En este sentido las rebeldías son factor de progreso social: no acepto una
serie de cosas de una sociedad y quiero mejorarlas.
La rebeldía es una reacción pasional y por tanto no racional. Esto por
definición. Entonces una persona cuerda analizará primero la razonabilidad de
la misma. Y después, la manejará según sea el caso (la seguirá racionalmente o
la rechazará por su falta de lógica).
Como reacción anímica -y, por tanto, no racional- ante lo que incomoda es
posible -y con frecuencia ocurre- que se sienta rebeldía contra cosas buenas,
que en algún aspecto me molestan. Entonces se con claridad que las rebeldías
deben ser tamizadas por la inteligencia, encargada de discernir la
razonabilidad de las cosas.
En el caso de las rebeldías “irracionales”
la voluntad deberá encarrilarlas por caminos razonables.
La rebeldía sistemática y por principio ante todo y todos, es una manifestación
de infantilismo y de poca inteligencia.
Hay ámbitos en los cuales la dependencia y el deber –por ejemplo, un empleado
en una empresa– hacen que una persona tenga que "tragarse"
su rebeldía: no puede exteriorizarla sin
perjuicio propio. Quienes no tienen este mínimo autocontrol sufren las
consecuencias de su mal carácter perdiendo trabajos, sufriendo multas, aplazos,
etc.
Hay otros ámbitos en los que estos "filtros"
no existen y es más necesario que actúe la virtud. Uno de ellos es la
familia, donde la confianza mutua facilita que uno se manifieste “tal cómo es”... y a veces, tan bruto como
realmente es.
Habrá que aprender a decir la cosas
razonablemente y de buena manera. A charlar, cambiar impresiones. A «negociar» permiso, encargos… Esto requiere un
plus de amabilidad y de autodominio.
Pero sería absurdo que en nombre de la confianza que engendra el cariño… los
miembros de una familia se trataran como si no se quisieran…
CONCLUSIÓN
La obediencia es una virtud necesaria y positiva.
Engrandece a quien la tiene.
No todo mandato entra dentro de los ámbitos de la obediencia. Sólo en la medida
que se ajuste al sentido y objetivo de la autoridad, que es el servicio.
Hay que aprender a obedecer y a mandar. A lo segundo se aprende a través de lo
primero.
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