He querido escribir sobre el amor, puesto que muchísimo se habla, se escribe, se canta, se hacen películas y series sobre esa experiencia que es algo únicamente posible para quiénes somos personas.
Quiénes tenemos consciencia,
existimos y poseemos la libertad para tomar decisiones que nos permitan darle
el rumbo que queremos a nuestras vidas.
Acordémonos que no solo
nosotros, como seres humanos, somos personas. También los ángeles son personas,
y por supuesto, Dios mismo, quien es un solo Dios por naturaleza, pero tres
personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Estamos llamados, a imagen y
semejanza de Dios, a realizarnos a través de ese camino de amor. Si hacemos una
rápida panorámica en la cultura que vivimos, es cada día más difícil encontrar
personas que vivan ese amor que dura y permanece para toda la vida, es cada vez
más utópico, ilusorio, visto como algo, prácticamente, imposible.
1. ¿SABEMOS AMAR?
La pregunta parece obvia y
sencilla, sin embargo, creo que no pasa lo mismo a la hora de responder. O
mejor dicho, cuando nos toca vivir y ser testimonios vivos de amor.
Vivimos en un mundo que ha
trastocado de una manera tan nefasta y burda los auténticos valores —como el
servicio, la generosidad, el compromiso, la sinceridad, la honestidad, la
transparencia, el sacrificio, la entrega, la renuncia, la disciplina, la
exigencia y así por delante—, que nuestra vida ordinaria dista —para la mayoría
de nosotros— años luz de lo que implicaría vivir el auténtico amor.
Lo que vemos es el egoísmo, la
mediocridad y tibieza, las medias tintas. Los caprichos y gustitos, la trampa y
la mentira, la desconfianza y la traición.
El rencor y amargura, la
mentira y el engaño, la corrupción e injusticia. Y todo esto es el «pan nuestro de cada día». Querer ser una persona
virtuosa implica, actualmente, ser «signo de
contradicción».
Nadar contra la corriente. Estar
dispuesto a ser mal visto y rechazado, puesto que cuestionas el «status quo».
2. FORMARNOS EN EL AMOR
Tengamos en cuenta, además, la
poca o muy deficiente formación que recibimos en cuestiones como la vivencia de
las virtudes, la forja de la voluntad, la educación de nuestra inteligencia o
nuestro mundo interior afectivo.
Es algo que carecen muchísimas
instituciones educativas e infelizmente, cada vez más familias. Me refiero a
una educación personalizada, que se preocupe por forjar personas maduras,
capaces de comprometerse con responsabilidad por la verdad y principios
morales.
Que respondan a la bondad y
nos lleven así hacia la felicidad. Lo que vemos es una gran confusión en el
mundo educativo, debido a un profundo relativismo, una ausencia de modelos para
la persona humana y una conducta moral que carece de principios objetivos.
Sumémosle la cantidad de
sucedáneos como el libertinaje hedonista, una búsqueda insaciable por tener
cada vez más cosas materiales —fruto de nuestra sociedad extremadamente
materialista y consumista—.
O la necesidad casi imperiosa
de ostentar poder, mediante el prestigio o status social, para sentirse
tranquilos y seguros. Cosa que nos «penetran por
los poros» con la cantidad de películas, series, propaganda, influjo de
las redes sociales y la avalancha de información en Internet.
Todo nos sumerge en una
espiral cada vez más esclavizante del relativismo que ya comentamos.
3. HAY QUE ENDEREZAR EL CAMINO
Además, no podemos olvidarnos
que estamos en una cultura cada vez más descristianizada. Lo cual, por
supuesto, quita del panorama un camino claro que nos enseña el Señor Jesús para
encarnar en nuestras vidas el auténtico amor.
Aunque para muchos el amor no
necesita tener ese ingrediente religioso, es evidente que Cristo nos invita a
una experiencia de amor, que rebasa cualquier cálculo humano.
Nos enseña que debemos amar a
nuestros enemigos (Mateo 5, 38-48), que el amor más grande es estar dispuesto a
dar la vida por los amigos (Juan 15, 13) y que hay que preocuparnos por los
samaritanos que vamos encontrando en las veredas de nuestro caminar (Lucas 10,
25-37).
Sean enemigos, desconocidos o
amigos… Cristo se entregó a todos por igual. Si estuviéramos acostumbrados a
hacer de vez en cuando un examen de
consciencia, creo que todos —sin distinción— nos daríamos cuenta de
que tenemos algo de los tres, o quizás, los tres a la misma vez.
4. ¿BUSCAMOS EL AMOR?
El diccionario de la Real
Academia Española tiene más de 13 acepciones para la palabra «amor». No resulta
extraño, en un mundo de tanta confusión, que para muchos resulte difícil vivir
ese amor, al que me refiero, que responda a nuestro auténtico anhelo de
felicidad y realización.
Quiero valerme de las dos
primeras definiciones que da el diccionario de la RAE, pues nos pueden iluminar
mucho en esta fundamental reflexión, ya que nuestra vocación principal como
personas es la de amar y ser amados.
— «Sentimiento
intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y
busca el encuentro y unión con otro ser».
—«Sentimiento hacia
otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el
deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y
crear».
Por supuesto, no nos brindan
una definición cristiana —que ya le veremos más adelante— pero tiene varios
elementos que me parece importante resaltar.
Menciono los principales: desde la propia insuficiencia, experimentamos la
necesidad del encuentro y unión con otra persona, un sentimiento recíproco que
abona al deseo de unión y complemento, que genera alegría, motivando la
convivencia y comunicación.
Con ese rápido esbozo —fruto
de las definiciones de la RAE— vemos que la persona, es decir, todos nosotros,
nos experimentamos insuficientes si no vivimos ese encuentro con otras
personas.
5. UN VACÍO QUE DEBEMOS LLENAR
De una forma u otra, todos
experimentamos un vacío en nuestro interior que debemos llenar. El punto es si
buscamos satisfacer esa búsqueda de plenitud con lo que verdaderamente nos
plenifica.
Estamos
llamados al encuentro y comunión en el amor. Solo eso puede satisfacer
nuestros deseos y anhelos más íntimos.
Esa experiencia de encuentro y
comunión es lo que nos permite vivir felices. Por lo tanto, está más que claro
que estamos hechos para la comunicación, el encuentro, lo cual es la condición
fundamental para amar y ser amado.
Es triste constatar como todo
esto pareciera ser algo de sentido común, pero cuando vemos la realidad que
muchos vivimos, estamos tan acelerados y ocupados cumpliendo mil y una
responsabilidades y quehaceres, que, cuando tenemos un espacio de tranquilidad,
en vez de aprovecharlo para regocijarnos en el encuentro y comunión con los
demás, nos sumergimos en las distracciones, diversiones y la cantidad de
ofertas que nos brindan el mundo para relajarnos.
Por supuesto que no todo es
malo, pero, tristemente, veo cómo el mundo nos lleva a aprovechar esos espacios
de tranquilidad y descanso, para encerrarnos en burbujitas de individualismo y
egocentrismo.
Lo triste es que así creemos
que reponemos nuestras fuerzas. Lo que de verdad restaura nuestro interior es
la experiencia del amor, de encuentro.
Pensemos en Netflix, las redes
sociales, los juegos en línea o lugares de diversión y esparcimiento que
—aunque hagamos cosas juntos con otros— no incentivan el cultivo de un diálogo
profundo.
Uno en el que podamos
compartir experiencias existenciales que están en nuestro mundo interior, pero
que cada vez menos somos capaces de compartir, pues así nos encasilla esta
cultura light,
superficial, trivial.
6. ¿QUÉ ESTÁ PASANDO?
Explicar las razones del por
qué está pasando todo eso no es nada fácil. Creo que son muchas las
explicaciones para comprender este fenómeno cultural que vivimos, por el que
cada vez vivimos más alejados del auténtico amor.
Profundizar en estas razones
sería motivo para páginas de reflexión. Hay razones personales, culturales,
históricas, psicológicas, filosóficas y así podríamos seguir.
Sería muy ingenuo de mi parte
querer dar una respuesta que explique todo este panorama desolador. No quiero
sonar pesimista o negativo.
Pero debemos ser muy realistas
y con los pies muy bien plantados en la tierra si queremos salir al paso de
estos problemas, y tratar de brindar algunas luces para ayudar a quienes sí
desean vivir un amor de verdad.
7. ¿TE AMAS A TI MISMO?
Quiero compartir una reflexión
que tengo hace un tiempo. Para no dar muchos rodeos o explicaciones, quiero
remitirme al mandamiento principal que nos pide el Señor Jesús: «Amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a
ti mismo» (Mateo 22, 36-40).
En esta ocasión no quiero
hablar del amor a Dios, que —sabemos todos, aunque nos resistimos en vivirlo—
debe ser lo principal en nuestra vida. Sino más bien: «…
al prójimo como a ti mismo».
Y de esta petición hacer
explícito que la condición para amar al prójimo es amar a sí mismo. En otras
palabras, el Señor nos ordena que nos amemos a nosotros mismos.
Es más, yo diría que una
condición para poder amar al prójimo es saberse amar a sí mismo. Así que… ¡pregúntate!: ¿Te amas? No lo respondas como si
fuera algo obvio.
¿Sabes amarte? Piénsalo un poquito mejor. ¿Cómo te amas a ti mismo? Pienso
que son preguntas que no solemos hacernos. Me arriesgo a decir que en esto
reside uno de los principales problemas de nuestra época.
San Agustín solía decir que
cuanto más amamos, más conocemos, y cuánto más conocemos, más amamos el objeto
de nuestro interés. Lo decía en mucho sentido con relación a Dios. Pero quiero
aplicarlo hacia nosotros mismos.
La
condición para amarnos es conocernos, y cuanto más nos conocemos, más podemos
amarnos.
¿Nos conocemos como para amarnos de verdad? ¿Amamos lo que conocemos de
nosotros mismos? Creo que en esas dos preguntas radica un problema crucial.
8. ¿QUÉ MIRADA TENEMOS DE NOSOTROS MISMOS?
Aunque parezca algo muy
natural, el camino del autoconocimiento no es tan fácil. Cuesta tener
consciencia de uno mismo. Sabemos que la pregunta
¿quién soy yo? es fundamental.
Pero no es común que hagamos
un sano ejercicio de examen de consciencia para conocernos a profundidad. Es de
sentido común, reconocer que tenemos cosas buenas y malas. Que tenemos
características positivas y negativas.
Que somos personas buenas para
muchas cosas, y —déjenme decirlo así— malas para muchas otras. Aunque decirlo
teóricamente, suena muy sensato… a la hora de vivirlo, no es fácil.
Por muchas razones. En primer
lugar, debido a los valores que el mundo ensalza, solemos valorar y validar
riquezas o miserias de nuestra persona, que no son lo que realmente debiéramos
rescatar.
El relativismo, la falta de conducta moral y los sucedáneos que nos propone la cultura,
son los criterios que —para la mayoría de nosotros— sirven de guía para ese
camino de autoconocimiento. Por lo tanto, tenemos una consciencia personal muy
tergiversada.
A eso debemos sumar,
características de nuestra sociedad como la superficialidad, la falta de un
compromiso responsable con la vida y actitudes caprichosas y comodonas, que nos
llevan a no tener una mirada profunda y auténtica de nuestro mundo y realidades
interiores.
9. ES MUY COMÚN QUE NO SEPAMOS EXPLICAR Y SER DUEÑOS
DE NOSOTROS MISMOS
Muchas veces nuestro propio
mundo interior afectivo nos juega malas pasadas, y cuando menos esperamos, nos
experimentamos esclavos de pasiones y sentimientos que no sabemos cómo manejar.
Falta ese esfuerzo de la
voluntad que responde a una vida virtuosa y regida por valores auténticos. Todo
eso nos va sumergiendo en la mentira y la oscuridad, y nos aleja cada vez más
de nuestra propia identidad.
Como no podemos aguantar el
hecho de vivir esa experiencia de frustración que nos lleva a la tristeza,
amargura y otras experiencias negativas, buscamos compensarnos a través de
máscaras, con las que jugamos roles artificiales y tratamos de ser felices.
Aunque lo descrito hasta ahora
nos hace evidente que muchos vivimos en la mentira y alienados de nuestra
propia identidad, necesariamente hay momentos de la vida, en los que nos
chocamos con la pared —dándonos cuenta de toda esa falsedad que vivimos—.
Y la vida, por supuesto, nos
pasa la factura. ¡Cuántos de los que están leyendo
estas líneas han tenido esa experiencia tan dura y fuerte! Darse cuenta
de que estamos perdidos y no sabemos qué hacer o por dónde ir.
10. ¿QUÉ TAN CAPACES SOMOS DE ADMITIR Y ACEPTAR LAS
MISERIAS QUE TENEMOS EN NUESTRO INTERIOR?
En esos momentos, más o menos
duros y crudos para cada uno, nos enfrentamos con las miserias y verdaderos
anhelos que anidan en nuestro corazón.
La gran pregunta en este punto
es: ¿qué tan capaces somos de admitir y aceptar las
miserias que tenemos en nuestro interior?
Así como muchas veces tenemos
miedo de ir al médico a hacernos esos chequeos generales, por la edad avanzada
que tenemos, puesto que podemos descubrir enfermedades o problemas que nos van
a costar trabajo, también —a un nivel más psicológico o espiritual— tenemos muchas
miserias.
Y a nadie le gusta mirar las
propias miserias. Nos duele, nos cuesta. Creemos que los demás no nos van a
querer. Nosotros mismos terminamos por rechazar esa dimensión de nuestra
personalidad, porque nos parece horrible.
Y no sabemos —en la mayoría de
los casos— cómo cambiarlas o mejorarlas. Es por eso por lo que preferimos no
ser conscientes de esas miserias, y de nuevo, empezamos ese espiral de auto
engaño y oscuridad.
Menciono algunas, por si acaso
esto resulta muy teórico. Mezquindades, egoísmos,
corrupción, conductas pecaminosas, envidias, chisme, engreimientos, rencores,
amarguras, odio, ira, lujuria, depresión, ansiedades, tristezas, soledad, vacío
existencial y podríamos seguir con una lista larga.
11. ÁMATE CON TUS MISERIAS
Dicho esto, es más fácil
comprender cómo no nos amamos como nos gustaría. No amamos esas miserias que
tenemos y somos. Ustedes me dirán: «Pero Pablo…
¿cómo quieres que amemos esas cosas horribles o miserias que hay en nuestro
interior?».
La pregunta es muy sensata y
adecuada. No debemos amar esas miserias. Pero debemos amarnos con esas
miserias. Pareciera un juego de palabras, pero no lo es.
Pareciera una sutileza, pero
no lo es. Lo que sucede es que, muchas veces, por no querer aceptar y asumir
con realismo la crudeza y miseria de todas esas realidades personales, lo que
hacemos es ocultar esa parte de nuestra identidad.
Dejamos de mirar esa parte de
nuestro interior, hasta el punto de que lo olvidamos. Con los engaños,
compensaciones y máscaras que ya hemos descrito. Las fugas y compensaciones
pueden ser muchas y variadas.
Aquí se hace necesario
recordar lo que decíamos de san Agustín: no podemos amar, lo que no conocemos,
ni tampoco conocer, lo que no amamos.
Por lo tanto, caemos en un
conocimiento parcial de nuestra identidad y personalidad, y nos amamos
parcialmente, si es que no —como sucede en muchos casos— terminamos por
odiarnos y rechazarnos a nosotros mismos.
Bueno… ¿y qué hacer? El criterio o norma general debe ser amarnos como
somos. Por supuesto, hacer todo lo posible por cambiar lo que está mal. Pero
debemos amarnos con todo y las miserias que vivimos y somos.
No es el momento para
profundizar en el perdón, pero el amor a nuestra realidad miserable debiera
llevarnos a vivir un perdón hacia nosotros mismos, y encarnar en nuestras vidas la misericordia. Que es la máxima
expresión del amor.
12. ¿QUÉ PODEMOS HACER?
No quiero dar consejos
psicológicos o espirituales de cómo podríamos afrontar esa problemática tan
central y profunda de nuestra existencia, aunque me encantaría. Lo dejo para
otro momento.
Tener una serena y equilibrada
postura frente a lo que estamos explicando no es fácil, solemos generar muchas
barreras a nivel psicológico y espiritual para no reconocer y trabajar esos
problemas y miserias personales, que además, suelen causar muchas veces culpas
difíciles de ser desarraigadas.
Miremos
el pasaje hermoso y tan conocido del hijo pródigo (Lucas 15, 11-32). Que muy
bien podría llamarse: la parábola del Padre
misericordioso.
Creo
que ese pasaje evangélico nos da la clave para tener una mirada sincera,
transparente y auténtica de nosotros mismos. Sin miedos o complejos de
culpa, inferioridad o cualquier otro tipo.
No es la ocasión para una
exégesis de la parábola, sin embargo, quiero rescatar el punto neurálgico que
ilumina todo lo que estamos meditando en este artículo.
La única forma, el único
camino, la única manera de mirar nuestra realidad personal y amarnos con todo
lo que tenemos y somos, es con esa mirada amorosa que tiene el Padre.
No solo cuando ve el hijo
menor regresar vivo a su casa, sino también, en la forma como explica al hijo
mayor la razón de la fiesta, y le dice que todo lo suyo ha sido siempre herencia
compartida.
13. ¿POR QUÉ LA REACCIÓN DEL PADRE NOS DA LA MEJOR
LECCIÓN?
El hijo menor toma consciencia
de su miseria personal. La situación a la cual llegó era realmente deplorable.
Es entonces, cuando recuerda que su vida era mucho mejor en la casa del Padre.
Sin embargo, hay un «detalle» que muchas veces pasa desapercibido. El
hijo menor no vuelve, pues recupera su consciencia de ser hijo, sino más bien,
regresa con el interés de ser aceptado por lo menos como un jornalero, y tener
así una vida mejor de la que tenía.
Es decir, para explicarlo
desde otra perspectiva. Tan miserable se consideraba, que ya se sentía indigno
de ser aceptado como hijo. Había preparado todo un «speech» para decírselo a su Padre.
Al Padre no le interesa, ni
tampoco lo deja terminar de hablar. Simplemente lo abraza efusivamente, manda
ponerle las sandalias, un anillo, un vestido nuevo y matar un buen animal, para
celebrar una gran fiesta, puesto que su hijo estaba vivo.
Es tan impresionante el
pasaje, que a cualquiera de nosotros resulta casi incomprensible esa actitud
del Padre. No vemos ningún tipo de rechazo, ni corrección.
Es más, vemos una
manifestación efusiva y explícita de un amor que no solo sobrepasa la miseria
del hijo, sino que pareciera, incluso, no importarle toda su vida pasada.
Parece que se realza el amor
del Padre, debido a esa situación miserable del hijo. Imagínense lo
impresionante que debe haber sido la fiesta para que al hijo mayor le llamara
tanto la atención.
En las palabras del hijo mayor
vemos cómo solo el Padre puede acoger al hijo miserable de esa manera. No hay
forma humana de celebrar con tanta efusión, por alguien tan miserable.
14. NUESTRA MISERIA VS EL AMOR DE DIOS
Aunque nos esforcemos para
reconocer con humildad y amarnos como somos, nos cuesta muchísimo aceptar y
alegrarnos con tanta serenidad y paz, siendo conscientes de las miserias que
tenemos.
Lo podemos ver también en
otros pasajes, como el de la mujer adúltera o la samaritana. Solamente si
empezamos a mirarnos desde la mirada de nuestro Padre Celestial, podemos
valorar y ser conscientes de nuestra dignidad de hijos, aunque indignos.
El hijo menor ya no se
consideraba digno. Y es que, efectivamente, si dependiera de nosotros, no
seríamos dignos de la filiación divina por nuestros pecados personales.
Dios,
fiel a su amor, nunca deja de considerarnos sus hijos. Siempre es fiel a su
amor por nosotros. Es más, justamente, su Hijo primogénito, el Señor Jesús, muere en la
cruz, por el amor que tiene por nosotros.
«Porque de tal
manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel
que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna» (Juan 3, 16).
Obviamente, debemos luchar el
buen combate espiritual para ser cada día más consecuentes con su amor y
nuestra condición de hijos de Dios. Pero la razón por la que nos ama Dios no es
por nuestros méritos personales, sino porque simplemente su amor es infinito e
incondicional por nosotros.
Nosotros —como decía san
Ireneo— nunca dejaremos de ser la gloria de Dios. Dios nos creó por amor, y así
mismo, nos ha reconciliado por amor.
Un amor que se manifiesta de
modo mucho más extraordinario a través del sufrimiento inenarrable de la cruz.
Es algo paradójico, intrigante, pero puede darnos muchas claves para la vida,
cómo el amor se vive y se muestra más pleno a través del sufrimiento, de las
cruces, del dolor.
Así como con el hijo pródigo,
reconozcamos nuestra miseria y dejémonos amar por Dios. Solo así, aprenderemos
a amarnos de verdad. No tendremos miedo de mirar la crudeza de nuestras faltas
y seremos capaces de amar como somos.
Permitiremos que otros
descubran y se dejen amar por el amor de Dios, contemplándolo a través de
nuestras fragilidades y vulnerabilidades.
Porque, como dice san Pablo «… su poder se perfecciona en la debilidad. Por lo tanto,
gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre
mí el poder de Cristo» (2 Corintios 12,9).
Entonces, aceptemonos —aunque
suene una locura— con nuestras miserias y fragilidades, pues es ahí donde Dios
se manifiesta de una manera superlativa.
Escrito por Pablo Perazzo
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