Hoy, 27 de agosto, la Iglesia celebra a Santa Mónica, patrona de las esposas, modelo de mujer y de madre.
“¡Cuántas lágrimas derramó esa santa mujer por la
conversión del hijo! ¡Y cuántas mamás también hoy derraman lágrimas para que
los propios hijos regresen a Cristo! ¡No perdáis la esperanza en la gracia de
Dios!”, dijo el Papa Francisco durante la
homilía de la misa de apertura del capítulo general de la Orden de San Agustín,
el 28 de agosto de 2013. El Santo Padre aludía así a la manera particular como
Santa Mónica (331-387) se ganó el Cielo.
Mónica nació en Tagaste, norte de África (actual Túnez), el año 331.
Siendo joven, por un arreglo de sus padres, se casó con Patricio, un hombre
violento y mujeriego. Alguna vez le preguntaron por qué su marido nunca la
golpeaba teniendo tan mal genio. Entonces ella respondió: "Es que, cuando mi esposo está de mal genio, yo me
esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo. Y como para
pelear se necesitan dos y yo no acepto la pelea, pues.... no peleamos". Quizás,
tal actitud podría pasar por simple sumisión o pasividad, pero, por el
contrario, en Mónica revelaba humildad y prudencia. Ella sabía muy bien que la
violencia no conduce sino a más violencia. Por eso, es más lógico pensar que
ella escogió el mejor camino: el de la perseverancia, la caridad comprometida,
la paciencia y la inteligencia.
Santa Mónica, sin lugar a dudas, jugó un rol muy activo dentro de su
familia. Nunca dejó de rezar y ofrecer sacrificios por la conversión de su
esposo, cosa que finalmente logró. El padre de Agustín se bautizó poco antes de
morir y dejó este mundo como un cristiano.
Lamentablemente, su dolor no terminaría ahí. Agustín, su hijo mayor, era
un joven de actitudes egoístas e impetuosas, que llevaba una vida disoluta y no
tenía ningún interés en la fe. Mónica sufría al ver a su hijo alejado de Dios
aunque guardaba la esperanza en que se convertiría como lo hizo su esposo. Ella
siguió rezando y ofreciendo sacrificios espirituales por su hijo.
Ciertamente, la relación con Agustín pasó por periodos difíciles en los
que hubo tensiones e incomprensiones que pusieron a prueba su paciencia y su
fe. Más de una vez pensó que todo esfuerzo era inútil, especialmente cuando
veía a su hijo comportarse de manera inmoral. Se dice que Mónica se apartó de
él en varias oportunidades, incluso negándole que permaneciera en su casa.
Desesperada, un día llegó a pedirle al obispo de la ciudad que hable con
Agustín y lo convenza. Fue entonces que recibió aquella célebre respuesta: “esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas
lágrimas”. Dios le dio, de esa manera, el consuelo, la fuerza que le
faltaba y la sabiduría necesaria para entender mejor que “nuestros tiempos” no son siempre los tiempos de
Dios.
Después de muchos años de incertidumbre sobre la salvación de su hijo,
finalmente sus oraciones dieron el fruto esperado. Agustín, quien después de un
largo itinerario espiritual e intelectual que lo sumió en el vacío, recibió el
bautismo en la Pascua del año 387. Mónica logró estar durante ese tiempo a su
lado pues lo había seguido hasta Milán, ciudad en la que Agustín abrazó el
cristianismo.
No mucho tiempo después, cuando ambos se encontraban de camino de
regreso a Tagaste, Mónica cae enferma y muere en el puerto de Ostia Antica
(actual Italia). Tenía 56 años.
En el Ángelus del 27 de agosto del 2006, el Papa Benedicto XVI dijo: “Santa Mónica y San Agustín nos invitan a dirigirnos con
confianza a María, trono de la Sabiduría. A ella encomendamos a los padres
cristianos, para que, como Mónica, acompañen con el ejemplo y la oración el
camino de sus hijos”.
Redacción ACI Prensa
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