Un escritor amigo mío me comentaba hoy que hay retratos fotográficos que enseñan el alma y me ha enviado tres fotografías de Robert Doisneau. Estoy totalmente de acuerdo. Me fascinan los buenos retratos. En literatura ocurre lo mismo, hay libros que son retratos formidables y otros que son meros personajes acartonados.
Para los que
conocéis mis obras, ningún personaje tan conseguido como mi querido don
Argemiro de Las corrientes que riegan los cielos.
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Durante años
nunca coloqué una foto de fondo en la pantalla de mi ordenador. Pero hace unos
diez años sí que comencé a colocar fotos o cuadros que quisiera meditar. La
cantidad de ratos que uno dedica a observar detalles si uno tiene una foto como
fondo de la pantalla.
Hace un par
de días coloqué uno de los últimos retratos de Rembrandt como pantalla de
fondo. Puse la segunda foto de este post. Me acordaba de lo que leí en Henry
Nouwen en El regreso del hijo pródigo.
No puedo
olvidarme de que cuando Rembrandt fue joven tenía todos los rasgos del hijo
pródigo: descarado, autosuficiente, manirroto, sensual y muy arrogante.
Y
más adelante, añadía Nouwen:
El calor y
la profundidad de las obras de esta época muestran que las desilusiones no
consiguieron amargarle. Al contrario, tuvieron un efecto purificador en su
visión de las cosas.
Sí, eso que
acaba de decir se observa en los últimos autorretratos. Nouwen concluía:
Veo que los destellos de luz de las cadenas de oro, los cascos, las velas y
las lámparas escondidas, han desaparecido y han sido sustituidos por la luz
interior de la vejez.
Efectivamente,
eso es lo que me fascina de los últimos autorretratos de este pintor,
exactamente eso. Y me siento tan identificado con esa evolución de los
retratos. Al principio de la vida: el ardor, el ímpetu, el entusiasmo, el
impulso de trabajar incansablemente. En la edad madura: la calma, la tranquilidad, el trabajo sereno.
Os aseguro
que pasados mis cincuenta años mis ojos ven con otra luz todas las cosas. Es
como si mi mirada previa hubiera sido más superficial.
P. FORTEA
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