lunes, 2 de agosto de 2021

CXI. LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE

1366. –¿Por qué después de tratar detenidamente los siete sacramentos, pasa el Aquinate a ocuparse de la resurrección de los cuerpos?

–Después del estudio de los misterios de la Santísima Trinidad, de la Encarnación y sus efectos, los sacramentos, el otro gran misterio que se trata, en el postrer libro de la Suma contra los gentiles, es el de la vida del mundo futuro. Comienza este cuarto gran tema con la indicación de su relación con los dos anteriores, la Encarnación y los siete los sacramentos.

Los dos temas precedentes ya tratados y el de la vida del más allá se relacionan con los problemas del pecado y de la muerte, porque, como ya se demostró: «fuimos liberados por Cristo de cuanto incurrimos por el pecado del primer hombre, y, cuando éste pecó, nos transmitió no sólo el pecado, sino también la muerte, que es su castigo, según el dicho de San Pablo: «Por un hombre entré el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte» (Rm 5, 12)».

Y, por tanto: «es necesario que por Cristo seamos librados de ambas cosas, es decir, del pecado y de la muerte. Por eso dice San Pablo en el mismo lugar: «Si por la transgresión de uno, esto es, por obra de uno solo, reino la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo» (Rm 5, 17)».

Cristo «para mostrarnos en sí mismo ambas cosas, no sólo quiso morir, sino también resucitar». Por una parte: «quiso morir para purificarnos del pecado, según dice San Pablo: «Por cuanto a los hombres les está establecido morir una vez, así también Cristo se ofreció una vez para cargar con los pecados de todos» (Hb 9, 27)».

Por otra: «quiso resucitar para librarnos de la muerte, según dice San Pablo: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que mueren. Porque, como por un hombre, vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos» (1 Cor 15, 20)» [1].

1367. –¿Sólo para la resurrección del hombre era necesario que Cristo resucitara?

–En la Suma teológica, Santo Tomás da cinco motivos de la necesidad de la resurrección de Cristo. Uno: «para manifestación de la divina justicia, a la que pertenece ensalzar a los que por Dios se humillan, según aquello de San Lucas: «Derribó a los poderosos de sus tronos y ensalzó a los humildes» (Lc 1, 52). Pues, como Cristo, por caridad u obediencia a Dios, se humilló hasta la muerte de cruz, era preciso que fuera exaltado hasta la resurrección gloriosa».

Otro: «para la instrucción de nuestra fe, pues con la resurrección se confirma nuestra fe en la divinidad de Cristo, porque, según dice San Pablo a los corintios «aunque fue crucificado en su debilidad, vive por el poder de Dios» (2 Cor 13, 4). Y así añade en otra parte: «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana es también vuestra fe» (1 Cor 15, 14)» [2].

En el siguiente artículo, respecto a este motivo, escribe Santo Tomás que: «fue necesaria la resurrección de Cristo para instrucción de nuestra fe», pero como «es objeto de nuestra fe la divinidad y la humanidad de Cristo, no basta creer una cosa sin la otra». Ello explica que: «para confirmar la fe en la divinidad convino», por una parte, «que resucitase pronto y que la resurrección no se difiriese hasta el fin del mundo».

Por otra que: «para confirmar nuestra fe en su humanidad y en su muerte fue preciso que hubiese un intermedio entre la muerte y la resurrección, pues, si luego de muerto hubiera resucitado, pudiera parecer que la muerte no había sido verdadera, y, por consiguiente, tampoco la resurrección».

Por consiguiente: «para hacer manifiesta la muerte de Cristo bastaba que su resurrección se difiriese hasta el tercer día, pues no ocurre que en un muerto aparente dejen de aparecer en este tiempo algunas señales de vida» [3].

Podría parecer que no era necesario que Cristo resucitase al tercer día de su muerte, pues podía resucitar al fin del mundo, igual como nosotros por causa de su resurrección, porque: «los miembros deben conformarse con su cabeza» [4] y nosotros somos sus miembros.

Sin embargo, no puede admitirse esta posibilidad, porque: «la cabeza y los miembros se conforman con la naturaleza, pero no en el poder, pues el poder de la cabeza es mayor que el de los miembros. Por esto, para mostrar la excelencia del poder de Cristo, fue conveniente que Él resucitase al tercer día y que se difiriese la resurrección de los otros hasta el fin del mundo» [5].

Por el contrario, también podría decirse que: «la resurrección de Cristo no debió diferirse hasta el tercer día, antes debió resucitar en seguida» [6], porque se lee en la Escritura que San Pedro en su exhortación a los judíos el día de Pentecostés dijo que: «Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella» [7]. Sin embargo, cuando se está muerto, como Cristo, se está retenido o dominado por la muerte.

Tampoco puede aceptarse esta posibilidad, porque: «La detención implica cierta coacción; pero Cristo no estaba retenido por necesidad alguna de la muerte, antes «estaba libre entre los muertos» (Sal 87, 6). Por esto permaneció algún tiempo en la muerte, no como retenido, sino por su propia voluntad, y permaneció cuanto juzgó ser necesario para instrucción de nuestra fe» [8].

1368. –¿Cuáles son las restantes razones que hicieron necesaria la resurrección de Cristo?

Un tercer motivo fue también: «para instrucción de la vida de los fieles, según las palabras de San Pablo: «como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 4). Y más adelante dice: «Cristo resucitado de entre los muertos, ya no muere (…) así, pues, pensad que vosotros también estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios» (Rm 6, 9-11)». Su resurrección nos enseña que estamos muertos al pecado y resucitamos con Cristo a la vida de la gracia.

Asimismo, en cuarto lugar, Cristo resucitó: «para complemento de nuestra salvación. Porque, así como por este motivo soportó tantos males muriendo para librarnos de ellos, así también fue glorificado resucitando para llevarnos los bienes, según aquel pasaje: «fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación» (Rm 4, 25)» [9]. Al resucitar Cristo se completó nuestra redención, porque Cristo nos liberó del mal con su pasión y con su resurrección nos proporcionó los bienes, que se siguen del de la justificación.

Así se explica que afirmase San Pablo sobre Cristo: «Él es el principio, el primogénito de los muertos, para que tenga la primacía en todo» [10]. Cristo fue el primero en resucitar en el tiempo y en dignidad [11].

1369. –Parece, sin embargo, que Cristo no fue el primero en resucitar. Antes de su resurrección, según se lee en los Evangelios, resucitó a tres muertos. También se dice en el de San Mateo que al morir Cristo: «la tierra tembló y se hendieron las rocas, se abrieron los monumentos, y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron» [12]. También en el Antiguo Testamento se lee que hubo algunos resucitados. El profeta Elías resucitó al hijo de la viuda de Sarepta, al pedírselo a Dios y «oyó el Señor la voz de Elías y volvió el alma del niño a entrar en él y recobró la vida» [13] (1 Re 21-23). También Elíseo resucitó al hijo de la sunamita [14]. Además, San Pablo, al poner ejemplos de la fe, dice en la Epístola a los Hebreos: «recibieron las mujeres a sus muertos resucitados» [15]. ¿Cómo puede explicarse que estos resucitados se adelantasen a la resurrección de Cristo?

–Santo Tomás resuelve esta cuestión, que parece negar que Cristo fuera el primero en resucitar de los muertos. Explica que resurrección significa: «el retorno de la muerte a la vida». Además que: «de dos modos puede uno ser arrancado de las garras de la muerte. Uno cuando lo es de la muerte actual, de suerte que uno empiece a vivir de cualquier manera, después de haber muerto».

El segundo modo consiste: «en que uno quede libre, no sólo de la muerte, sino de la necesidad y, lo que es más, de la posibilidad de morir». No es una resurrección transitoria, sino permanente, y, por ello, «es la verdadera y perfecta resurrección.

En cambio: «mientras uno vive está sujeto a la necesidad de morir y en cierto modo se halla dominado por la muerte, según lo que dice San Pablo: «El cuerpo estaba muerto por el pecado» (Rm 8, 10). Aquello que es posible que exista, existe de algún modo, esto es, potencialmente. Y así es claro que la resurrección por la que uno sólo es arrancado de la muerte actual, es una resurrección imperfecta».

Si se habla de la resurrección perfecta: «Cristo es el primero de los resucitados, porque es el primero que, resucitando, alcanzo la vida plenamente inmortal, según lo que dice San Pablo: «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere» (Rm 6, 19). Mas la resurrección imperfecta algunos la lograron antes de Cristo, para anunciar, como en una señal, la resurrección de Él» [16].

Con esta distinción, queda resuelta esta dificultad, porque tanto: «los resucitados en el Antiguo Testamento como los resucitados por Cristo volvieron a la vida para luego morir otra vez» [17].

1370. –En el versículo siguiente del citado de San Mateo sobre la resurrección de algunos difuntos a la muerte de Jesús se dice: «Saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de Él vinieron a la ciudad santa y se aparecieron a muchos» [18]. ¿Son los mismos muertos los que resucitan a la muerte de Jesús que los que lo hacen después de su resurrección»

–Explica Santo Tomás que: «de los que resucitaron con Cristo hay dos opiniones». Según la primera: «algunos que volvieron a la vida para no volver a morir; pues les sería de mayor tormento el tener que volver a morir que no haber resucitado». Precisan, como escribe San Jerónimo, que éstos «no resucitaron antes que Cristo resucitase» (Com. S. Mateo, 27, 52, l. 4). Por esto dice el evangelista que: «y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de Él vinieron a la ciudad santa y se aparecieron a muchos» (Mt 27, 53)» [19]. No habría, por tanto, resucitados que se hubieran adelantado a la resurrección de Jesús. El evangelista, en el versículo anterior habría adelantado el acontecimiento.

Añade que San Agustín cita esta opinión al escribir: «Sé que algunos opinan que en la muerte de Cristo se otorgó a los justos la resurrección que a nosotros se nos promete para el fin. En efecto, está escrito que en aquel terremoto de la pasión en que se quebraron las rocas y se abrieron los sepulcros, resucitaron muchos cuerpos de los justos y fueron vistos con El, cuando resucitó, en la ciudad santa».

El problema que surge entonces es el ya indicado más arriba: «Si no volvieron a morir dejando de nuevo sus cuerpos en el sepulcro», antes de la resurrección de Cristo, «falta por ver cómo se ha de entender que Cristo sea «primogénito entre los muertos» (1 Cor 1, 18; Ap 1, 5), si son tantos los que le precedieron en esa resurrección».

Una solución, nota San Agustín, es que «podrán decir que eso se dice por anticipación: los sepulcros se abrieron en el terremoto mientras Cristo pendía de la cruz, pero los cuerpos de los justos no resucitaron entonces, sino después de la resurrección de Cristo». De manera que entonces: «Podrá admitirse que eso se diga por anticipación, creyendo sin dudar que Cristo es primogénito entre los muertos y que se les ha concedido a los justos el que después de Él resuciten a la eterna incorrupción e inmortalidad».

Sin embargo: «todavía queda esta dificultad: ¿cómo es que Pedro pudo asegurar, no de David, sino de Cristo, estar predicho que su carne no vería la corrupción, porque el sepulcro de David existía entre ellos? ¿Los hubiera convencido, si el cuerpo de David no estaba ya en el sepulcro?» [20].

San Agustín se refiere a estas palabras de un discurso de San Pedro el día de Pentecostés: «el patriarca David murió y fue enterrado, su sepulcro está entre nosotros hasta el día de hoy» [21], y David: «previéndolo habló de la resurrección de Cristo, que ni fue dejado en el sepulcro, ni su carne vio la corrupción» [22]

Podría pensarse que David: «aunque hubiera resucitado antes, poco después de su muerte, y su carne no se hubiese corrompido, bien pudo permanecer su sepulcro». Además, confiesa San Agustín que: «nos parece duro que David no estuviera en aquella compañía de justos resucitados, si les fue otorgada la resurrección eterna, siendo así que Cristo es de la descendencia de David».

Sin embargo, entonces: «se haría problemático lo que acerca de los antiguos justos se dice en la carta a los Hebreos: «Dios tenía previsto algo mejor sobre nosotros, para que sin nosotros no llegasen ellos a la perfección» (Hb 11, 40). No se cumpliría, porque ellos ya vivirían en la incorruptibilidad de aquella resurrección, mientras que a nosotros tendríamos esa perfección para el fin» [23].

Nota seguidamente Santo Tomás que: «De esto se infiere que la sentencia de San Agustín era que éstos resucitaron para volver a morir. Con esto parece concordar la que San Jerónimo dice: «Como Lázaro resucitó, así muchos cuerpos de los santos resucitaron, para manifestación del Señor resucitado» (Com. S. Mateo, 27, 52, l. 4) (…)». Aunque, a la verdad, esto queda dudoso en el sermón de la Asunción (Epist. 9). Sin embargo, los argumentos de San Agustín parecen mucho más fuertes» [24]. Argumentos que confirman la solución de Santo Tomás de la resurrección imperfecta, que tuvieron los resucitados, tanto si se habían adelantado a la resurrección de Jesús como los que lo hicieron después de la misma. Ninguno de ellos afectó que Cristo fuese el primero de los resucitados con una resurrección perfecta.

1371. –En la resurrección perfecta de Cristo, además de unirse el alma de Cristo a su cuerpo, sin necesidad de una nueva separación, como ocurre con las resurrecciones imperfectas, ¿fue también perfecta por recuperar su cuerpo la divinidad?

–Con su muerte, el alma de Cristo se separó de su cuerpo, y su resurrección supuso la vuelta de la propia alma a su cuerpo, separada de la misma por la muerte. Sin embargo, la divinidad no se separó de su cuerpo. Con la muerte se desunió sólo el alma del cuerpo.

La razón es la siguiente: «Lo que por gracia una vez se concede, nunca se quita si no es por culpa, pues dice San Pablo que «los dones de Dios y la vocación son sin arrepentimiento» (Rm 11, 29)», por parte de Dios. Además: «mucho mayor es la gracia de unión, por la cual se une a la carne de Cristo la divinidad en unidad de persona, que la gracia de adopción, por la que somos santificados; y es también de suyo más permanente, porque esta gracia se ordena a la unión personal, y la gracia de adopción, a cierta unión afectiva». Es patente asimismo que: la gracia de adopción jamás se pierde si no es por la culpa».

Por consiguiente: «como en Cristo no haya habido ningún pecado, fue imposible que se rompiera la unión de la divinidad con la carne. Y, por tanto, así como antes de la muerte la carne de Cristo estaba unida personal e hipostáticamente al Verbo de Dios, así permaneció unida después de la muerte, de suerte que no fuese distinta la hipóstasis del Verbo de Dos y la hipóstasis de la carne de Cristo después de la muerte, como dice San Juan Damasceno (Fe ortod, c. 27)» [25].

Como en Cristo la segunda persona de la Santísima Trinidad o «la divinidad estaba unida al cuerpo mediante el alma», podría parecer que: «habiéndoos separado el alma del cuerpo en la muerte de Cristo, la divinidad quedó, por tanto, separada del cuerpo» [26].

No puede hacerse esta inferencia, porque: «el Verbo de Dios se unió al cuerpo mediante el alma en cuanto que, por medio del alma, aquél pertenece a la naturaleza humana, que el Hijo de Dios intentaba tomar, pero no en el sentido de que el alma sea como el medio que liga los extremos unidos». Es decir, la divinidad y la carne de Cristo.

Debe tenerse en cuenta que: «El cuerpo recibe del alma el pertenecer a la naturaleza humana, incluso después que el alma se separa de él, es a saber: en cuanto que en el cuerpo muerto persiste, por una disposición divina, cierta ordenación a la resurrección». El cuerpo humano posee una tendencia a unirse a su propia alma, que permanece cuando ésta se separa del mismo, y que se realizará en la resurrección. «Y, por tal motivo, no se suprime la unión de la divinidad con el cuerpo» [27], que guarda su ordenación a unirse a su alma, que continua unida a la divinidad.

1372. –Si en la muerte de Cristo no se separó del cuerpo la divinidad, dado que «el poder vivificador de Dios es mayor que el del alma» [28], que da la vida al cuerpo, ¿cómo el cuerpo de Cristo pudo morir?

–Sobre esta cuestión advierte Santo Tomás que: «El alma tiene la virtud de vivificar como principio formal. Y por eso, estando ella presente y unida en cuanto forma, es necesario que el cuerpo esté vivo». Sin embargo, «la divinidad no realiza el poder de vivificar en cuanto principio formal, sino como causa eficiente». Por ello, no puede pensare nunca como forma del cuerpo. Por consiguiente: «no es necesario que, permaneciendo la unión de la divinidad con el cuerpo, éste esté vivo, porque Dios no obra por necesidad, sino por voluntad» [29].

Todavía podría replicarse que: «la divinidad parece haberse separado del cuerpo en la muerte de Cristo», porque: «nos cuenta San Mateo que el Señor, pendiente de la cruz, exclamo: ¡Díos mío, Dios mío¡, ¿Por qué me has abandonado? (Mt 27, 46).

Estas palabras de Cristo no representan dificultad alguna, porque, sostiene Santo Tomás que «tal abandono no debe relacionarse con la ruptura de la unión personal, sino con el hecho de que el Padre le expuso a la pasión. Por eso, «abandonar» no significa aquí otra cosa que no proteger de los perseguidores» [30].

1373. –¿Cuál es el quinto motivo de la resurrección de Cristo?

–Por último, «para levantar nuestra esperanza, pues, viendo a Cristo resucitado, que es nuestra cabeza, esperamos que nosotros también resucitaremos, por lo cual dice San Pablo: «Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos de vosotros que no hay resurrección de los muertos? (1 Cor 15, 12)».

Añade seguidamente: «Y Job dice: «Porque yo sé», es decir por la certeza de la fe, «que mi redentor», esto es Cristo, «vive» resucitado entre los muertos, y por eso, «en el último día he de resucitar de entre los muertos y ésta es la esperanza que guardo en mi pecho» (Jb 19, 25-27)» [31].

Sobre estas palabras ha comentado el papa Francisco: «Job derrotado, o mejor dicho, acabado en su existencia, a causa de la enfermedad, con la piel desgarrada, casi a punto de morir, casi sin carne, Job tiene una certeza (…) Esta certeza, en el momento preciso, casi el último de la vida, es la esperanza cristiana».

1374. –¿Cómo se puede adquirir esta «esperanza cristiana»?

–Explica el Papa que como la fe sobrenatural, se trata de: «una esperanza que es un regalo: no nos pertenece. Es un don que debemos pedir: «Señor, dame esperanza». Hay tantas cosas malas que nos llevan a desesperar, a creer que todo será una derrota final, que después de la muerte no habrá nada… Y la voz de Job vuelve, vuelve: «Bien sé yo que mi Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre la tierra (…]) Yo mismo le veré» con estos ojos.

Esta esperanza «es un don de Dios, porque nosotros nunca podremos alcanzar la esperanza con nuestras propias fuerzas. Tenemos que pedirla. La esperanza es un don gratuito que nunca merecemos: se nos da, se nos regala. Es gracia».

La esperanza implica certeza, porque: «La esperanza no falla» (Rm 5,5), nos dice Pablo. La esperanza nos atrae y da sentido a nuestras vidas. No veo el más allá, pero la esperanza es el don de Dios que nos atrae hacia la vida, hacia la alegría eterna. La esperanza es un ancla que tenemos al otro lado, y nosotros, aferrándonos a la cuerda, nos sostenemos (cf. Hb 6,18-20)» [32].

En este texto indicado dice San Pablo: «es imposible que Dios mienta, tengamos firme consuelo los que corremos, hasta dar alcance a la propuesta esperanza. La cual tenemos como segura y firme áncora de nuestra alma, y que penetra hasta detrás del velo, adonde entró por nosotros como precursor Jesús» [33]. Por ello, puede decir el Papa que: «El Señor que nos recibe allí, donde está el ancla. La vida en esperanza es vivir así: aferrados, con la cuerda en la mano, con fuerza, sabiendo que el ancla está ahí. Y esta ancla no falla, no falla».

De manera que: «Sé que mi Redentor vive y lo veré.» Y esto, hay que repetirlo en los momentos de alegría y en los malos momentos, en los momentos de muerte, digámoslo así (…) Y repetir, como Job: «Sé que mi Redentor vive, y yo mismo le veré, le mirarán mis ojos, no los de otro». Y esta es la fuerza que nos da la esperanza, este don gratuito que es la virtud de la esperanza» [34].

Esta esperanza parece que ya ha empezado a cumplirse, porque dice San Pablo que con su resurrección Cristo: «nos resucitó con Él y nos hizo sentar en los Cielos en Cristo Jesús» [35]. Explica Santo Tomás que: «usa aquí el Apóstol el pretérito por el futuro, anunciando como una realidad pasada la que aún está por venir, por la certeza de la esperanza». De manera que: «cuanto al alma nos dio vida juntamente en Cristo; cuanto al cuerpo nos resucitó con él; y cuanto al alma y al cuerpo nos hizo sentar sobre los cielos» [36].

1375. –También el Aquinate, al comentar este pasaje de San Pablo, indica que en la explicación de la esperanza: «se vale de una comparación: la del áncora, a la que compara la esperanza; porque, así como aquella deja a la nave inmóvil en el mar, así también la esperanza al alma déjala firme en Dios en este mundo, que es como un mar, «este mar grande y de espaciosas orillas» (Sal 103, 25)». El Apóstol quiere que en: «el estado de la gloria (…) se fije el ancla de nuestra esperanza, en este lugar que ahora un velo esconde de nuestros ojos» [37]. ¿Por qué no siempre se es consciente del bien de la esperanza?

–Sobre estas palabras de San Pablo notaba Newman que: «cuando oímos estas palabras tan augustas, nos suenan como meras palabras. Como mucho, las creemos, pero no caemos en la cuenta de ellas, ni siquiera en cierta medida. Esta insensibilidad o falta de aprehensión procede sobre todo –no hará falta decirlo- de nuestra debilidad y condición de pecadores. El hombre viejo se enfrenta continuamente al nuevo: «la carne tiene deseos contrarios al espíritu» (Gal 5, 17). Su deseo se orienta hacia este mundo» [38].

De manera que: «este mundo es su alimento, sus ojos se ceban en este mundo. Por ser lo que es, se alía con el mundo. La carne y el mundo hacen un pacto; uno pide y el otro da. Por tanto, en la medida en que nos seduce para aceptar la compañía del mundo, en esa misma medida, por supuesto, el hombre viejo embota nuestra percepción de ese otro mundo que no vemos. Por eso una causa muy particular de la dificultad para ser conscientes del privilegio de nuestra elección para el Reino de los cielos es nuestra naturaleza caída que tanto nos familiariza con este mundo, reino de Satanás, y nos pesa, y nos tira para abajo cuando deberíamos levantar el corazón, levantarlo hasta el Señor» [39].

Hay otro motivo. Es un hecho comprobado que: «cuando nos dan alguna noticia, asentimos y no dudamos, pero no la sentimos como verdadera, no la entendemos como un hecho que ha ocupado un sitio o una posición en nuestros esquemas mentales, algo que influye en nuestro modo de actuar, algo que hay que considerar como real; es decir, no caemos en la cuenta» [40]. En estos casos no dudamos de la verdad de la información y, por ello, asentimos a lo comunicado, pero no la sentimos como verdadera, no podemos pensar y obrar de acuerdo a su verdad.

Algo parecido ocurre con los bienes exclusivos que se adquieren con el bautismo, porque: «así nosotros, cristianos, aunque hayamos nacido al reino de Dios en la niñez, aunque hayamos sido escogidos, por encima de todos los demás hombres, para ser herederos del cielo y testigos ante el mundo, y aunque seamos conscientes y creamos esta verdad firmemente, encontramos grandes dificultades, y nos lleva muchos años darnos cuenta de lo que significa ese privilegio» [41].

Por este motivo: «solo con lentitud nos damos cuenta de los privilegios que supone estar bautizado (…) ¡Qué gran lástima que mientras (…) crecemos en conocimiento de las cosas de la vida y del sentido común, sigamos siendo niños en el conocimiento de nuestros privilegios sobrenaturales! (…) esto es lo que aún tenemos que aprender: nuestro sitio, lugar y situación como «hijos de Dios, miembros de Cristo y herederos del Reino de los cielos» (Cf. Rm 8, 17)».

Como afirma San Pablo: «hemos resucitado», y sin embargo: «no lo sabemos, Lo primero que hacemos en el catecismo es confesar que hemos resucitado, pero lleva toda una larga vida aprehender lo que confesamos. Somos como quien se despierta del sueño, que no es capaz de recuperar de golpe la conciencia o saber dónde está. Poco a poco, la verdad se abre paso ente nosotros. Así somos en el mundo presente, hijos de la luz, que poco a poco se despiertan al conocimiento de sí mismos» [42].

Como consecuencia pide Newman que: «Meditemos, recemos y esforcémonos en esto: en obtener poco a poco una aprehensión real de lo que somos. Así, poco a poco, ganaremos primero una cosa, después otra. Poco a poco dejaremos atrás las sombras y encontraremos la substancia. Esperando en Dios día tras día, avanzaremos día tras día y nos acercaremos a la visión clara y verdadera de lo que Él nos ha hecho ser en Cristo» [43].

1376. –¿Es útil tener esperanza en nuestra resurrección?

–En la Exposición del Símbolo de los Apóstoles, Santo Tomás da las siguientes razones de la conveniencia de la esperanza en la resurrección. Primera: «para sobreponernos a la tristeza que nos produce la muerte de los nuestros. Es imposible que uno no sienta la muerte de un ser querido; pero, si esperamos su resurrección, se mitiga considerablemente el dolor. Dice San Pablo: «Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os entristezca como los hombres sin esperanza» (1 Tes 4, 13)».

Segunda, porque la esperanza, junto con la fe, su fundamento: «libran del miedo de la muerte. Si el hombre no esperara otra vida mejor después de su fallecimiento, la muerte sería sin duda muy de temer, y se justificaría cualquier cosa con tal de no morir. Pero como creemos que existe esa vida mejor, a la que llegaremos después de la muerte, está claro que nadie debe temerla ni cometer maldad alguna para evitarla. «Pues como los hijos participan en la sangre y en la carne, de igual manera Él participó de las mismas, para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo y librar a aquellos que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre» (Hb 2, 14-15)».

En tercer lugar, esta fe y esperanza son útiles porque: «nos vuelven alertados y afanosos por obrar bien. Si no contase el hombre con más vida que la actual, tampoco tendría mayor afán por obrar virtuosamente; hiciese lo que hiciese, quedaría insatisfecho, puesto que sus deseos sólo tendrían como objeto un bien limitado a un cierto tiempo. Pero como creemos que por lo que hacemos aquí recibiremos bienes eternos en la resurrección, esta fe nos impulsa a practicar el bien. «Si sólo para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15, 19)».

Por último, porque la esperanza disuade del mal. «Del mismo modo que la esperanza del premio incita a obrar bien, así también el temor a la pena, que creemos se reserva para los malos, nos aparta del mal. Se lee en el Evangelio: «y saldrán los que han obrado el bien para la resurrección de la vida, y los que han obrado el mal para la resurrección de condenación» (Jn 5, 29)» [44].

1377. –¿Por Cristo se libera al hombre pecador del pecado y de la muerte?

– En este primer capítulo de los dedicados a la resurrección de la carne, Santo Tomás recuerda que «en los sacramentos conseguimos el efecto de la muerte de Cristo en cuanto a la remisión de la culpa, pues los sacramentos obran en virtud de la pasión de Cristo».

Sin embargo, «el efecto de la resurrección de Cristo en cuanto a la liberación de la muerte lo conseguimos al final de los siglos, cuando todos resucitemos por virtud de Cristo». Al igual que hemos quedado liberados de la culpa, debida al pecado, por la muerte de Cristo, seremos liberados también de la muerte, última pena del mismo, por la resurrección de Cristo.

Es afirmado claramente por la Escritura. «Dice San Pablo: «Pues si de Cristo se predica que ha resucitado de los muertos, ¿cómo entre vosotros dicen algunos que no hay resurrección de los muertos? Si la resurrección de los muertos no se da, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana vuestra fe» (1 Cor 15, 12-14). Por consiguiente, es de necesidad de fe el creer en la futura resurrección de los muertos».

Añade Santo Tomás que: «algunos, sin embargo, entendiendo torcidamente esto, no creen en la futura resurrección de los muertos. Todo cuanto leemos en la Escritura concerniente a la resurrección se empeñan en atribuirlo a la resurrección espiritual, en el sentido de que algunos resucitan de la muerte del pecado por la gracia».

Sin embargo, no puede admitirse este mero sentido espiritual en los textos del Antiguo Testamento, ni los muchos del Nuevo Testamento, que expresan la resurrección de los cuerpos, sino que claramente significan el sentido literal. De manera que: «este error lo condena el mismo San Pablo, pues dice: «Evita las profanas y vanas palabrerías, que fácilmente llevan a la impiedad, y su palabra cunde como gangrena. De ellos son Himeneo y Fileto, que extraviándose de la verdad, dicen que la resurrección se ha realizado ya, pervirtiendo con esto la fe algunos» (2 Tim 2, 16-18); lo cual no podía referirse sino a la resurrección espiritual». Por consiguiente, concluye seguidamente: «es contra la verdad de la fe admitir la resurrección espiritual negando la corporal».

Además, se puede probar la falsedad de esta herejía, que se daba ya en el tiempo apostólico: «por lo que dice San Pablo a los de Corinto», ya que parece que también algunos negaban la resurrección, «se ve que las palabras citadas han de entenderse de la resurrección corporal, ya que poco antes añade: «se siembra cuerpo animal y se levanta un cuerpo espiritual. Pues si hay cuerpo animal, también lo hay espiritual» (1 Cor 15, 44), donde claramente trata de la resurrección del cuerpo; y luego dice: «Porque es preciso que lo corruptible se revista de incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad» (1 Cor 15, 53). Mas lo corruptible y mortal es el cuerpo. En consecuencia, lo que resucitará es el cuerpo».

Con ello, no se niega una resurrección espiritual del alma por la gracia, pero que no es significada en los pasajes citados. «El Señor promete ambas resurrecciones, pues dice: «en verdad, en verdad os digo que llega la hora, y es ésta, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la escucharen vivirán (Jn 5, 25)» y esto parece referirse a la resurrección espiritual de las almas, que entonces ya comenzaba a realizarse por la unión de algunos con Cristo mediante la fe».

Sin embargo, poco después Cristo: «expresa la resurrección corporal, diciendo: «No os maravilléis de esto, porque llega la hora en que cuantos están en los sepulcros oirán su voz» (Jn 5, 28). Y es evidente que en los sepulcros no están las almas, sino los cuerpos. Según esto, en esta ocasión fue anunciada la resurrección de los cuerpos».

Por último, para rebatir este antigua negación de la resurrección de los muertos, indica que: «también Job anuncia expresamente la resurrección de los cuerpos» [45] y cita el pasaje de Job, algunos de cuyos versículos ya se han comentado, en el que se dice: «Porque yo sé que mi Redentor vive y que en el último día he de resucitar de la tierra. De nuevo he de ser revestido de mi piel y en mi carne veré a mi Dios, a quien he de ver yo mismo y mis ojos han de contemplar y no otro, ésta es la esperanza que guardo en mi pecho» [46].

También del Antiguo Testamento podría citarse el versículo del capítulo. De Segundo libro de los Macabeos, sobre el martirio de los siete hermanos ante su madre, en el que uno de ellos: «estando ya para morir, dijo al rey: «No hay mejor cosa que ser entregados a la muerte por los hombres, esperando firmemente en Dios, que de nuevo nos ha de resucitar; en cambio tu resurrección no será para la vida» [47]. Igualmente había dicho el profeta Daniel: «Muchos de aquellos que duermen en el polvo de la tierra despertarán, unos para la vida eterna y otros para un oprobio que tendrán siempre por delante» [48].

1378. –¿De dónde proviene que se admita o no la resurrección?

–Indica Santo Tomás, en la Suma teológica, que: «Las diversas opiniones sobre el último fin del hombre dan lugar a la diversidad de pareceres en quienes afirman o niegan la resurrección».

Como se explicó al principio del Libro tercero de la Suma contra los gentiles: «El fin último del hombre, naturalmente deseado por todos, es la felicidad». De ahí que: «Quienes sostenían que podía darse en esta vida, no se veían forzados a admitir que existiera otra en la cual pudiera el hombre conseguir su última perfección; y, en consecuencia, negaban la resurrección».

Para ello, los que siguen este parecer: «con bastante probabilidad, rechazan los hechos siguientes: la variedad de la fortuna, las enfermedades corporales del hombre, la imperfección de la ciencia y de la virtud y la falta de sosiego, cosas todas que impiden la perfecta felicidad, como refiere San Agustín al final de «La ciudad de Dios» [49].

En este lugar citado, en un extenso capítulo, su autor revela que no es posible la felicidad en este mundo por los «males y miserias» que nos afligen y que tienen su origen en el pecado original. Comienza de este modo: «Con relación al origen primero, esta misma vida, si tal se puede llamar, llena como está de tantos y tamaños males, nos atestigua que todo el linaje humano fue condenado. ¿Qué otra cosa nos indica la espantosa profundidad de la ignorancia, de donde proceden todos los errores que abarcan en su tenebroso seno a todos los hijos de Adán, de los que no puede librarse el hombre sin esfuerzo, dolor y temor?».

Se pregunta también seguidamente: «¿Qué otra cosa indica el amor de tantas cosas inútiles y nocivas, del cual proceden las punzantes preocupaciones, las inquietudes, tristezas, temores, gozos insensatos, discordias, altercados, guerras, asechanzas, enojos, enemistades, engaños, la adulación, el fraude, el hurto, rapiña, perfidia, soberbia, ambición, envidia, homicidios, parricidios, crueldad, maldad, lujuria, petulancia, desvergüenza, fornicaciones, adulterios, incestos y toda serie de estupros de ambos sexos contra la naturaleza, que sería torpe citar; los sacrilegios, las herejías, blasfemias, perjurios, opresiones de inocentes, calumnias, asechanzas, prevaricaciones, falsos testimonios, juicios injustos, violencias, latrocinios y todo el cúmulo de males semejantes que no vienen ahora a la mente, pero que no se alejan de los hombres a través de esta vida?»

Reconoce que: «todas estas obras son propias de los malvados», pero no se puede negar que: «proceden de aquella raíz de ignorancia y amor perverso con que nace todo hijo de Adán. ¿Quién desconoce, en efecto, con qué ignorancia de la verdad, ya patente en la infancia, y con qué abundancia de concupiscencia vana, que comienza ya a manifestarse en los niños, viene el hombre a esta vida, de suerte que, si se le deja vivir a sus anchas y hacer cuanto se le antoja, llega a perpetrar todos o muchos de los crímenes y torpezas que he citado y otros que no he podido citar?» [50].

1379. –Además de la negación de la resurrección por los materialista, ¿hay otros errores sobre la resurrección?

–En su exposición sobre los errores la resurrección de los cuerpos, Santo Tomás refiere otros dos. Unos admitieron la inmortalidad porque: «dijeron que, después de esta vida, había otra en la que el hombre vivía solamente con el alma después de la muerte; y afirmaban que tal vida era suficiente para satisfacer el natural deseo de alcanzar la felicidad. Por eso decía Porfirio, según San Agustín «el alma para ser feliz, ha de huir de todo cuerpo» (La Ciudad de Dios, XXII, c. 26). Estos tales tampoco admitían la resurrección».

Precisa que: «los falsos fundamentos» de esta afirmación del filósofo neoplatónico Porfirio «se diversificaban según los diversos autores», entre ellos los maniqueos. «Pues ciertos herejes dijeron que las cosas corporales procedían de un principio malo, y las espirituales de uno bueno. Y, según esto, para que el alma fuese sumamente perfecta se requería que estuviese separada del cuerpo, que es quien la aparta de su principio, unida al cual es feliz. De ahí que todas las sectas heréticas que sostienen que las cosas corporales han sido creadas o formadas por el diablo, nieguen la resurrección de los cuerpos. La falsedad de esta razón ya se demostró», al tratar de los maniqueos».

Otros, los platónicos, habían sostenido la inmortalidad del alma, porque afirmaban que: «la naturaleza íntegra del hombre consiste en el alma, sirviéndose ésta del cuerpo como de un simple instrumento, como el piloto de la nave. De aquí resulta que, hecha feliz el alma solamente, el deseo natural de felicidad del hombre no sería frustrado. Y aquí tampoco cabe suponer la resurrección1».

Nota Santo Tomás que: «Esta opinión fue destruida por Aristóteles, al demostrar que el alma se une al cuerpo como la forma a la materia». El alma humana, aunque sea espiritual, informa al cuerpo, de manera que la naturaleza del hombre es compuesta, incluye al alma y al cuerpo Por esta unión substancial, el alma tiene una inclinación natural a unirse a su cuerpo, y sin él no puede ser feliz.

Concluye por último Santo Tomás, que: «Con esto queda demostrado que si el hombre no puede ser feliz en esta vida, es necesario suponer la resurrección» [51].

Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c.79.

[2] ÍDEM, Suma teológico, III, q. 53, a. 1, in c.

[3] Ibíd., III, q. 53, a. 2, inc.

[4] Ibíd., III, q. 53, a. 2, ob. 1.

[5] Ibíd., III, q. 53, a. 2, ad 1.

[6] Ibíd., III, q. 53, a. 2, ob. 2.

[7] Hch 2, 24.

[8] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 53, a. 2, ob. 2.

[9] Ibíd., II, q. 53, a. 1, ob. 2.

[10] Col 1, 18.

[11] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 53, a. 3, sed. c.

[12] Mt 27, 51-52.

[13] 1 Re 17, 22.

[14] Cf. 2 R3 4, 32-3

[15] Hb 11, 35.

[16] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 53, a. 3, in c.

[17] Ibíd., III, q. 53, a. 3, ad 1.

[18] Mt 27, 53.

[19] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 53, a. 3, ad 2.

[20] San Agustín, Carta 164, A Evodio, 3, 9.

[21] Hch 2, 29.

[22] Hch 2, 31.

[23] San Agustín, Carta 164, A Evodio, 3, 9.

[24] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 53, a. 3, ad 2.

[25] Ibíd., III, q. 50, a. 2, in c.

[26] Ibíd., III, q. 50, a. 2, ob. 2.

[27] Ibíd., III, q. 50, a. 2, ad 2.

[28] Ibíd., III, q. 50, a. 2, ob.3.

[29] Ibíd., III, q. 50, a. 2, ad 3.

[30] Ibíd., III, q. 50, a. 2, ad 1.

[31] Ibíd., III, q. 53, a. 1, in c.

[32] Papa Francisco, Homilia en la Capilla del Camposanto Teutónico, 2 de nov. de 2020

[33] Heb 6, 18-19.

[34] Papa Francisco, Homilia en la Capilla del Camposanto Teutónico, 2 de nov. de 2020

[35] Ef 2, 6.

[36] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epistola de San Pablo a los Efesios, c. II, lec, 2.

[37] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Hebreos, c. 6, lec. 4.

[38] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, 8 vv., v. 6, 8. «Es difícil darnos cuenta de los privilegios sagrados que recibimos», pp. 105-113, p. 107.

[39] Ibíd., pp. 107-108.

[40] Ibíd., p. 105.

[41] Ibíd., p. 107.

[42] Ibíd., pp. 108-109.

[43] Ibíd., p. 109.

[44] Santo Tomás de Aquino, Exposición del Símbolo de los Apóstoles, art. 11.

[45] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 79.

[46] Jb 19, 25-27.

[47] 2 Mac 7, 14.

[48] Dan 12, 2.

[49] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 75, a. 1, in c.

[50] San Agustín, La ciudad de Dios, XXII, c. 22, n. 1.

[51] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, supl., q. 75, a. 1, in c.

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