Los demonios a través de la tentación: no quieren la santidad de Cristo en nosotros, no quieren nuestro testimonio cristiano, no quieren que seamos discípulos de Jesús.
Por: . | Fuente: News.va Español
Contra el diablo, las armas
más poderosas: meditar la palabra de Dios, el rosario, la confesión, la misa
-Entrevista al presidente de la Asociación
Internacional de Exorcistas, P. Bamonte: No basta saber que los demonios
existen, sino que es preciso conocer cómo actúan no caer en sus trampas
Recientemente, la Asociación Internacional de Exorcistas obtuvo el
reconocimiento jurídico de la Congregación para el Clero, en el Vaticano. Con
este motivo, el presidente de la Asociación, Padre Francesco Bamonte de los
siervos del Corazón Inmaculado de María-, exorcista de la diócesis de Roma,
concedió una entrevista a Radio Vaticana.
P.- EL PAPA FRANCISCO HA
MENCIONADO MUCHAS VECES AL DEMONIO EN SUS HOMILÍAS, RECORDÁNDONOS SU EXISTENCIA
REAL Y SU ACTUAR.
R. Sin duda, el fundamento de la predicación y de las enseñanzas del Papa
Francisco es Jesucristo; pero el Papa nos exhorta a no olvidar lo que la
Sagrada Escritura nos dice: que los demonios
existen: son ángeles creados por Dios que se transformaron en malvados porque
libremente eligieron rechazar a Dios y su Reino, dando origen así al infierno.
Los demonios actúan en la historia personal y comunitaria de los
hombres, tratando de propagar entre los hombres la elección del mal. Por eso,
no basta saber que existen, sino que es preciso también conocer cómo actúan
para prevenir y rechazar sus ataques y no caer en sus trampas.
El Papa ha descrito a menudo cómo actúan los demonios a través de la tentación
para separar a los hombres de Cristo. De hecho, quieren que seamos como ellos;
no quieren la santidad de Cristo en nosotros, no quieren nuestro testimonio
cristiano, no quieren que seamos discípulos de Jesús.
El Papa también ha subrayado varias veces que los demonios que son repelentes y
repugnantes - se disfrazan de ángeles de
luz para hacerse atractivos y engañar mejor a los hombres. Jesús en el
Evangelio nos enseña cómo luchar y vencer a los demonios con su gracia.
P. ¿CUÁLES SON LAS ARMAS
MÁS PODEROSAS CONTRA EL DIABLO?
R. El arma poderosa, ante todo, es la lectura y la meditación de la Palabra
de Dios, como dice el Papa Francisco, que nos ha invitado a llevar siempre en
el bolsillo un Evangelio. En nuestro interior, esta Palabra, cuando entra,
vive, actúa y nos llena de la gracia del Espíritu Santo.
Y luego está el Rosario, el encomendarse a la Virgen, a quien el demonio odia
especialmente. Y la confesión frecuente: reconocernos
pecadores humildemente, confesar nuestros pecados y pedir a Dios la fuerza para
no pecar más. La participación en la Santa Misa los días festivos. Y
también la lucha contra nuestros vicios, contra lo que el pecado original ha
dejado en nosotros, para que triunfe el hombre nuevo en Cristo.
P.- LA PRESENCIA DE UN
SACERDOTE EXORCISTA EN LA DIÓCESIS ¿ES NECESARIA?
R.- Es importantísima. De hecho, cuando no hay un sacerdote exorcista, a menudo
la gente se dirige a magos, hechiceros, lectores de cartas y del futuro, sectas.
Por otra parte, no tiene sentido pensar que si las
personas saben que hay un exorcista en su diócesis, serán más propensas a creer
que son víctimas de una posesión diabólica. La primera preocupación de todo
exorcista con buen sentido es evitar que se forme o se mantenga la creencia de
una posesión cuando ésta no existe.
El exorcista es ante todo un evangelizador, un sacerdote, por lo que sea cual
sea el origen del mal que padece quien acude a él, sea o no sea una auténtica
forma de acción extraordinaria del demonio, el sacerdote exorcista se esfuerza
por infundir serenidad, paz, confianza en Dios y esperanza en su gracia.
Y cuando se comprueba realmente la existencia de un caso de posesión diabólica,
el sacerdote exorcista acompañará a esos hermanos y hermanas que sufren a causa
del maligno, con humildad, fe y caridad, para sostenerlos en la lucha, para
darles ánimos en el duro camino de la liberación, y para reavivar en ellos la
esperanza.
P.- ¿ES GRANDE EL SUFRIMIENTO
DE LAS PERSONAS QUE SUFREN REALMENTE EL ESTADO DE POSESIÓN DIABÓLICA?
R.- En mi experiencia, como en la de muchos otros exorcistas naturalmente
relativa a personas realmente poseídas- encuentro hombres y mujeres
perfectamente sanos de mente, pero expuestos a un nivel de sufrimiento
difícilmente imaginable.
Ante tanto dolor es imposible permanecer indiferente: deseo sinceramente que
muchos otros hermanos sacerdotes se den cuenta de esta dramática realidad, a
menudo ignorada o subestimada. El exorcismo es una forma de caridad en
beneficio de personas que sufren. Está dentro de las obras de misericordia
corporal y espiritual.
P. HABLEMOS DEL SERVICIO
QUE OFRECE EL VICARIADO DE ROMA
R.- En algunas diócesis se ofrece un servicio de primera escucha para quienes
piden un exorcista. Los sacerdotes cuentan con la ayuda de un equipo de
voluntarios formado por médicos especialistas en psiquiatría y psicoterapeutas,
que evalúan si es necesario los aspectos médicos. Hay personas que confunden
problemas de origen médico con problemas de origen espiritual. Los casos que se
consideran serios y en los que debe intervenir un sacerdote exorcista son
limitados.
P.- LA ASOCIACIÓN
INTERNACIONAL DE EXORCISTAS QUE SE HA CREADO RECIENTEMENTE ES UNA NOVEDAD EN LA
IGLESIA
R.- En la larga historia de la Iglesia, aún no se había constituido una
Asociación Internacional de Exorcistas: esto es un signo de los tiempos. El
Espíritu Santo, en respuesta a las exigencias especiales de nuestra época, ha
suscitado una toma de conciencia de que entre los mandatos que Cristo a la
Iglesia, está incluido el de expulsar a los demonios en su Nombre.
Al mismo tiempo, el Espíritu Santo ha inspirado en la Iglesia una asociación de
sacerdotes exorcistas para que tengan la fuerza que deriva del estar en
comunión con otros hermanos que ejercen el mismo ministerio; y para que,
encontrándose periódicamente y compartiendo sus experiencias, puedan ofrecer
una ayuda más eficaz a quienes se dirigen a ellos.
El Papa Francisco envió un mensaje en septiembre a los exorcistas italianos,
expresando su aprecio por el servicio eclesial que realizan con el ministerio
del exorcismo, ejerciendo una forma de caridad en beneficio de personas que
sufren y necesitan liberación y consuelo.
EL DEMONIO (I)
Hoy no creen en el
demonio muchos cristianos sobre todo los más ilustrados, pero sí, ahí está y
hace daño.
Por: José María Iraburu, sacerdote | Fuente:
Reforma o apostasía.
–Me lo temía, me lo veía
venir. Y más de uno… Mejor no digo nada.
–Yo también me lo temía, me veía venir su comentario. Lo que me sorprende
gratamente es su prudente decisión de no decir nada. Comienzo a sospechar que
va usted mejorando.
Hoy no creen en el demonio muchos cristianos, sobre todo entre los más ilustrados. Actualmente,
la existencia y la acción del demonio en la vida de los hombres y de las
sociedades es silenciada sistemáticamente por aquellos sacerdotes que han
perdido la fe en esta realidad central del Evangelio. O que tienen la fe tan
débil, que ya no da de sí para confesarla en la predicación y la catequesis.
Hemos de reconocer, sin embargo, que esta deficiencia en la fe es muy grave, ya
que falsifica el Evangelio y toda la vida cristiana.
En todo caso, esto es lo que hay: aleccionados por
la Manga de Sabiazos omnidocente de los últimos decenios,algunos afirman que
Satán y los demonios solo serían en la Escritura personificaciones míticas del
pecado y del mal del mundo; de tal modo que «en
la fe en el diablo nos enfrentamos con algo profundamente pagano y
anticristiano» (H. Haag, El diablo, Barcelona, Herder 1978, 423). Están
perdidos. Pablo VI, por el contrario, afirma que «se sale del cuadro de la
enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer la existencia [del
demonio]; o bien la explica como una pseudo-realidad, una personificación
conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias»
(15-XI-1972).
–algunos piensan que la enseñanza de Cristo sobre
los demonios dependería de la creencia de sus contemporáneos. Absurdo.
Jesús, «el que bajó del cielo» (Jn 6,38),
siempre vivió libre del mundo. Siempre pensó, habló y actuó con absoluta
libertad respecto al mundo judío de su tiempo, como se comprueba en su modo de
tratar a pecadores y publicanos, de observar el sábado, de hablar a solas con
una mujer pecadora y samariatana, y en tantas otras ocasiones.
Por lo demás, en tiempos de Jesús, unos judíos creían en los demonios y otros
no (Hch 23,8). De modo que cuando le acusan de «expulsar
los demonios» de los hombres «con el poder
del demonio», si él no reconociera la existencia de los demonios, su
respuesta hubiera sido muy simple: «¿de qué me
acusan? Los demonios no existen». Por el contrario, Jesús reconoce la
existencia de los demonios y la realidad de los endemoniados, y asegura que la
eficacia irresistible de sus exorcismos es un signo cierto de que el poder del
Reino de Dios ha entrado con él en el mundo (Mt 12,22-30; Mc 3,22-30).
–algunos, de ciertas representaciones del diablo que
estiman ingenuas o ridículas, deducen que la fe en Satanás corresponde a un
estadio religioso primitivo o infantil, del que debe ser liberado el
pueblo cristiano. Pero, por el contrario, cuando los hagiógrafos representan al
diablo en la Biblia como serpiente, dragón o bestia, nunca confunden el signo
con la realidad significada, ni tampoco se confunden sus lectores creyentes,
que para entender el lenguaje simbólico no son tan analfabetos como lo es el
hombre moderno. En todo caso, ese analfabetismo habrá que tenerlo hoy en cuenta
en la predicación y en la catequesis.
–y otros piensan que son tan horribles «las
consecuencias de la fe en el diablo», que bastan para descalificar tal fe: brujería, satanismo,
prácticas mágicas, sacrilegios (Haag 323-425). Pero precisamente la
Escritura misma, las leyes de Israel y de la Iglesia, han sido siempre las más
eficaces para denunciar y vencer todas esas aberraciones. Y negar o ignorar al
demonio lleva a consecuencias iguales o peores.
Pero salgamos de la oscuridad de las nieblas
emanadas por esos sabiazos, y abramos las mentes a la luz de la Revelación
bíblica, haciéndonos discípulos de Dios.
En el Antiguo Testamento el demonio, aunque
en forma imprecisa todavía, es conocido y denunciado: es la
Serpiente que engaña y seduce a Adán y Eva (Gén 3); es
Satán (en hebreo, adversario, acusador), es
el enemigo del hombre, es «el espíritu de mentira» que levanta falsos
profetas (1Re 22,21-23).
El demonio es el gran ángel caído que, no pudiendo nada contra Dios, embiste
contra la creación visible, y contra su jefe, el hombre, buscando que toda
criatura se rebele contra el Señor del cielo y de la tierra. La historia humana
fue ayer y es hoy el eco de aquella inmensa «batalla
en el cielo», cuando Miguel con sus ángeles venció al Demonio y a los
suyos (Ap 12,7-9). Todo mal, todo pecado, tiene en este mundo raíz diabólica,
pues por la «envidia del diablo entró la muerte en
el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sab 2,24).
En el Nuevo Testamento, Cristo se manifiesta como el vencedor del demonio. El Evangelio relata en el comienzo
mismo de la vida pública de Jesús que «fue llevado
por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1-11).
La misión pública de Cristo en el mundo tiene, pues, en ese terrible
encontronazo con el diablo su principio, y en él se revela claramente cuál es
su fin: llegada la plenitud de los tiempos, «el
Hijo de Dios se manifestó para destruir las obras del diablo» (1 Jn
3,8).
Satanás, príncipe de un reino tenebroso, formado por muchos ángeles malos (Mt 24,41; Lc 11,18)
y por muchos hombres pecadores (Ef 2,2), tiene un poder inmenso: «el mundo entero está puesto bajo el Maligno» (1
Jn 5,19).
Efectivamente, el «Príncipe de los demonios» (Mt
9,34) es el «Príncipe de este mundo» (Jn
12,31), más aún, el «dios de este mundo» (2
Cor 4,4), y forma un reino contrapuesto al reino de Dios (Mt 12,26; Hch 26,18).
Los pecadores son sus súbditos, pues «quien comete
pecado ése es del Diablo» (1Jn 3,8; cf. Rm 6,16; 2 Pe 2,19).
Consciente de este poder, Satanás en el desierto le muestra a Jesús con
arrogancia «todos los reinos y la gloria de ellos»,
y le tienta sin rodeos: «todo esto te daré
si postrándote me adoras». Satanás, en efecto, puede «dar el mundo» a quien –por soberbia y pecado,
mentira, lujuria y riqueza– le adore: lo vemos cada día.
Tres asaltos hace contra Jesús, y en los tres intenta llevar a Cristo a un
mesianismo temporal, ofreciéndole una liberación de la humanidad «sin efusión de sangre» (Heb 9,22). Y esa misma
tentación habrán de sufrir después, a través de los siglos, sus discípulos. Por
eso Cristo quiso revelar en su evangelio las tentaciones del diablo que Él
mismo sufrió realmente, para librarnos a nosotros de ellas.
En el desierto, desde el principio, quedó claro que el Príncipe de este mundo
no tiene ningún poder sobre él (Jn 14,30), porque en él no hay pecado (8,46).
Es Jesús quien impera sobre el diablo con poder irresistible: «apártate, Satanás». Lo echa fuera como a un
perro.
Tras el combate en el desierto, «agotada toda
tentación, el Diablo se retiró de él temporalmente» (Lc 4,13). Solo por
un tiempo. Vuelve a atacar con todas sus infernales fuerzas a Jesús cuando éste
se aproxima al final de su ministerio. En la Cena, «Satanás
entró en Judas» (22,3; Jn 13,27). Y el Señor es consciente de su acción:
«viene el Príncipe de este mundo, que en mí no
tiene poder alguno» (14,30). Por eso en Getsemaní dice: «ésta es vuestra hora, cuando mandan las tinieblas» (Lc
22,53). La victoria de la cruz está próxima: «ahora
es el juicio del mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y
yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn
12,31-32; cf. 16,11).
Cristo es un exorcista potentísimo. En los Evangelios, una y otra vez, Jesús se manifiesta como
predicador del Reino, como taumaturgo, sanador de enfermos sobre todo, y como
exorcista. No conoce a Cristo quien no lo reconoce como exorcista. Y quien no
cree en Jesús como exorcista no cree en el Evangelio. Consta que los relatos
evangélicos de la expulsión de demonios pertenecen al fondo más antiguo de la
tradición sinóptica (Mc 1,25; 5,8; 7,29; 9,25). Y como ya vimos, el mismo
Cristo entiende que su fuerza de exorcista es signo claro de que el Reino de
Dios ha entrado con él en el mundo (Mt 12,28). Cito los exorcismos principales
(sin dar la referencia de sus lugares paralelos).
Ya en el mismo inicio de su ministerio público, Cristo, en la sinagoga de
Cafarnaún, libera con violencia a un endemoniado: «¡cállate
y sal de él!». La impresión que su poder espiritual causa es enorme: «su fama se extendió por toda Galilea» (Mc
1,21-28). Es sin duda exorcismo la liberación del epiléptico endemoniado (Mt
17,14-18). Cristo realiza a distancia el exorcismo de la niña cananea (Mt
15,21-28). Particularmente violento es el exorcismo del endemoniado de Gerasa
(Mc 5,1-20). También se refiere con detalle el exorcismo del endemoniado mudo,
o ciego y mudo (Lc 11,14; Mt 12,22). De María Magdalena había echado Jesús
siete demonios (Lc 8,2).
Los Evangelios testifican reiteradas veces que la expulsión de demonios era una
parte habitual del ministerio de Cristo, claramente diferenciado de la sanación
de enfermos. «Al anochecer, le llevaban todos los
enfermos y endemoniados, y toda la ciudad se agolpaba a la puerta. Jesús sanó a
muchos pacientes de diversas enfermedades y expulsó a muchos demonios» (Mc
1,32; cf. Lc 13,32). Las curaciones, sin apenas diálogo, las realiza Jesús con
suavidad y gestos compasivos, como tomar de la mano; los exorcismos en cambio
suelen ser con diálogo, y siempre violentos, duros, imperativos. Una
aproximación histórica a la figura de Jesús que venga a asimilar los exorcismos
a las sanaciones se habrá realizado seguramente sin dar crédito a los
Evangelios.
También los Apóstoles son exorcistas, ya que Cristo, al enviarlos, les comunica para ello un poder
especial: «les dió poder sobre todos los demonios y
para curar enfermedades» (Lc 9,1). Jesús profetiza: «en mi nombre expulsarán los demonios, hablarán lenguas
nuevas, pondrán sus manos sobre los enfermos y los curarán» (Mc
16,17-18). Y los Apóstoles, fieles al mandato del Señor, ejercitaron
frecuentemente los exorcismos, como lo había hecho Cristo. Por ejemplo, San
Pablo: «Dios hacía milagros extraordinarios por
medio de Pablo, hasta el punto de que con solo aplicar a los enfermos los
pañuelos o cualquier otra prenda de Pablo, se curaban las enfermedades y salían
los espíritus malignos» (Hch 19,11-12).
Reforma o apostasía.
Seguiré con el tema, Dios mediante; pero antes de terminar quiero recordar una
vez más que la reforma de la Iglesia requiere principalmente una meta-noia, un cambio de mente, un paso
de la ignorancia, del error, de la herejía, a la luz de la verdad de Cristo.
Aquellas verdades de la fe que hoy sean ignoradas o negadas, han de ser
reafirmadas cuanto antes. De otro modo seguirá creciendo la apostasía.
Hace unos decenios, cuando más ruidosamente se difundían herejías sobre el
demonio –ahora ya se han arraigado calladamente en no pocas Iglesia locales–,
Pablo VI reafirmó la fe católica, haciendo notar que hoy, con desconcertante
frecuencia, aquí y allá, «encontramos el pecado,
que es perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte, y que
es además ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en el mundo de un
agente oscuro y enemigo, el demonio.
El mal no es solamente una deficiencia, es
una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perversor. Terrible
realidad. Misteriosa y pavorosa… Y se trata no de un solo demonio, sino de
muchos, como diversos pasajes evangélicos nos lo indican: todo un mundo misterioso, revuelto por un drama
desgraciadísimo, del que conocemos muy poco» (15-XI-1972).
EL DEMONIO (II)
El demonio ataca a
los cristianos y sobre todo a los apóstoles.
Por: José María Iraburu, sacerdote | Fuente:
Reforma o apostasía
O sea que vamos a tener que
creer en el demonio y en su acción.
Ciertamente. Al menos, si quiere usted ser cristiano, ha de creerlo. Es
enseñanza de Cristo y de su Iglesia.
Los libros de espiritualidad cristiana que ignoran al demonio son un
fraude. La vida
espiritual del cristiano lleva consigo una lucha permanente contra el demonio.
Ya sabemos que la vida cristiana es ante todo y principalmente amor a Dios y al
prójimo; ésta es su substancia. Pero no puede ir adelante esa vida sin vencer a
los tres enemigos, demonio, mundo y carne, y especialmente al demonio. La
ascesis cristiana no es como una ascesis estoica, por ejemplo, es decir, una
lucha de la persona contra sus propias debilidades y desviaciones, no. San
Pablo lo dice bien claramente: «no es nuestra
lucha contra la carne y la sangre, sino contra los espíritus del mal»
(Ef 6,12).
Se ha dicho con razón que en nuestro tiempo la
mayor victoria del demonio es haber conseguido que no se crea en su existencia. La mejor manera de hacerle el juego al diablo es
precisamente ésta, ignorarlo, silenciar su existencia y su acción, o incluso
negarlas. ¡Qué más puede desear el enemigo que
pasar inadvertido, poder actuar sin que sus víctimas conozcan siquiera su
existencia y su acción!
Por eso un tratado de espiritualidad que, al describir la vida cristiana y su
combate, ignora la lucha contra el demonio, es un engaño, un fraude. No puede
considerarse en modo alguno un libro de espiritualidad católica, pues se aleja
excesivamente de la Biblia y de la tradición. Si van ustedes a una librería y
compran un manual militar de guerra, y descubren después al leerlo que omite
hablar o solamente lo hace en una nota a
pie de página de la aviación enemiga, hoy sin duda el arma más peligrosa de
una guerra, es probable que regresen a la librería para devolver el libro y
reclamar su importe: se trata de un fraude. Un manual semejante no vale para
nada; más aún, es un engaño perjudicial.
Hagan lo mismo si les venden un manual de espiritualidad que ignora al demonio.
Por lo demás, si el autor de ese libro de espiritualidad no cree en la acción
del demonio, es un hereje. Pero si la conoce y no se atreve a afirmarla,
entonces es un oportunista o un cobarde. Y no merece la pena leer libros de
espiritualidad escritos por herejes, oportunistas o cobardes.
Giovanni Papini decía que «los ángeles sonríen, los
hombres ríen y los diablos se carcajean». Pues bien, el diablo se
carcajea de esos libros, como también de los cursos y cursillos ofrecidos en
algunos centros de espiritualidad, parroquias y conventos: eneagrama, meditación transcendental, reiki, técnicas de
autorrealización, yoga, energía positiva, rebirthing, dinámicas personales y
grupales de autoayuda, etc. Todas esas técnicas que prometen
iluminación, paz interior, potenciación liberadora de las facultades personales,
son puras macanas del neopaganismo. Mucho más consigue el cristiano y a un
precio más económico, por cierto con las tres Avemarías, el escapulario del
Carmen, una buena novena a San José, y no digamos con la Misa diaria, el
rosario o el agua bendita. Los autores de esos libros y de esos cursillos no
tienen la menor idea del combate espiritual del hombre, no saben de qué va: desconocen que nuestra lucha es fundamentalmente contra
unos demonios que ellos ignoran o niegan.
La doctrina de los Padres sobre el demonio es clara y frecuente ya desde el principio. En la historia de la Iglesia
fueron los monjes, especialmente Evagrio Póntico y Casiano, los que elaboraron
más tempranamente la teología sobre el demonio y la espiritualidad precisa para
defenderse de él y vencerlo. Los demonios son ángeles caídos, que atacan a los
hombres en sus niveles más vulnerables cuerpo, sentidos, fantasía, pero que
nada pueden sobre el hombre si éste, asistido por la gracia de Cristo, no les
da el consentimiento culpable de su voluntad. Para su asedio se sirven sobre
todo de los logismoi pensamientos falsos, pasiones, impulsos desordenados y
persistentes.
El Demonio sabe tentar con mucha sutileza, como se vio en el jardín del Edén,
presentando el lado aparentemente bueno de lo malo, o incluso citando textos
bíblicos, como hizo en el desierto contra Cristo. El cristiano debe resistir
con «la armadura de Dios» que describe el
Apóstol (Ef 6,11-18), y muy especialmente con la Palabra divina, la oración y
el ayuno, que fueron las armas con que Cristo resistió y venció en las
tentaciones del desierto. Pero debe resistir sobre todo apoyándose en
Jesucristo y sus legiones de ángeles (Mt 26,53).
Como dice San Jerónimo, «Jesús mismo, nuestro jefe,
tiene una espada, y avanza siempre delante de nosotros, y vence a los
adversarios. Él es nuestro jefe: luchando él, vencemos nosotros».
El Magisterio de la Iglesia afirma en sus Concilios que Dios es creador de todos los seres
«visibles e invisibles» (Nicea I,
325); que los demonios, por tanto, son criaturas de Dios, y que por eso es
inadmisible un dualismo que vea en Dios el principio del bien y en el Diablo «el principio y la sustancia del mal» (Braga I,
561). El concilio IV de Letrán (1215) enseña es, pues, doctrina de fe que «el
diablo y los demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por
naturaleza; mas ellos por sí mismos se hicieron malos».
Es ésta la doctrina de Santo Tomás (STh I,50ss, especialmente 63-64), del
concilio Vaticano II (LG 48d; +35a; GS 13ab; 37b; SC 6; AG 3a), del Catecismo
de la Iglesia, en el que se nos advierte que cuando pedimos en el Padre nuestro
la liberación del mal, «el mal no es una
abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se
opone a Dios. El diablo [dia-bolos] es aquel que se atraviesa en el
designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo» (2851, cf.
391-395).
La liturgia de la Iglesia incluye la «renuncia a
Satanás» en el Bautismo de los niños, y dispone exorcismos en el Ritual
para la iniciación cristiana de los adultos. El pueblo cristiano renueva cada
año su renuncia a Satanás en la Vigilia Pascual. Y en las Horas litúrgicas,
especialmente en Completas, la Iglesia nos ayuda diariamente a recordar que la
vida cristiana es también lucha contra el demonio: «Tu
nos ab hoste libera», «insidiantes reprime»; «visita, Señor, esta habitación,
aleja de ella las insidias del enemigo» (or. domingo). Las lecturas
breves de martes y miércoles de esa Hora nos exhortan a resistir al diablo, que
nos ronda como león rugiente (1 Pe 5,8-9), y a no caer en el pecado, para no
dar lugar al diablo (Ef 4,26-27).
El demonio es el Tentador que inclina a los hombres al pecado. De
los tres enemigos del hombre, demonio, mundo y carne (cf. Mt 13,18-23; Ef 2,1-3), el más peligroso es sin
duda el demonio, con ser tan peligrosos los otros dos. «Sus
tentaciones y astucias, dice San Juan de la Cruz, son más fuertes y duras de
vencer y más dificultosas de entender que las del mundo y carne»
(Cautelas 3,9). Los tres actúan atacan al hombre aliados, pero cuando el
cristiano ha vencido ya en buena parte mundo y carne, el demonio se ve obligado
a atacar directamente.
Por eso se dice que el demonio ataca a los buenos viene descrita su acción en
todas las «vidas de santos», y tienta a lo bueno, pues «entre
las muchas astucias que el demonio usa para engañar a los espirituales, la más
ordinaria es engañarlos bajo especie de bien, y no bajo especie de mal, porque
sabe que el mal conocido apenas lo tomarán» (Cautelas 10).
Tentará, por ejemplo, a un monje a dejar su vida
contemplativa y marchar a las misiones.
Conocemos
bien las estrategias y tácticas del demonio en su guerra contra los hombres, pues ya la misma Escritura
nos las revela. Siendo el Padre de la mentira (Jn 8,44), para seducir a los
hombres usa siempre de la astucia, la mentira, el engaño (Gén 3; 2 Cor 2,11).
Lobo con piel de oveja (Mt 7,15), reviste las mejores apariencias, y hasta
llega a disfrazarse como ángel de luz (2 Cor 11,14). Por medio de sus mentiras
extravía a las naciones y a la tierra entera (Ap 12,9; 20). Siendo el Príncipe
de las tinieblas, se opone continuamente a Cristo, que es la Verdad y la Luz
del mundo. El que sigue al diablo, anda en tinieblas y se pierde en una muerte
eterna; el que sigue a Cristo tiene luz de vida, de vida eterna bienaventurada.
El demonio infunde, p. ej., en personas espirituales ciertas convicciones
falsas («me voy a condenar»), ideas
obsesivas, que no parecen tener su origen en temperamento, educación o ideas
personales
y que siendo falsas, atormentan, paralizan, desvían malamente la
vida de una persona o de una comunidad. El demonio ataca a los fieles muy
especialmente a través de las doctrinas falsas difundidas por católicos dentro
de la misma Iglesia católica. «Cuando él habla la
mentira, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira»
(Jn 8,44). Todo en él es engaño, mentira, falsedad; por eso en la vida
espiritual ¿qué va a hacer, si no?intenta
engañar y falsificar todo.
Es, pues, muy importante en la vida espiritual tener una fe viva y alerta sobre
el demonio y sus insidias, y llevar la luz de Cristo a los fondos oscuros del
alma, donde actúan las tentaciones del Maligno. Decía Santa Teresa: «tengo yo
tanta experiencia de que es cosa del demonio que, como ya ve que le entiendo,
no me atormenta tantas veces como solía» (Vida 30,9).
El
demonio ataca a todos los cristianos, pero, lógicamente, sobre todo a los
apóstoles. El demonio ataca a todos los discípulos de Cristo y, como
león rugiente, ronda buscando a quién devorar (1Pe 5,8); pero persigue muy
especialmente a todos aquellos que se atreven, como Cristo, a «dar testimonio de la verdad en el mundo» (Jn
18,37). Sabe bien que ellos son sus enemigos más poderosos, los más capaces de
neutralizar sus engaños con la luz evangélica, de disminuir o eliminar su poder
sobre los hombres. Ataca, pues, sobre todo a los confesores de la fe: «¡Simón, Simón!, mira que Satanás os ha reclamado para
cribaros como a trigo» (Lc 22,31-32). Cuenta una vez San Pablo: «pretendimos ir
pero Satanás nos lo impidió» (1Tes
2,18; cf. Hch 5,3; 2Cor 12,7).
Por eso los Apóstoles están siempre alertas, «para
no ser atrapados por los engaños de Satanás, ya que no ignoramos sus
propósitos» (2Cor 2,11).
APOCALIPSIS, VICTORIA PRÓXIMA
Y TOTAL DE CRISTO SOBRE EL DEMONIO. Ciertamente, la Iglesia lleva en esta lucha contra el demonio
todas las de ganar, porque «el Príncipe de este
mundo ya está condenado» (Jn 16,11). «El
Dios de la paz aplastará pronto a Satanás bajo vuestros pies» (Rm 16,20).
Es éste justamente el tema fundamental que San Juan desarrolla en el
Apocalipsis. «Vengo pronto; mantén con firmeza lo
que tienes, para que nadie te arrebate tu corona» (3,12). «Vengo pronto, y traigo mi recompensa conmigo, para pagar
a cada uno según sus obras» (22,12). «Sí,
vengo pronto» (22,20).
Muchos cristianos hoy lo ignoran es una pena, pero el demonio lo sabe
perfectamente. Y por eso en «los últimos tiempos» acrecienta más y más sus
ataques contra la Iglesia y contra el mundo. «El
diablo ha bajado a vosotros con gran furor, pues sabe que le queda poco tiempo»
(12,12).
EL DEMONIO (III)
Medios ordinarios de lucha espiritual contra el demonio.
Por: José María
Iraburu, sacerdote | Fuente: Reforma o apostasía
–¿Y con qué autoridad dice
usted esto? ¿Es usted profeta? –No soy.
–¿Es hijo de profeta? –Tampoco soy, aunque por ahí vamos más cerca.
–¿Y por qué habla entonces, si no es profeta ni hijo de profeta?
–Por la escasez de profetas verdaderos y la vocinglería de los falsos profetas.
En cuanto aparezcan los profetas verdaderos, yo me callo. En cuanto cesen de
engañar al pueblo los falsos profetas, también me callo. Por lo menos, así lo
espero (P. Leonardo Castellani).
El demonio vence al hombre cuando éste se fía de sus propias fuerzas, y a ellas se limita. Pensemos, por
ejemplo, en un cristiano que deja la oración, la santa Misa, el sacramento de
la penitencia. Y esto sucede, observa Pablo VI, porque al ataque de los
demonios «hoy se le presta poca atención. Se teme
volver a caer en viejas teorías maniqueas o en terribles divagaciones
fantásticas y supersticiosas. Hoy prefieren algunos mostrarse valientes y
libres de prejuicios, y tomar actitudes positivas» (15-11-1972). Por esa
vía se trivializa el mal del hombre y del mundo, y se trivializan los medios
para vencerlos: van a la guerra atómica armados de
un tirachinas. Pero ya se comprende que la decisión de eliminar
ideológicamente un enemigo, que persiste obstinadamente real, sólo consigue
hacerlo más peligroso.
Los medios ordinarios de lucha espiritual contra el demonio están enseñados ya por Dios en la Escritura, y en
seguida fueron codificados por los maestros espirituales cristianos. Menciono
brevemente los principales:
–la armadura de Dios que han de
revestir los cristianos viene descrita por San Pablo: «confortáos
en el Señor y en la fuerza de su poder; vestíos de toda la armadura de Dios,
para que podáis resistir ante las asechanzas del diablo» (Ef 6,10-18).
Esa armadura incluye en primer lugar la espada de la Palabra divina. También la
oración: «orad para que no cedáis en la tentación» (Lc
22,40), pues cierta especie de demonios «no puede
ser expulsada por ningún medio si no es por la oración» (Mc 9,29). Y
especialmente la evitación del pecado: «no pequéis,
no deis entrada al diablo» (Ef 4,26-27). «Sometéos
a Dios y resistid al diablo, y huirá de vosotros» (Sant 4,7). Pablo VI: «¿qué defensa, qué remedio oponer a la acción del
demonio? Podemos decir: todo lo que nos defiende del pecado nos defiende por
ello mismo del enemigo invisible» (15-11-1972).
–la verdad es el arma fundamental cristiana para vencer al demonio. Nada neutraliza y anula tanto el
poder del diablo sobre el mundo como la afirmación bien clara de la verdad.
Juan Pablo II enseña que «los que eran esclavos del pecado, porque se
encontraban bajo el influjo del padre de la mentira, son liberados mediante la
participación de la Verdad, que es Cristo, y en la libertad del Hijo de Dios
ellos mismos alcanzan “la libertad de los hijos de
Dios” (Rm 8,21)» (3-8-1988).
La fidelidad a la doctrina y disciplina de la Iglesia, en este sentido, es necesaria para
librarse del demonio. Decía Santa Teresa: «tengo
por muy cierto que el demonio no engañará –no lo permitirá Dios– al alma que de
ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe». A esta alma «como tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, no
la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar –aunque viese abiertos los
cielos– un punto de lo que tiene la Iglesia» (Vida 25,12). Por el
contrario, aquel maestro y doctor «católico» que
«enseña cosas diferentes y no se atiene a las
palabras saludables, las de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es
conforme a la piedad» (1Tim 6,3), ése le hace el juego al diablo, cae
personalmente y hace caer a otros bajo su influjo. El máximo empeño del diablo
es precisamente falsificar el cristianismo.
–los
sacramentales de la Iglesia, el agua bendita, las oraciones de bendición, el
signo de la cruz, los exorcismos, en los casos más graves, son ayudas preciosas. Como un niño que en el peligro corre
a refugiarse en su madre, así el cristiano asediado por el diablo tiende, bajo
la acción del Espíritu Santo, a buscar el auxilio de la Madre Iglesia. Y los
sacramentales son precisamente, como dice el Vaticano II, auxilios «de carácter
espiritual obtenidos por la intercesión de la Iglesia» (SC 60). Santa Teresa
conoció bien la fuerza del agua bendita ante los demonios: «no hay cosa con que huyan más para no volver; de la cruz
también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la virtud del agua bendita; para mí
es particular y muy conocida consolación que siente mi alma cuando la tomo». Y
añade algo muy propio de ella: «considero yo qué
gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (Vida 31,4; cf.
31,1-11).
–no tener miedo al demonio, pues el Señor nos mandó: «no se turbe vuestro
corazón, ni tengáis miedo» (Jn 14,27). Cristo
venció al Demonio y lo sujetó. Ahora es como una fiera encadenada, que no puede
dañar al cristiano si éste no se le acerca, poniéndose en ocasión próxima de
pecado. El poder tentador de los demonios está completamente sujeto a la
providencia del Señor, que lo emplea para nuestro bien como castigo medicinal
(1Cor 5,5; 1Tim 1,20) y como prueba purificadora (2Cor 12,7-10).
Los cristianos somos en Cristo reyes, y participamos del Señorío de
Jesucristo sobre toda criatura, también sobre los demonios. En este sentido escribía Santa
Teresa: «si este Señor es poderoso, como veo que lo
es y sé que lo es y que son sus esclavos los demonios –y de esto no hay que
dudar, pues es de fe–, siendo yo sierva de este Señor y Rey ¿qué mal me pueden
ellos hacer a mí?, ¿por qué no he de tener yo fortaleza para combatir contra
todo el infierno? Tomaba una cruz en la mano y parecía darme Dios ánimo,
que yo me veía otra en un breve tiempo, que no temiera meterme con ellos a
brazos, que me parecía que con aquella cruz fácilmente los venciera a todos. Y
así dije: “venid ahora todos, que siendo sierva del
Señor quiero yo ver qué me podéis hacer”». Y en esta actitud desafiante,
concluye: «No hay duda de que me parecía que me
tenían miedo, porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos que se me
quitaron todos los miedos que solía tener hasta hoy; porque, aunque algunas
veces les veía, no les he tenido más casi miedo, antes me parecía que ellos me
lo tenían a mí. Me quedó un señorío contra ellos, bien dado por el Señor de
todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Me parecen tan cobardes que,
en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza» (Vida 25,20-21).
El diablo ataca al hombre en ciertos casos con una fuerza persistente muy
especial. Ese ataque
se da
–en el asedio, también llamado obsesión, el demonio
actúa sobre el hombre desde fuera. Se dice interno cuando afecta a
las potencias espirituales, sobre todo a las inferiores: violentas
inclinaciones malas, repugnancias insuperables, angustias, pulsiones suicidas,
etc. Y externo cuando afecta a cualquiera de los sentidos externos, induciendo
impresiones, a veces sumamente engañosas, en vista, oído, olfato, gusto, tacto.
–en la posesión el demonio entra en la víctima y la
mueve despóticamente desde dentro. Pero
adviértase que aunque el diablo haya invadido el cuerpo de un hombre, y obre en
él como en propiedad suya, no puede influir en la persona como principio
intrínseco de sus acciones y movimientos, sino por un dominio violento, que es
ajeno a la sustancia del acto. La posesión diabólica afecta al cuerpo, pero el
alma no es invadida, conserva la libertad y, si se mantiene unida a Dios, puede
estar en gracia durante la misma posesión (cf. Juan Pablo II, 13-8-1986).
El medio apropiado de lucha espiritual contra el demonio, en estos casos
extremos, son los exorcismos.
Como ya vimos, fueron ejercitados con frecuencia por Cristo Salvador, y él
envió a los Apóstoles como exorcistas, con especiales poderes espirituales para
expulsar a los demonios. Los exorcismos deben, pues, ser aplicados a aquellos
hombres que son especialmente atacados por el diablo. Así lo enseña el
Catecismo de la Iglesia:
«Cuando la Iglesia pide públicamente y con
autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido
contra las asechanzas del Maligno y sustraído a su dominio, se habla de
exorcismo. Jesús lo practicó, de Él tiene la Iglesia el poder y el oficio de
exorcizar (cf. Mc 3,15; 6,7.13; 16,17). En forma simple, el exorcismo tiene
lugar en la celebración del Bautismo. El exorcismo solemne llamado “el gran exorcismo” sólo
puede ser practicado por un sacerdote y con el permiso del obispo. En estos
casos es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las reglas
establecidas por la Iglesia. El exorcismo intenta expulsar a los demonios o
liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia.
Muy distinto es el caso de las enfermedades, sobre todo psíquicas, cuyo cuidado
pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante asegurarse, antes de
celebrar el exorcismo, de que se trata de una presencia del Maligno y no de una
enfermedad» (1673).
Aumentan hoy los asedios y posesiones del diablo. Ya advertía Juan Pablo II que «las
impresionantes palabras del Apóstol Juan, “el mundo entero está bajo el
Maligno” (1Jn 5,19) aluden a la presencia de
Satanás en la historia de la humanidad, una presencia que se hace más fuerte a
medida que el hombre y la sociedad se alejan de Dios» (13-8-1886; cf.
20-8). Donde el cristianismo disminuye, crece el poder efectivo del diablo
entre los hombres. Muchos de los pocos hombres de Iglesia que hoy se ocupan en
esta gravísima cuestión afirman siempre que la acción diabólica está creciendo
notablemente en los últimos decenios. Espiritismo,
adivinación, esoterismo, tabla ouija, cultos satánicos, santería, macumba,
ritos Nueva Era, espectáculos perversos, idolatría de las riquezas,
promiscuidad sexual, drogas, son puertas abiertas para la entrada del
diablo.
Describen y analizan el acrecentamiento del poder diabólico en el mundo actual,
p. ej., el P. Gabriele Amorth, presidente de la Asociación Internacional de
Exhorcistas (30 Días, 2001, n.6), el P. René Laurentin, miembro de la
Pontificia Academia Teológica de Roma (El demonio ¿símbolo
o realidad? Bilbao, Desclée de Brouwer 1998, 149-201), el IV Congreso
Nacional de Exorcistas celebrado en México (julio 2009).
Y al mismo tiempo disminuyen los exorcismos hasta casi desaparecer en no
pocas Iglesias. En
las mismas fuentes que acabo de citar puede verse documentado y analizado este
hecho.
La apostasía generalizada en ciertas Iglesias locales –pérdida de la fe en el
demonio, absentismo masivo a la catequesis y a la Eucaristía dominical,
dejación de la confirmación y de la penitencia sacramental, etc. –, lleva
también al abandono despectivo de los sacramentales: el agua bendita, las
bendiciones, los exorcismos. Muchas diócesis, incluso naciones, no tienen
ningún exorcista. Y no pocas Curias diocesanas, por acción o por omisión,
eliminan prácticamente los exorcismos de la vida pastoral, pues les ponen
tantas exigencias y dificultades, que prácticamente los impiden.
La desaparición de los exorcismos es hoy una pérdida de especial gravedad, pues
se produce justamente cuando más se necesitan. El pueblo cristiano pide en el
Padre nuestro diariamente «líbranos del Maligno», y
ya sabemos que nuestro Señor Jesucristo, gran exorcista, dió poder a sus
apóstoles para expulsar los demonios. Por eso hoy es una gran vergüenza que los
hombres asediados y poseídos por el diablo se vean en graves peligros
espirituales y en terribles sufrimientos sin la ayuda de ciertas Iglesias
locales, que se niegan a darles el auxilio poderoso de los exorcismos,
resistiendo así la palabra de Cristo: «en mi nombre
expulsarán los demonios» (Mc 16,17).
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