A lo largo de mi vida, la figura de María Magdalena ha aparecido una y otra vez. La mayor parte de veces para recordarme sobre todo el pecado, pero también para darme una dosis de esperanza.
Sospecho que muchas mujeres
católicas y no pasamos alguna vez, por la comparación con la
Magdalena. Nuestros cuerpos, nuestras historias, nuestros llantos. Cuántas
veces algunas de nosotras ha sido llamada «magdalena».
Lo cierto en mi vida, por lo
menos, es que la figura de María Magdalena va influyendo de una manera cada vez
más clara en mi camino como mujer en el anuncio del Evangelio y en mi amor
profundo a Cristo.
He querido hacer este post
bastante personal, con la conciencia de estar compartiendo episodios
importantes de mi vida y con la ilusión tal vez de que alguna de mis
reflexiones pueda tener eco en el corazón de alguna.
1. LA OSCURIDAD Y EL TORMENTO
«Jesús caminaba por las ciudades y aldeas anunciando
la buena nueva del Reino de Dios. Los doce estaban junto a Él, así como algunas
mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y curadas de
enfermedades: María, llamada Magdalena, de la cual había salido siete demonios»
(Luc. 8,2).
Dice el evangelio que de María
Magdalena fueron expulsados siete demonios. El número siete sabemos que tiene
un significado especial en las escrituras.
Este
pasaje nos habla de un tormento enorme, de una enfermedad profunda (del cuerpo y/o del espíritu),
de una oscuridad que debe haber parecido sin salida.
Cuánto puedo identificarme con
esta oscuridad. Oscuridad a la que te acostumbras, en la que aprendes a «ver» entre espejismos. Sintiéndote libre y al
mismo tiempo esclava.
¡Qué
tormento tan grande estar lejos de Dios! Metida en un mundo tan seductor. Tan lleno de sombras que en lugar de
atemorizar parecen hechizarnos con sus promesas, sus aromas, su tibieza.
El susurro de una voz que
calma momentáneamente el deseo de saberte amada incondicionalmente, para luego
despertar con el grito sordo de la soledad de una mañana que se torna eterna.
Ese
constante cuestionamiento, y la casi certeza de no ser digna de ser amada, de
estar rota, sin brillo.
Empezar a aceptar que los
sueños, sueños son. Que el amor eterno, es eterno mientras dure. Que todo pasa
y que no cuentas con nadie más que contigo misma. Y al mismo tiempo no tienes
idea de quién eres.
Qué dura esa oscuridad que de
pronto ya no percibes porque te diste por vencida.
2. LA LUZ QUE NOS DEJA CIEGOS
María Magdalena vivió esa
oscuridad de la cual tal vez pensó que nunca saldría. Alguna vez leí en el
libro del Apocalipsis que todos tendremos la oportunidad de creer.
Y no pretendiendo hacer un
estudio teológico ni una interpretación calificada como verdadera, creo que
Jesús toca a la puerta de cada uno de los seres humanos alguna vez en la vida
(algunas tantas veces).
El encuentro con Jesús y el
perdón de los pecados de la Magdalena, la expulsión de esos «siete demonios», se tradujeron en una vida nueva,
un antes y un después, un nuevo comienzo.
Una vida nueva que no es tan
sencilla al principio. La oscuridad de los tantos años
pesa y el abismo reclama. La luz de la verdad, del encuentro con el
amor mismo es tan potente y a la vez la fragilidad del propio cuerpo es tan
grande.
La tentación de abandonarla,
las caídas que pesan, la soledad de los «amigos» que abandonan es dura. Y
Cristo lo sabe. Por eso acompaña y pide que no lo soltemos. Incluso en momentos
es Él quien nos lleva a cuestas.
Cómo podríamos caminar cuando la
vergüenza y la culpa nos atormentan. Cuando hemos negado
al único que nos ha amado incondicionalmente, infinitamente. Cuando hemos
preferido el barro antes que la miel.
Solo Él puede «hacer nuevas todas las cosas» (Apocalipsis
21,5).
3. LA CLARIDAD DE UN CAMINO DE VERDAD Y VIDA
María Magdalena permaneció al
lado de Cristo. Amaba a Cristo con todas sus fuerzas y con todo su ser. Ella
era su testigo.
Como parte de las mujeres que
seguían y servían a Jesús, aprendía de Él. Era su maestro, el camino a seguir,
la verdad y la vida misma.
Las escrituras pueden no
decirlo, pero es innegable que aquellas mujeres cumplían un rol tan importante
en la Iglesia que se gestaba, que era formada por el mismo Cristo. María
Magdalena, finalmente sería apóstol de apóstoles.
Después
de haberse rendido al amor mismo, el camino se vuelve claro. La vida toma sentido de misión, una misión feliz de la que no se puede
huir nunca.
4. LA ETERNIDAD, EL DESCANSO DEL CORAZÓN AMANTE
La vida del cristiano nunca ha
sido un lecho de rosas, salvo el lecho de rosas que construimos cada vez que rezamos el rosario.
Cristo con la propia vida nos enseñó el destino de un corazón amante, la gloria
eterna.
Y María Magdalena lo sabía,
junto a la Nuestra Madre, ella contempló caer cada gota del cuerpo de Cristo.
Qué amor tan grande el que los mantuvo a ella y al apóstol amado de pie. Pienso
que solo fue posible porque tenían el sostén de su madre y al amor mismo al
frente.
No conocemos detalles de la
vida de santa María Magdalena, pero sabemos que fue ella la primera que llegó
al sepulcro, la que salió corriendo a llamar a los apóstoles a gritar que
Cristo había resucitado.
Su vida hace eco en la mía, ya
no importa aquella oscuridad, es solo un recuerdo de mi fragilidad y mi
necesidad irrenunciable de Cristo, de su cuerpo y de su sangre, de su perdón y
de su compañía.
María
Magdalena me recuerda el sentido de mi vida, una vida que encuentra paz en
el anuncio alegre del amor de Cristo, de su palabra y de su compañía.
«Porque al
que ama mucho, mucho se le perdona» (Lucas 7:47).
Escrito por Silvana Ramos
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