“¿Hacia
dónde va la Iglesia?”. Esa era una pregunta que los jóvenes de los años 70
escuchábamos continuamente de parte de nuestros profesores de religión.
En teoría,
esos profesores deberían habernos transmitido la fe de nuestros mayores.
Fracasaron estrepitosamente. Durante la educación primaria y secundaria —fuera
en un colegio, fuera en otro instituto— aquellos “maestros”
nos transmitieron muchos interrogantes: interrogantes
nada inocentes, cargados de toda una muy determinada teología. También nos
transmitieron sentimientos: sentimientos de rebeldía, de disconformidad; por
lo menos, lo intentaron.
La pregunta
de hacia dónde iba la Iglesia quedó respondida no por la teoría, sino por la realidad en la década de los 80 y los 90. La realidad fue
bastante inmisericorde
con no pocas de aquellas vacas sagradas de la reforma posconciliar. Las que
cayeron fueron las que, en realidad, promovieron la ruptura, la revolución; la
heterodoxia, en definitiva. Lo más novedoso de una época se convirtió en lo más pasado
de moda veinte años después.
Pero el
tiempo siguió corriendo y la pregunta de hacia dónde iba la Iglesia adquirió
tonos distintos conforme avanzábamos en el siglo XXI.
Yo no soy un
profeta; pero, desde un punto de vista teórico, sí que veo claro que el futuro
eclesial, en la Aldea Global, ya no será uniforme. Entre otras cosas, porque la
globalidad también afecta a la temporalidad. Es decir, en cierto modo todos los
tiempos pasados están presentes hoy día de un modo como nunca sucedió en
tiempos pasados. Estoy seguro de que tampoco caerá la Iglesia en una especie de
fragmentación cantonalista; pues ese proceso centrífugo tampoco implicaría un
beneficio para la Iglesia. Hay una variedad que resulta enriquecedora, pero
podemos imaginarnos una realidad eclesial “selvática”.
Podemos
suponer de un modo razonable que habrá un “magma
standard” (llamémoslo así), un “sustrato común”, en el que se insertarán
todas las variantes estéticas posibles, todas las corrientes espirituales
presentes y por venir.
Ese sustrato
común puede constituir el 95% de la Iglesia, por poner un ejemplo cuantitativo
hipotético. Mientras que el otro 5% (o menos) puede ser de una extraordinaria
diversidad, puede tener un “sabor” muy
acentuado: Renovación Carismática,
Neocatecumenales, etc.
Hubo un
tiempo en que los cistercienses parecía que iban a invadir todos los espacios
de la Iglesia. En otra época, pareció que eso iba a suceder con los
franciscanos y dominicos. El Tiempo acaba siendo el gran escultor. El paso del
tiempo con su cincel acaba por dar las formas y volúmenes adecuados a una
realidad proporcionada como es la Iglesia.
Pero, como
norma fundamental, el principio de la libertad debe iluminar las decisiones. Alguien dirá que es
necesario colocar al lado el principio de la racionalidad: esto conviene, esto no conviene. Pero no, no son
dos principios una al lado del otro. La racionalidad se inserta en la libertad.
Por supuesto
que alguien me dirá que la libertad debe insertarse en la racionalidad. Sí,
tiene razón en que las decisiones creativas, novedosas, se deben insertar
dentro de la ortodoxia, de la comunión eclesial y de un mínimo de prudencia.
Pero dado por supuesto ese minimum es
la racionalidad la que se inserta en la libertad. Es decir, salvaguardado el
mínimo, prevalece la libertad.
Si el
criterio de racionalidad (dado por supuesto ese mínimo del que hablaba) fuera
el que guiara todo, el que debiera prevalecer, entonces, de hecho, la voluntad de
uno se impondría sobre la libertad. Porque siempre el que tiene la autoridad
está seguro de que tiene razón, de que su postura es la más razonable. Sea uno
el monaguillo o sea un arzobispo, uno siempre está convencido de tener razón,
de tener la visión más adecuada de lo que se debe hacer. Por eso la
articulación del minimum, principio de libertad y principio de
racionalidad deben integrarse por sustratos. Si queremos realizar una mezcla de
los tres, siempre tendremos a no percatarnos de que con la excusa de lo tercero
estamos cercenando lo segundo. La historia demuestra que esta mala articulación
no ha sido, precisamente, algo poco usual.
Pero hay que
reconocer que, en los años 70, con la excusa del principio de libertad, muchas
veces se pasaron por alto los requisitos del minimum.
No articular
bien los tres elementos conlleva frutos no deseables que he visto con mis ojos.
El peligro de la racionalidad es que se identifica con la autoridad; y son dos
cosas distintas. El peligro del "yo" nunca
puede ser minusvalorado.
Tampoco
puedo minusvalorar los prejuicios de mi "yo"
al escribir este pequeño artículo.
P. FORTEA
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