La caleta de Carquín fue durante la Colonia zona de recreación de familias españolas. Venían de la villa de Carrión de Velasco en o a caballo, al fundo Carquín Bajo, propiedad de dos ancianos españoles sin hijos, hospedaje preferido de los veraneantes.
A
la llegada del libertador José de San Martín, los dueños de esta hacienda
ocultaron todo -el oro y plata acumulada en tantísimos años, viajaron a España,
esperando tiempos mejores para regresar por la tierra y fortuna, lo que no
sucedió.
El fundo
fue pasando de mano en mano, vendido o arrendado. La estuvo siempre habitada.
Con el tiempo comenzó a circular una leyenda de un tesoro oculto. Mucha gente
decía ver de noche salir de los alrededores de la casona una bola de fuego "a tomar agua al río".
La heredó
finalmente una hermosa huaurina. Como mujer que era, no le dio importancia ni
valor alguno a la tierra y prefirió buscar mejor fortuna en el negocio de
cabotaje, permutando el fundo por una balandra que al poco tiempo naufragó. Su
nuevo propietario fue un moreno, hijo de esclavos. Interesado en el fundo por
noticias que tuvo de la leyenda de la "bola de
fuego". Su buena fortuna le había permitido dar con un tapado de
monedas de oro, oculto en una huaca en la hacienda en la que trabajaba como
gañán.
Los
peones veían al nuevo patrón rondar por huacas y paredones en dirección al río,
sobre todo en noches de luna. Andaba el moreno al acecho de la "bola de fuego”, en la que tendría un
resplandor, una señal para encontrar el tesoro. En esta afanosa búsqueda pasó
muchos que se le hicieron larguísimos, llegando a hacérsele obsesión, rayando
en la locura por el temor de morir sin encontrarlo. Estaba seguro de que
existía y debía estar escondido en los alrededores de la casona.
Cumplió
cien años, seguían sus pretensiones de seguir buscando, sus hijos le
prohibieron salir, ellos nunca llegaron a creer en la leyenda y, quedó el viejo
moreno encerrado en la planta alta. Un amplio corredor con baranda asomaba al
patio empedrado de la planta baja. En el gran salón de recepciones se
encontraba uno frente a otro, haciendo guardia, dos estatuas de soldados
españoles, revestidos de fuertes corazas, de tamaño natural, todo hecho de cal
y canto. Las diversas familias que habitaron esta casona, pintaban estos
centinelas para darles vida y presentación.
Una
mañana paseando por el corredor apoyado en un fuerte bastón, obsesionado con la
idea del tesoro oculto, maldiciendo su mala suerte, casi enloquecido acabó
tropezándose cara a cara con una de las estatuas. Enfurecido, creyéndola
culpables de su desgracia, levantó el bastón y la emprendió a golpes con el
soldado español diciéndole: "Ahora me vas a
decir dónde enterraron el tesoro de esta hacienda". Golpe tras
golpe llovía sobre la cabeza de la estatua que apaciblemente resistía sus
arremetidas, con que lo enfureció más y con mayor vigor arreció con los
bastonazos de izquierda a derecha, de arriba a abajo, una y otra vez hasta
decapitarla, yendo a caer la cabeza al patio de piedra. Quedó el viejo
sorprendido, volviendo a la realidad con el estruendo de la cabeza al partirse
en mil pedazos. Riéndose de su obra se tomó un descanso, pero nuevamente
obsesionado volvió a su demoledora acción, diablo español, estás sin cabeza,
pero igual tienes que decirme dónde está oculto el "tesoro".
Emprendiendo nuevamente contra la fuerte coraza, ¡uno!, ¡dos!, ¡tres!, ¡cuatro!, al quinto garrote la armadura
de cal y canto se fue agrietando y sobre el orificio fueron cayendo seguidos
los golpes hasta que habló: águilas de oro salieron
volando de la armadura, posándose tintilantes sobre el empedrado. En la
otra estatua, se encontraron semejando una música celestial más monedas de
plata. Los incrédulos hijos, tomaron el tesoro y para conformarlo, le dieron
tres águilas de oro, con las cuales jugaba.
Fin.
De Alberto Bisso
Sánchez
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