EL POETA LO USA «EN SU BENEFICIO» EN EL ÚLTIMO CANTO DEL PARAÍSO
El 14 de septiembre se cumplirán setecientos años de la muerte de Dante Alighieri, cuya «Divina Comedia» es una de las obras cumbres de la literatura universal. Foto: ANSA.
El heptacentenario de la muerte
de Dante Alighieri (1265-1321) no
deja de dar pretexto a reflexiones sobre su obra, y en particular sobre su obra
principal. El último canto del Paraíso, en la Divina
Comedia, se abre con la oración de San Bernardo (1090-1153) a la Virgen María (Virgen Madre,
Hija de tu Hijo) para que interceda ante Dios a fin de que Dante
pueda verlo.
Incluida entre las oraciones
litúrgicas, es una de las invocaciones más hermosas dirigidas a la
Virgen, mediadora de todas las
gracias. Giovanni Fighera ha escrito un interesante artículo al respecto en
La
Nuova Bussola Quotidiana, que traduce Cari
Filii:
DANTE Y UNA DE LAS MÁS BELLAS
INVOCACIONES A MARÍA
Fundamental en la vida del creyente, la oración es una invocación dirigida a
Dios, o a los santos para que puedan interceder ante Él. Totalmente ausentes en
el primer reino [el Infierno de la Divina Comedia], las oraciones
se convierten en uno de los leitmotiv
en el Purgatorio, donde las oraciones son alabanzas al Creador
y, al mismo tiempo, peticiones de sufragio a fin de reducir el sufrimiento de
las almas que están expiando. También en el Paraíso
las oraciones alegran el viaje de Dante que oye cantar, entre otras, el Ave Maria, el Regina
coeli, el Gloria, el Santo.
El último canto del Paraíso se abre
con la oración de San Bernardo a la Virgen María (Virgen Madre,
Hija de tu Hijo) para que interceda ante Dios a fin de que Dante
pueda verlo. Incluida entre las oraciones litúrgicas, es una de
las invocaciones más hermosas dirigidas
a la Virgen.
¿Por qué es precisamente San Bernardo el que ocupa el lugar de Beatriz y se convierte en el último
guía de Dante, el que lleva al poeta hasta la visión de Dios? Existen
razones claras y evidentes para que sea él quien teja el elogio de la Virgen
para que sea mediadora entre Dante y Dios. De hecho, San Bernardo puede
presumir de tener méritos muy particulares ante María. Devoto de la Virgen, es
el autor de una de las más bellas oraciones marianas, el Memorare [Acordaos], que en español reza así:
Acuérdate, Oh piadosísima Virgen María, que jamás
se oyó decir que hayas abandonado a ninguno de cuantos han acudido a tu amparo,
implorando tu protección y reclamando tu auxilio.
Animado con esta confianza, también yo acudo a ti, Virgen de las vírgenes, y
gimiendo bajo el peso de mis pecados me atrevo a comparecer ante tu soberana
presencia.
No deseches mis súplicas, Madre del Verbo divino, antes bien óyelas y
acógelas benignamente. Amén.
Esta oración nos enseña a pedir ayuda, a implorar
auxilio, a mendigar con pobreza de espíritu. A San Bernardo también se le atribuye el
dicho: Ad Iesum per Mariam. Se
llega al hijo, Jesús, por la madre, María. Por consiguiente, puesto que durante
su vida San Bernardo proclamó la belleza y la grandeza de María, ahora, en el
Paraíso, reza a la Virgen como abogada nuestra para que Dante pueda ver a Dios
después del esfuerzo del largo viaje que, desde la selva oscura de Jerusalén,
le ha llevado hasta el Empíreo.
El Himno
a la Virgen se estructura en dos
partes: la primera es el elogio de María y la
segunda es una petición a la Virgen para que Dante conserve sus sentidos
después de haber visto a Dios. San Bernardo empieza así:
Virgen Madre, Hija de tu Hijo, humilde y gloriosa
más que ninguna otra criatura, objeto inmutable de los designios del Eterno; tú
eres la que de tal manera ennobleces la humana naturaleza, que no se desdeñó su
Hacedor de convertirse en hechura suya.
En tu seno se encendió aquel amor cuya llama hizo florecer así esta rosa en la
paz perpetua del Paraíso.
Aquí eres para nosotros sol de caridad en su mediodía, y para los mortales en
la tierra inagotable fuente de esperanza.
Tan grande eres, Señora, y tan poderosa, que el que pretende una gracia y no
acude a ti,
desea el imposible de volar sin alas.
Y tu bondad no sólo viene en auxilio del que la demanda, sino que muchas veces se
anticipa generosamente a todo ruego.
En ti la misericordia, la piedad, la magnificencia, en ti se junta cuanto de
bueno hay en las criaturas. (Paraíso, canto XXXIII)
Remitiéndose a la tradición mariana y a la liturgia, San Bernardo se dirige a
la Virgen con tres antítesis: virgen y, al mismo tiempo, madre, hija de su hijo,
humilde y la más gloriosa de todas las criaturas. En ella se resumen tres misterios humanamente
incomprensibles: la virginidad fecunda, el milagro
de una criatura que se convierte en madre de su mismo Hacedor, la grandeza de
la Virgen que reside en su pobreza de espíritu, en su humildad y en el simple
"sí" pronunciado ante la llamada del Señor. El canto de agradecimiento
conocido como Magnificat, pronunciado por María como respuesta al saludo
de su prima Isabel, es un
hermosísimo testimonio de la humildad de la Virgen.
La Virgen ha transformado la naturaleza humana en algo tan noble y grande
que Dios no ha despreciado convertirse en hombre. En el seno de la
Virgen se vuelve a encender el amor entre Dios y el hombre, porque la
maternidad de la Virgen permite la Encarnación del Verbo y la Redención de la
humanidad. Dios ha mostrado al hombre el camino para volver a Él y subir al
Paraíso enviando a Su Hijo Jesús, que es el camino, la verdad y la vida. Con la
muerte y la resurrección de Cristo germinó en el Cielo la Cándida Rosa, lugar
de los santos. La santidad, amor a Cristo que lleva a seguirlo e imitarlo, es
posible desde el momento en que Dios se ha encarnado. Según la historia, el
primer canonizado de la historia es ese Dimas, el buen
ladrón, que reconoció la grandeza de Jesús cuando estaba a punto de morir y le
suplicó: "Jesús, acuérdate de mí cuando estés
en tu reino". El Señor le respondió: "Hoy
estarás conmigo en el Paraíso".
La Virgen ha colaborado a la redención del mundo, por lo que es Corredentora. Precisamente en gracia y en previsión de los
méritos infinitos de Jesucristo, Dios preservó a María del pecado original;
Ella es la sine labe concepta (la "concebida
sin pecado"), la Inmaculada Concepción, receptáculo de
misericordia, de piedad y de todo tipo de caridad. La Virgen es una llama de
amor en el Paraíso y el manantial del que brota la esperanza para los hombres. Aquel que desee obtener una gracia debe recurrir a la oración a la
Virgen; si no lo hace, se comporta como una persona que desea volar sin tener
alas.
La Virgen auxilia no solo a quien le suplica, sino también a quien se olvida
totalmente de Ella. El propio Dante experimentó esa benevolencia al inicio de
su viaje en el Infierno: no pidió ayuda enseguida y
cuando gritó "Miserere de mí", se dirigió a una persona
(sombra u hombre) que tenía ante él; no rezó directamente a María, de la que
-es evidente-, se había olvidado. Y sin embargo, Ella ya había
movilizado a Santa Lucia, que había pedido ayuda a Beatriz. Por esto Virgilio
se encontraba allí, en la selva oscura, para socorrer a Dante. La Virgen, que
comprende en ella las mayores virtudes, es presentada con toda su humanidad de
madre: madre de Jesús, pero también madre nuestra.
En la segunda parte de la oración, San Bernardo le recuerda a la Virgen la complejidad del viaje de Dante y
le pide que permita que el poeta pueda ver a Dios sin que sus sentidos se
dañen:
Este, pues, que desde el más profundo abismo del
Universo ha visto hasta llegar aquí las existencias de los espíritus una a una,
te pide por gracia la virtud de poder remontarse con su vista a la felicidad
suprema.
Yo, que jamás he deseado para mí este don con mayor anhelo que para él, encarecidamente
te suplico, y espero no será en vano, que por medio de tus ruegos disipes las
sombras de su mortal condición, de suerte que llegue a gozar del soberano bien.
Ruégote asimismo, ¡oh Reina!, pues cuanto intentas puedes, que conserves sus
afectos puros después de tan gran
visión, y que tu amparo le baste a triunfar de toda pasión humana.
Mira cómo Beatriz y todos los bienaventurados alzan a ti sus manos para que
acojas mi petición. (Paraíso, canto XXXIII)
Con una intensa y ardiente caridad, que nunca sintió por él mismo, San Bernardo reza a la Virgen para que Dante pueda elevar su mirada hasta
Dios, de modo tal que se le revele el Bien que satisface cualquier
deseo humano de felicidad. Sin embargo, el poeta debe conservar todos sus
sentidos y la memoria; así, cuando vuelva a la Tierra podrá relatar y
manifestar todo lo que ha visto, ese Dios que San Bernardo define "la felicidad suprema" (es decir,
nuestra extrema posibilidad de salvación) y el "soberano
bien" (es decir, la felicidad plena para el ser humano).
Traducción de Elena Faccia Serrano.
Tomado del portal
mariano Cari Filii.
No hay comentarios:
Publicar un comentario