miércoles, 30 de junio de 2021

¿TE DEJAS AMAR POR DIOS? 3 IDEAS QUE DEBES RECORDAR SIEMPRE

 Esta vez quiero compartirte un diálogo muy espiritual que tuvimos en un grupo de pastoral de mi parroquia. En dicha reunión, hablamos del infierno, del misterio del mal, de la oscuridad, del pecado y las miserias que habitan en nuestro corazón. Y cómo dejarse amar por Dios en este contexto.

Les advierto que fue un compartir muy duro, fuerte, sin medias tintas, difícil de escuchar. Pero a la vez, lleno de luz, paz, amor, y la serenidad, que solo nos puede brindar la mirada misericordiosa del Padre. 

Cuando queremos enfrentar con transparencia y honestidad, las realidades duras y horribles de nuestra vida, solemos, influenciados por la cultura del Mundo en que vivimos moderar o suavizar el peso de maldad y perversidad que tienen.  

Unos más que otros, por supuesto… cada uno puede hacer su propio examen de consciencia.  Aún más, si lo que buscamos discernir es la miseria que anida en el propio corazón.

¿CÓMO DEBEMOS MIRAR NUESTRO INTERIOR? 

Recordemos que, gracias al Bautismo, somos templos del Espíritu Santo. Sin embargo, también debemos reconocer que, en nuestro interior, residen también pecados, infidelidades y toda suerte de miserias que nos alejan de Dios. 

Es duro decirlo, pero tenemos que mirarnos en el espejo, y reconocer que, así como nuestra vida está llena de hechos y experiencias hermosas y maravillosas, también está enredada con la oscuridad y las tinieblas del pecado. 

La única manera de mirar el peso y la gravedad de nuestra miseria es desde los ojos misericordiosos del Padre. Recordemos la parábola del hijo pródigo, cuando el Padre, a lo lejos, se da cuenta de que su hijo está regresando. 

Sabe muy bien cómo ha malgastado la herencia, pero – el relato así nos lo muestra – pareciera que no le importa todo lo que había hecho, sino que está vivo, que ha regresado. Lo sigue amando como antes. Es más, parece que quiere mostrarle aún más su amor. Le hace una gran fiesta, le da un anillo, un vestido nuevo y sandalias (Lucas 15, 11-32).

Así lo vemos en otros pasajes del Evangelio. Cómo el Señor tiene un amor predilecto por los pecadores. La actitud que tiene con la mujer que ha sido encontrada flagrantemente en adulterio (Juan 7,53 -8,11), con la samaritana (Juan 4, 1-42).

O cuando va a la casa de Zaqueo (Lucas 19, 1-10) – el cobrador de impuestos. Y con la mujer que se pone a enjugar los pies de Jesús con su cabellera (Lucas 7, 36-50), en la casa del fariseo. 

¡Y muchos otros pasajes! en los que Jesús nos muestra que Su Amor no cambia por nuestros pecados. Es más, murió en la Cruz por los pecadores. Vino para salvarnos y no para juzgarnos.

LA MIRADA JUSTICIERA

¡Cuántas veces somos nosotros mismos quienes de modo justiciero nos juzgamos! Nos cuesta mirar y reconocer el peso de nuestros pecados y miserias, puesto que es doloroso. A nadie le gusta su pecado.

Por supuesto, causa rechazo y una profunda tristeza la consciencia de que, una y otra vez, huimos y rechazamos el Amor de Dios. Descubrimos en nuestro corazón esa doble voluntad, que tan bien describe San Pablo, cuando nos dice que el Espíritu quiere el amor, pero nuestra carne es débil (Mateo 26, 41).

El problema es que cuando esto ocurre, en realidad estamos huyendo de nosotros mismos. ¿Difícil? Sí… pero tenemos que hacerlo. Pues, si no morimos con Cristo, tampoco participamos de su resurrección (Romanos 6, 8-18).

Nos cuesta perdonarnos a nosotros mismos. Si no nos vemos desde los ojos del Padre, la consciencia de nuestros pecados y la oscuridad que muchas veces vivimos nos hace caer en el negativismo y la desesperanza. Aceptar y reconocer con humildad y serenidad nuestro lado oscuro, solo es posible con la luz de la Verdad, que brota del encuentro con Dios. 

La «otra mirada» es la que aprendemos del mundo o del demonio, que nos recrimina por caer una y otra vez en los mismos pecados. Así nunca vamos a poder perdonarnos.

Es más, no podremos soportar mirarnos y reconocernos. Sin ese Amor de Dios, ¿qué nos puede sostener? ¿Qué esperanza podemos tener, si sabemos que, hace años cojeamos del mismo pie? ¿Nos confesamos de lo mismo?

Llegamos al punto de creer – como lo dice el hermano mayor en la parábola del Padre misericordioso – que no merecemos el Amor del Padre, porque somos pecadores.

La verdad es que, efectivamente, por nuestras conductas no merecemos el Amor de Dios. Pero esa es una manera humana de pensar. Demos gracias a Dios, porque Su Amor es diferente. Que supera nuestra traición, y nos envió a su Hijo único, para salvarnos de nuestros pecados.

SEGUIMOS SIENDO HIJOS DE DIOS

Es verdad que por nuestros pecados – aunque suene horrible y difícil de reconocer – merecemos el infierno. No hay nada que podamos hacer, por lo que merezcamos gozar de la Gloria de Dios, en el Cielo. No lo merecemos, somos unos indignos pecadores. 

Pero lo cierto es que Dios nos ama gratuitamente, y Cristo quiso entregar su vida en la Cruz, por libre voluntad. Porque nos ama. Nos ha devuelto la posibilidad de entrar al Cielo, sencillamente por su Amor gratuito. 

Por culpa del pecado hemos perdido nuestra semejanza, y, en vez de estar inclinados al amor, tenemos la concupiscencia que no instiga a vivir el egoísmo. Sin embargo, sabemos que no hemos sido radicalmente rotos por alejarnos de Dios. Todavía somos buenos por naturaleza, aunque heridos por el pecado.

El gran reto que nos toca es un combate espiritual, que implica ser fiel al amor que nos tiene el Señor, y rechazar el pecado. Comprometiéndonos a ser responsables con nuestra libertad, optando por la Verdad, y encaminándonos hacia lo Bueno. Llamados a ser otro Cristo, como nos invita repetidas veces San Pablo. (Filipenses 1, 21 / Gálatas 2, 20)

Finalmente, pidamos a Dios que nos conceda la gracia de mirarnos desde Su Misericordia, y no tener miedo de reconocer el pecado que habita en nuestro corazón. Que podemos ser iluminados por Cristo, si es que lo abrimos y dejamos que Él nos perdone y sane nuestras heridas, volviendo a la comunión con el Padre.

Tenemos la confianza que el Señor nos perdona una y otra vez, mientras reconozcamos con humildad quiénes somos y cómo somos ante Dios. No nos ocultemos por nuestros pecados, más bien dejémonos reconciliar por Dios (2 Coríntios 5, 20).

Escrito por Pablo Perazzo

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