Este amor tiene perfecta vigencia en nuestros días.
Por: José Guillermo García Olivas | Fuente:
Catholic.net
Aquel joven le preguntó a Jesús: ¿Maestro que he de hacer yo para conseguir la vida eterna?
y Él le contestó: “Si quieres entrar en la vida eterna, cumple los
Mandamientos” (Mt.19,16.19). Pero el joven insistió. ¿Cuál es el Mandamiento más importante de la Ley?
Jesús le respondió: “Amarás al Señor tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y más
importante. Pero hay otro semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. Toda la Ley se fundamenta en estos dos Mandamientos” (Mt.22,36.38).
Y esto, me recuerda mi noble y sincera pregunta, a aquel hombre de Dios, en una
sesión de catequesis para adultos. ¿Cómo es posible
amar a Dios, al que no vemos, si nos resulta tan difícil, amar a los que viven
a nuestro alrededor? La respuesta fue tan contundente y definitiva, que
me hizo
reflexionar.
Si no amas a Dios, porque no lo ves, es que tu amor a El es frágil. Porque
amarle, es seguirle y reconocerlo como creador y salvador. Como dueño y señor
de todo lo que existe. Como destino de nuestro espíritu, para agradecerle, todo
lo que ha hecho y hace día a día por nosotros.
Es, profesarle libremente nuestro amor en público y en privado. Es, pedirle ser
el último en todo, y aceptar ser el primero en amarle sin peso ni medida.
Amar a Dios, es verlo y sentirlo, no allá lejos, donde brillan las estrellas,
si no a nuestro lado, caminando por nuestras mismas calles.
Amarle, es contemplar todos los tesoros de bondad y ternura, que nos ha dejado,
y cumplir su nuevo Mandamiento: “Que os améis los
unos a los otros como yo os he amado” (Jn.15,12).
No sé, pero me parece a mí, después de escuchar
al catequista, que el amor a Dios, se refleja en esa lección de pequeños
detalles que la vida diaria nos enseña.
Y es amar a Dios, cumpliendo con el primer Mandamiento, amando a los
inmigrantes, que desesperados por diversas causas, abandonan sus pueblos y no
encuentran acomodo entre nosotros. Y comprendiendo a los que sufren pérdida de
libertad, siendo inocentes o presuntos culpables. Amando y respetando a los
desvalidos o indigentes; a los que nos importunan en el tráfico diario, y a los
que nos superan en el mundo laboral.
Y es amar a Dios, amando, a los que nos atienden en los hospitales, a veces,
salvando nuestras propias vidas. Y visitando a nuestros mayores, que en
residencias o en sus propios hogares, se encuentran abandonados, consumiendo
sus últimos días en esta vida. Y consolando a los que sufren el azote de la
enfermedad incurable y esperan en la soledad de cualquier centro sanitario.
También se ama a Dios, no volviendo la cara hacia esos africanos –en su mayoría
jóvenes- que viven en la frontera entre Uganda y Kenia, sufriendo una gran
epidemia de sida y tuberculosis y que nos gritan sin esperanza, que quieren
vivir, pero no tienen comida para alimentarse ni medicamentos que les evite ese
holocausto.
Y se puede amar a Dios, convenciendo a los que piensan equivocadamente que por
envejecer dejan de amar, sin saber que, por dejar de amar, empiezan a envejecer
y hablando con aquellos que amamos y sin embargo no nos atrevemos a decírselo.
Y, ayudando a los niños explotados, marginados, incipientes delincuentes que
buscan en los basureros, la comida que nosotros desechamos.
Amar a Dios es amando al Padre Vicente Ferrer, misionero, que lo abandonó todo
por amor a los que sufren en la India, donde desarrolla una labor inmensa. O,
reflejándonos en el espejo de Monseñor Romero, que en pleno siglo XX, dio su
vida por amor a Dios y a los hombres. Y
entendiendo a los misioneros, que dejando sus países, familias y comodidades,
se marcharon lejos por amor a los que los necesitan, regalándoles hasta su
propia vida.
Igualmente, se ama a Dios, amando y perdonando a los incrédulos y no creyentes,
porque tal vez, por nuestros raquíticos ejemplos en la vida espiritual, moral y
social, hayamos sido culpables de su falta de amor y conocimiento de Dios.
Por todo ello y mucho más, estoy plenamente convencido, que efectivamente “algo escrito hace más de dos mil años”, tiene
perfecta vigencia en nuestros días.
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