Esta
vez quiero compartirte un diálogo muy espiritual que tuvimos en un grupo de
pastoral de mi parroquia. En dicha reunión, hablamos del infierno, del misterio
del mal, de la oscuridad, del pecado y las miserias que habitan en nuestro
corazón. Y cómo dejarse amar por Dios en este contexto.
Les advierto que fue un
compartir muy duro, fuerte, sin medias tintas, difícil de escuchar. Pero a la
vez, lleno de luz, paz, amor, y la serenidad, que solo nos puede brindar la
mirada misericordiosa del Padre.
Cuando queremos enfrentar con
transparencia y honestidad, las realidades duras y horribles de nuestra vida,
solemos, influenciados por la cultura del Mundo en que vivimos moderar o
suavizar el peso de maldad y perversidad que tienen.
Unos más que otros, por
supuesto… cada uno puede hacer su propio examen de consciencia. Aún más,
si lo que buscamos discernir es la miseria que anida en el propio corazón.
¿CÓMO DEBEMOS MIRAR NUESTRO INTERIOR?
Recordemos que, gracias al
Bautismo, somos templos del Espíritu Santo.
Sin embargo, también debemos reconocer que, en nuestro interior, residen
también pecados, infidelidades y toda suerte de miserias que nos alejan de
Dios.
Es duro decirlo, pero tenemos
que mirarnos en el espejo, y reconocer que, así como nuestra vida está llena de
hechos y experiencias hermosas y maravillosas, también está enredada con la oscuridad
y las tinieblas del pecado.
La única manera de mirar el
peso y la gravedad de nuestra miseria es desde los ojos misericordiosos del
Padre. Recordemos la parábola del hijo pródigo, cuando el Padre, a lo lejos, se
da cuenta de que su hijo está regresando.
Sabe muy bien cómo ha
malgastado la herencia, pero – el relato así nos lo muestra – pareciera que no
le importa todo lo que había hecho, sino que está vivo, que ha regresado. Lo
sigue amando como antes. Es más, parece que quiere mostrarle aún más su amor.
Le hace una gran fiesta, le da un anillo, un vestido nuevo y sandalias (Lucas
15, 11-32).
Así lo vemos en otros pasajes
del Evangelio. Cómo el Señor tiene un amor predilecto por los pecadores. La
actitud que tiene con la mujer que ha sido encontrada flagrantemente en
adulterio (Juan 7,53 -8,11), con la samaritana (Juan 4, 1-42).
O cuando va a la casa de
Zaqueo (Lucas 19, 1-10) – el cobrador de impuestos. Y con la mujer que se pone
a enjugar los pies de Jesús con su cabellera (Lucas 7, 36-50), en la casa del
fariseo.
¡Y muchos otros
pasajes! en los que
Jesús nos muestra que Su Amor no cambia por nuestros pecados. Es más, murió en
la Cruz por los pecadores. Vino para salvarnos y no para juzgarnos.
LA MIRADA JUSTICIERA
¡Cuántas veces
somos nosotros mismos quienes de modo justiciero nos juzgamos!
Nos cuesta
mirar y reconocer el peso de nuestros pecados y miserias, puesto que es
doloroso. A nadie le gusta su pecado.
Por supuesto, causa rechazo y
una profunda tristeza la consciencia de que, una y otra vez, huimos y
rechazamos el Amor de Dios. Descubrimos en nuestro corazón esa doble voluntad,
que tan bien describe San Pablo, cuando nos dice que el Espíritu quiere el
amor, pero nuestra carne es débil (Mateo 26, 41).
El problema es que cuando esto
ocurre, en realidad estamos huyendo de nosotros mismos. ¿Difícil? Sí… pero tenemos que hacerlo. Pues, si no morimos con
Cristo, tampoco participamos de su resurrección (Romanos 6, 8-18).
Nos cuesta perdonarnos a
nosotros mismos. Si no nos vemos desde los ojos del Padre, la consciencia de
nuestros pecados y la oscuridad que muchas veces vivimos nos hace caer en el
negativismo y la desesperanza. Aceptar y reconocer con humildad y serenidad
nuestro lado oscuro, solo es posible con la luz de la Verdad, que brota del
encuentro con Dios.
La «otra
mirada» es la que aprendemos del mundo o del demonio, que nos recrimina
por caer una y otra vez en los mismos pecados. Así nunca vamos a poder
perdonarnos.
Es más, no podremos soportar
mirarnos y reconocernos. Sin ese Amor de Dios, ¿qué
nos puede sostener? ¿Qué esperanza podemos tener, si sabemos que, hace años
cojeamos del mismo pie? ¿Nos confesamos de lo mismo?
Llegamos al punto de creer –
como lo dice el hermano mayor en la parábola del Padre misericordioso – que no
merecemos el Amor del Padre, porque somos pecadores.
La verdad es que,
efectivamente, por nuestras conductas no merecemos el Amor de Dios. Pero esa es
una manera humana de pensar. Demos gracias a Dios, porque Su Amor es diferente.
Que supera nuestra traición, y nos envió a su Hijo único, para salvarnos de
nuestros pecados.
SEGUIMOS SIENDO HIJOS DE DIOS
Es verdad que por nuestros
pecados – aunque suene horrible y difícil de reconocer – merecemos el infierno.
No hay nada que podamos hacer, por lo que merezcamos gozar de la Gloria de
Dios, en el Cielo. No lo merecemos, somos unos indignos pecadores.
Pero lo cierto es que Dios nos
ama gratuitamente, y Cristo quiso entregar su vida en la Cruz, por libre
voluntad. Porque nos ama. Nos ha devuelto la posibilidad de entrar al Cielo,
sencillamente por su Amor gratuito.
Por culpa del pecado hemos
perdido nuestra semejanza, y, en vez de estar inclinados al amor, tenemos la
concupiscencia que no instiga a vivir el egoísmo. Sin embargo, sabemos que no
hemos sido radicalmente rotos por alejarnos de Dios. Todavía somos buenos por
naturaleza, aunque heridos por el pecado.
El gran reto que nos toca es
un combate espiritual, que implica ser fiel al amor que nos tiene el Señor, y
rechazar el pecado. Comprometiéndonos a ser responsables con nuestra libertad,
optando por la Verdad, y encaminándonos hacia lo Bueno. Llamados a ser otro
Cristo, como nos invita repetidas veces San Pablo. (Filipenses 1, 21 / Gálatas
2, 20)
Finalmente, pidamos a Dios que
nos conceda la gracia de mirarnos desde Su Misericordia, y no tener miedo de
reconocer el pecado que habita en nuestro corazón. Que podemos ser iluminados
por Cristo, si es que lo abrimos y dejamos que Él nos perdone y sane nuestras
heridas, volviendo a la comunión con el Padre.
Tenemos la confianza que el
Señor nos perdona una y otra vez, mientras reconozcamos con humildad quiénes
somos y cómo somos ante Dios. No nos ocultemos por nuestros pecados, más bien
dejémonos reconciliar por Dios (2 Coríntios 5, 20).
Escrito por Pablo Perazzo