El primero de enero celebramos a María como Madre de Dios. María fue la elegida para ser Madre de Cristo.
Por: Tere Vallés | Fuente: Catholic.net
EL PRIMERO DE ENERO
CELEBRAMOS A MARÍA COMO MADRE DE DIOS.
María fue la elegida para ser Madre de Cristo y aceptó esta misión al decir “sí” a Dios. Festejamos el tener una Madre en el cielo
que nos ayuda y auxilia en nuestras necesidades y nos ama.
UN POCO DE HISTORIA
Todo año que se inicia es “Año del Señor”. Sólo
con Él se construye el puente que nos conduce del tiempo a la eternidad. Este
día, como todos los demás días, debemos rezar a Dios con infinita confianza.
Nuestra vida espiritual debe crecer cada año que pasa. Por esto hoy, que es el
primer día del año, le pedimos a María Santísima que nos ayude a lograrlo.
Este día es día de precepto, hay que ir a misa. La misa está dedicada a honrar
a María, Madre de Dios y de la Iglesia.
María Madre de Dios. María era una joven Israelita que vivía en Nazaret de
Galilea y, como todos los Israelitas, esperaba que se cumpliera la promesa de
Dios de mandar un Salvador al mundo. María no era una mujer como todas, pues
desde siempre Dios había pensado en ella y había nacido sin pecado original.
Con su respuesta, María cambió el rumbo de la historia. Dijo “sí” aceptando con alegría la voluntad de Dios,
entregándose a sí misma como colaboradora
de Dios y de su plan de salvación.
María fue la elegida para ser la Madre de Dios y ella respondió al llamado “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra”.
La Virgen María nos ayuda a vencer la tentación, conservar el estado de gracia
y la amistad con Dios para poder llegar al Cielo.
Si elegimos vivir como hijos de María
debemos adoptar varias actitudes: Abrirle nuestro corazón a su amor: Es dejarnos querer, abandonarnos a su cuidado con total
confianza. Ella no se desanima a pesar de nuestros caprichos y debilidades.
MIRARLA COMO NUESTRA MADRE:
Hablarle de nuestras alegrías y penas, contarle nuestros problemas y pedirle
ayuda para superarlos.
DEMOSTRARLE NUESTRO CARIÑO:
Hacer lo que a Ella le gustaría que hicieras, que es lo que Dios quiere de
nosotros. Acudir a Ella a lo largo del día nos puede ayudar grandemente.
CONFIAR PLENAMENTE EN ELLA:
Todas las gracias que Jesús nos da pasan por las manos de María, y ella mejor
que nadie intercede ante su Hijo por nuestras necesidades.
IMITAR SUS VIRTUDES:
Es la mejor manera de demostrarle nuestro amor.
Debemos aprovechar esta fiesta para ofrecerle a la Virgen el año que comienza,
para pedirle su ayuda de Madre para vencer las dificultades y agradecerle su
presencia y cuidado maternal en cada momento de nuestras vidas. Al acudir a la
Eucaristía, donde está Dios vivo, pedirle que nos ayude a permanecer cerca de
María todo el año, porque fue Él quien nos la dio como madre desde el pie de la
cruz.
Algunas personas te dirán que María no es especial, que eso de que fue Virgen y
tal es cuento. Recuerda que fue Jesús mismo quien nos la dejó como Madre (Jn
19, 25-27). Además, honrar a la Madre es siempre dar gusto al Hijo. A Jesús
pues, le agrada cuando decimos cosas bonitas de María, como es el “Ave María” del Rosario.
ORACIÓN
Te pido Señor vivir mi vida siempre muy cerca de Ti
y de la Santísima Virgen, tu Madre a quien nos encargaste.
El 1 de enero de 2016 se celebra
también la Jornada Mundial de la Paz
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CELEBRACIÓN DE LA XLIX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Vence la
indiferencia y conquista la paz. 1 de enero 2016.
Por: S.S. Papa Francisco | Fuente:
http://w2.vatican.va
1 DE ENERO DE 2016
Vence
la indiferencia y conquista la paz
1. Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios
no la abandona.
Al comienzo del nuevo año, quisiera acompañar
con esta profunda convicción los mejores deseos de abundantes bendiciones y de
paz, en el signo de la esperanza, para el futuro de cada hombre y cada mujer,
de cada familia, pueblo y nación del mundo, así como para los Jefes de Estado y
de Gobierno y de los Responsables de las religiones. Por tanto, no perdamos la
esperanza de que 2016 nos encuentre a todos firme y confiadamente
comprometidos, en realizar la justicia y trabajar por la paz en los diversos
ámbitos. Sí, la paz es don de Dios y obra de los hombres. La paz es don de
Dios, pero confiado a todos los hombres y a todas las mujeres, llamados a
llevarlo a la práctica.
Custodiar
las razones de la esperanza
2. Las
guerras y los atentados terroristas, con sus trágicas consecuencias, los
secuestros de personas, las persecuciones por motivos étnicos o religiosos, las
prevaricaciones, han marcado de hecho el año pasado, de principio a fin,
multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las
formas de la que podría llamar una «tercera guerra
mundial en fases». Pero algunos acontecimientos de los años pasados y
del año apenas concluido me invitan, en la perspectiva del nuevo año, a renovar
la exhortación a no perder la esperanza en la capacidad del hombre de superar
el mal, con la gracia de Dios, y a no caer en la resignación y en la
indiferencia. Los acontecimientos a los que me refiero representan la capacidad
de la humanidad de actuar con solidaridad,
más allá de los intereses individualistas, de la apatía y de la indiferencia
ante las situaciones críticas.
Quisiera recordar entre dichos acontecimientos
el esfuerzo realizado para favorecer el encuentro de los líderes mundiales en
el ámbito de la COP 21, con la finalidad de buscar nuevas vías para afrontar
los cambios climáticos y proteger el bienestar de la Tierra, nuestra casa
común. Esto nos remite a dos eventos precedentes de carácter global: La
Conferencia Mundial de Addis Abeba para recoger fondos con el objetivo de un
desarrollo sostenible del mundo, y la adopción por parte de las Naciones Unidas
de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, con el objetivo de asegurar
para ese año una existencia más digna para todos, sobre todo para las poblaciones
pobres del planeta.
El año 2015 ha sido también especial para la
Iglesia, al haberse celebrado el 50 aniversario de la publicación de dos
documentos del Concilio Vaticano II que expresan de modo muy elocuente el
sentido de solidaridad de la Iglesia con el mundo. El papa Juan XXIII, al
inicio del Concilio, quiso abrir de par en par las ventanas de la Iglesia para
que fuese más abierta la comunicación entre ella y el mundo. Los dos
documentos, Nostra aetate y Gaudium et spes,
son expresiones emblemáticas de la nueva relación de diálogo, solidaridad y
acompañamiento que la Iglesia pretendía introducir en la humanidad. En la
Declaración Nostra aetate, la Iglesia ha sido llamada a abrirse al diálogo
con las expresiones religiosas no cristianas. En la Constitución pastoral Gaudium et
spes, desde el momento que «los
gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro
tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y
esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» [1], la Iglesia
deseaba instaurar un diálogo con la familia humana sobre los problemas del
mundo, como signo de solidaridad y de respetuoso afecto [2].
En esta misma perspectiva, con el Jubileo de la
Misericordia, deseo invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo
cristiano pueda desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y
testimoniar la misericordia, de «perdonar y
de dar», de abrirse «a cuantos viven en las
más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo
moderno dramáticamente crea», sin caer «en
la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide
descubrir la novedad, en el cinismo que destruye» [3].
Hay muchas razones para creer en la capacidad de
la humanidad que actúa conjuntamente en solidaridad, en el reconocimiento de la
propia interconexión e interdependencia, preocupándose por los miembros más
frágiles y la protección del bien común. Esta actitud de corresponsabilidad solidaria
está en la raíz de la vocación fundamental a la fraternidad y a la vida común.
La dignidad y las relaciones interpersonales nos constituyen como seres
humanos, queridos por Dios a su imagen y semejanza. Como creaturas dotadas de
inalienable dignidad, nosotros existimos en relación con nuestros hermanos y
hermanas, ante los que tenemos una responsabilidad y con los cuales actuamos en
solidaridad. Fuera de esta relación,
seríamos menos humanos. Precisamente por eso, la indiferencia representa una
amenaza para la familia humana. Cuando nos encaminamos por un nuevo año, deseo
invitar a todos a reconocer este hecho, para vencer la indiferencia y
conquistar la paz.
Algunas
formas de indiferencia
3. Es
cierto que la actitud del indiferente, de quien cierra el corazón para no tomar
en consideración a los otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que
lo circunda o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás,
caracteriza una tipología humana bastante difundida y presente en cada época de
la historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha superado decididamente el
ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la
«globalización de la indiferencia».
La primera forma de indiferencia en la sociedad
humana es la indiferencia ante Dios, de la cual brota también la indiferencia
ante el prójimo y ante lo creado. Esto es uno de los graves efectos de un falso
humanismo y del materialismo práctico, combinados con un pensamiento
relativista y nihilista. El hombre piensa ser el autor de sí mismo, de la
propia vida y de la sociedad; se siente autosuficiente; busca no sólo
reemplazar a Dios, sino prescindir completamente de él. Por consiguiente, cree
que no debe nada a nadie, excepto a sí mismo, y pretende tener sólo derechos [4]. Contra esta autocomprensión errónea de
la persona, Benedicto XVI recordaba que ni el hombre ni su desarrollo son
capaces de darse su significado último por sí mismo [5]; y, precedentemente, Pablo VI había
afirmado que «no hay, pues, más que un humanismo
verdadero que se abre a lo Absoluto, en el reconocimiento de una vocación, que
da la idea verdadera de la vida humana» [6].
La indiferencia ante el prójimo asume diferentes
formas. Hay quien está bien informado, escucha la radio, lee los periódicos o
ve programas de televisión, pero lo hace de manera frívola, casi por mera
costumbre: estas personas conocen vagamente los dramas que afligen a la
humanidad pero no se sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es la
actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigida
hacia sí mismo. Desgraciadamente, debemos constatar que el aumento de las
informaciones, propias de nuestro tiempo, no significa de por sí un aumento de
atención a los problemas, si no va acompañado por una apertura de las
conciencias en sentido solidario [7]. Más aún, esto
puede comportar una cierta saturación que anestesia y, en cierta medida,
relativiza la gravedad de los problemas. «Algunos
simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus
propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la
solución en una “educación” que los tranquilice y los convierta en seres
domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los
excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente
arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones—,
cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes» [8].
La indiferencia se manifiesta en otros casos
como falta de atención ante la realidad circunstante, especialmente la más
lejana. Algunas personas prefieren no buscar, no informarse y viven su
bienestar y su comodidad indiferentes al grito de dolor de la humanidad que
sufre. Casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en incapaces de sentir
compasión por los otros, por sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos,
como si aquello que les acontece fuera una responsabilidad que nos es ajena, que
no nos compete [9]. «Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos
olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan
sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces
nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto,
y me olvido de quienes no están bien» [10].
Al vivir en una casa común, no podemos dejar de
interrogarnos sobre su estado de salud, como he intentado hacer en la Laudato si’. La contaminación de las aguas y del aire, la
explotación indiscriminada de los bosques, la destrucción del ambiente, son a
menudo fruto de la indiferencia del hombre respecto a los demás, porque todo
está relacionado. Como también el comportamiento del hombre con los animales
influye sobre sus relaciones con los demás [11], por no hablar
de quien se permite hacer en otra parte aquello que no osa hacer en su propia
casa [12].
En estos y en otros casos, la indiferencia
provoca sobre todo cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo
contribuyendo a la falta de paz con Dios, con el prójimo y con la creación.
La
paz amenazada por la indiferencia globalizada
4. La
indiferencia ante Dios supera la esfera íntima y espiritual de cada persona y alcanza
a la esfera pública y social. Como afirmaba Benedicto XVI, «existe un vínculo íntimo entre la glorificación de Dios
y la paz de los hombres sobre la tierra» [13]. En efecto, «sin una apertura a la trascendencia, el hombre cae
fácilmente presa del relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo con la
justicia y trabajar por la paz» [14]. El olvido y la
negación de Dios, que llevan al hombre a no reconocer alguna norma por encima
de sí y a tomar solamente a sí mismo como norma, han producido crueldad y
violencia sin medida [15].
En el plano individual y comunitario, la
indiferencia ante el prójimo, hija de la indiferencia ante Dios, asume el
aspecto de inercia y despreocupación, que alimenta el persistir de situaciones
de injusticia y grave desequilibrio social, los cuales, a su vez, pueden
conducir a conflictos o, en todo caso, generar un clima de insatisfacción que
corre el riesgo de terminar, antes o después, en violencia e inseguridad.
En este sentido la indiferencia, y la
despreocupación que se deriva, constituyen una grave falta al deber que tiene
cada persona de contribuir, en la medida de sus capacidades y del papel que
desempeña en la sociedad, al bien común, de modo particular a la paz, que es
uno de los bienes más preciosos de la humanidad
[16].
Cuando afecta al plano institucional, la
indiferencia respecto al otro, a su dignidad, a sus derechos fundamentales y a
su libertad, unida a una cultura orientada a la ganancia y al hedonismo,
favorece, y a veces justifica, actuaciones y políticas que terminan por
constituir amenazas a la paz. Dicha actitud de indiferencia puede llegar
también a justificar algunas políticas económicas deplorables, premonitoras de
injusticias, divisiones y violencias, con vistas a conseguir el bienestar
propio o el de la nación. En efecto, no es raro que los proyectos económicos y
políticos de los hombres tengan como objetivo conquistar o mantener el poder y
la riqueza, incluso a costa de pisotear los derechos y las exigencias
fundamentales de los otros. Cuando las poblaciones se ven privadas de sus
derechos elementares, como el alimento, el agua, la asistencia sanitaria o el
trabajo, se sienten tentadas a tomárselos por la fuerza [17].
Además, la indiferencia respecto al ambiente
natural, favoreciendo la deforestación, la contaminación y las catástrofes
naturales que desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida,
forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas, nuevas
situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos de
seguridad y de paz social. ¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se combatirán
aún a causa de la falta de recursos o para satisfacer a la insaciable demanda de
recursos naturales? [18]
De
la indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón
5. Hace un año, en el Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz «no más esclavos, sino hermanos»,
me referí al primer icono bíblico de la fraternidad humana, la de Caín y Abel
(cf. Gn 4,1-16), y lo hice para llamar la atención sobre el modo en que
fue traicionada esta primera fraternidad. Caín y Abel son hermanos. Provienen
los dos del mismo vientre, son iguales en dignidad, y creados a imagen y
semejanza de Dios; pero su fraternidad creacional se rompe. «Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata
por envidia cometiendo el primer fratricidio» [19]. El fratricidio
se convierte en paradigma de la traición, y el rechazo por parte de Caín a la
fraternidad de Abel es la primera ruptura de las relaciones de hermandad,
solidaridad y respeto mutuo.
Dios interviene entonces para llamar al hombre a
la responsabilidad ante su semejante, como hizo con Adán y Eva, los primeros
padres, cuando rompieron la comunión con el Creador. «El
Señor dijo a Caín: “Dónde está Abel, tu hermano? Respondió Caín: “No sé; ¿soy
yo el guardián de mi hermano?”. El Señor le replicó: ¿Qué has hecho? La sangre
de tu hermano me está gritando desde el suelo”» (Gn 4,9-10).
Caín dice que no sabe lo que le ha sucedido a su
hermano, dice que no es su guardián. No se siente responsable de su vida, de su
suerte. No se siente implicado. Es indiferente ante su hermano, a pesar de que
ambos estén unidos por el mismo origen. ¡Qué
tristeza! ¡Qué drama fraterno, familiar, humano! Esta es la primera
manifestación de la indiferencia entre hermanos. En cambio, Dios no es
indiferente: la sangre de Abel tiene gran valor ante sus ojos y pide a Caín que
rinda cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el inicio de la humanidad
como Aquel que se interesa por la suerte del hombre. Cuando más tarde los hijos
de Israel están bajo la esclavitud en Egipto, Dios interviene nuevamente. Dice
a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en
Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He
bajado a liberarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a
una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex
3,7-8). Es importante destacar los verbos que describen la intervención de
Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y
actúa.
Del mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús, ha
bajado entre los hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solidario con la
humanidad en todo, menos en el pecado. Jesús se identificaba con la humanidad: «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm
8,29). Él no se limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino que se preocupaba de
ella, especialmente cuando la veía hambrienta (cf. Mc 6,34-44) o
desocupada (cf. Mt 20,3). Su mirada no estaba dirigida solamente a los
hombres, sino también a los peces del mar, a las aves del cielo, a las plantas
y a los árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la creación. Ciertamente,
él ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con
ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad. No
sólo, sino que se deja conmover y llora (cf. Jn 11,33-44). Y actúa para
poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte.
Jesús nos enseña a ser misericordiosos como el
Padre (cf. Lc 6,36). En la parábola del buen samaritano (cf. Lc
10,29-37) denuncia la omisión de ayuda frente a la urgente necesidad de los
semejantes: «lo vio y pasó de largo» (cf. Lc
6,31.32). De la misma manera, mediante este ejemplo, invita a sus oyentes, y en
particular a sus discípulos, a que aprendan a detenerse ante los sufrimientos
de este mundo para aliviarlos, ante las heridas de los demás para curarlas, con
los medios que tengan, comenzando por el propio tiempo, a pesar de tantas ocupaciones.
En efecto, la indiferencia busca a menudo pretextos: el
cumplimiento de los preceptos rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer,
los antagonismos que nos alejan los unos de los otros, los prejuicios de todo
tipo que nos impiden hacernos prójimo.
La misericordia es el corazón de Dios. Por ello
debe ser también el corazón de todos los que se reconocen miembros de la única
gran familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la dignidad
humana —reflejo del rostro de Dios en sus creaturas— esté en juego. Jesús nos
advierte: el amor a los demás —los extranjeros, los enfermos, los encarcelados,
los que no tienen hogar, incluso los enemigos— es la medida con la que Dios
juzgará nuestras acciones. De esto depende nuestro destino eterno. No es de
extrañar que el apóstol Pablo invite a los cristianos de Roma a alegrarse con
los que se alegran y a llorar con los que lloran (cf. Rm 12,15), o que
aconseje a los de Corinto organizar colectas como signo de solidaridad con los
miembros de la Iglesia que sufren (cf. 1 Co 16,2-3). Y san Juan escribe:
«Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su
hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de
Dios?» (1 Jn 3,17; cf. St 2,15-16).
Por eso «es
determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva
y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben
transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y
motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera verdad de la
Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don
de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde
la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En
nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en
fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un
oasis de misericordia» [20].
También nosotros estamos llamados a que el amor,
la compasión, la misericordia y la solidaridad sean nuestro verdadero programa
de vida, un estilo de comportamiento en nuestras relaciones de los unos con los
otros [21]. Esto pide la conversión
del corazón: que la gracia de Dios transforme nuestro corazón de piedra en un
corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de abrirse a los otros con
auténtica solidaridad. Esta es mucho más
que un «sentimiento superficial por los males de
tantas personas, cercanas o lejanas» [22]. La solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse
por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos
seamos verdaderamente responsables de todos» [23], porque la
compasión surge de la fraternidad.
Así entendida, la solidaridad constituye la
actitud moral y social que mejor responde a la toma de conciencia de las
heridas de nuestro tiempo y de la innegable interdependencia que aumenta cada
vez más, especialmente en un mundo globalizado, entre la vida de la persona y
de su comunidad en un determinado lugar, así como la de los demás hombres y
mujeres del resto del mundo [24].
Promover
una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia
6. La
solidaridad como virtud moral y actitud social, fruto de la conversión
personal, exige el compromiso de todos aquellos que tienen responsabilidades
educativas y formativas.
En primer lugar me dirijo a las familias,
llamadas a una misión educativa primaria e imprescindible. Ellas constituyen el
primer lugar en el que se viven y se transmiten los valores del amor y de la
fraternidad, de la convivencia y del compartir, de la atención y del cuidado
del otro. Ellas son también el ámbito privilegiado para la transmisión de la fe
desde aquellos primeros simples gestos de devoción que las madres enseñan a los
hijos [25].
Los educadores y los formadores que, en la
escuela o en los diferentes centros de asociación infantil y juvenil, tienen la
ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia
de que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales,
espirituales y sociales de la persona. Los valores de la libertad, del respeto
recíproco y de la solidaridad se transmiten desde la más tierna infancia.
Dirigiéndose a los responsables de las instituciones que tienen
responsabilidades educativas, Benedicto XVI afirmaba: «Que
todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente;
lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta
valorado en sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a
apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día
a día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en
la construcción de una sociedad más humana y fraterna» [26].
Quienes se dedican al mundo de la cultura y de
los medios de comunicación social tienen también una responsabilidad en el
campo de la educación y la formación, especialmente en la sociedad
contemporánea, en la que el acceso a los instrumentos de formación y de
comunicación está cada vez más extendido. Su cometido es sobre todo el de
ponerse al servicio de la verdad y no de intereses particulares. En efecto, los
medios de comunicación «no sólo informan, sino que
también forman el espíritu de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una
aportación notable a la educación de los jóvenes. Es importante tener presente
que los lazos entre educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la
educación se produce mediante la comunicación, que influye positiva o
negativamente en la formación de la persona» [27]. Quienes se
ocupan de la cultura y los medios deberían también vigilar para que el modo en
el que se obtienen y se difunden las informaciones sea siempre jurídicamente y
moralmente lícito.
La
paz: fruto de una cultura de solidaridad,
misericordia y compasión
7.
Conscientes de la amenaza de la globalización de la indiferencia, no podemos
dejar de reconocer que, en el escenario descrito anteriormente, se dan también
numerosas iniciativas y acciones positivas que testimonian la compasión, la
misericordia y la solidaridad de las que el hombre es capaz.
Quisiera recordar algunos ejemplos de
actuaciones loables, que demuestran cómo cada uno puede vencer la indiferencia
si no aparta la mirada de su prójimo, y que constituyen buenas prácticas en el
camino hacia una sociedad más humana.
Hay muchas organizaciones no gubernativas y
asociaciones caritativas dentro de la Iglesia, y fuera de ella, cuyos miembros,
con ocasión de epidemias, calamidades o conflictos armados, afrontan fatigas y
peligros para cuidar a los heridos y enfermos, como también para enterrar a los
difuntos. Junto a ellos, deseo mencionar a las personas y a las asociaciones
que ayudan a los emigrantes que atraviesan desiertos y surcan los mares en
busca de mejores condiciones de vida. Estas acciones son obras de misericordia,
corporales y espirituales, sobre las que seremos juzgados al término de nuestra
vida.
Me dirijo también a los periodistas y fotógrafos
que informan a la opinión pública sobre las situaciones difíciles que
interpelan las conciencias, y a los que se baten en defensa de los derechos
humanos, sobre todo de las minorías étnicas y religiosas, de los pueblos
indígenas, de las mujeres y de los niños, así como de todos aquellos que viven
en condiciones de mayor vulnerabilidad. Entre ellos hay también muchos
sacerdotes y misioneros que, como buenos pastores, permanecen junto a sus
fieles y los sostienen a pesar de los peligros y dificultades, de modo
particular durante los conflictos armados.
Además, numerosas familias, en medio de tantas
dificultades laborales y sociales, se esfuerzan concretamente en educar a sus
hijos «contracorriente», con tantos sacrificios, en los valores de la solidaridad,
la compasión y la fraternidad. Muchas familias abren sus corazones y sus casas
a quien tiene necesidad, como los refugiados y los emigrantes. Deseo agradecer
particularmente a todas las personas, las familias, las parroquias, las
comunidades religiosas, los monasterios y los santuarios, que han respondido
rápidamente a mi llamamiento a acoger una familia de refugiados [28].
Por último, deseo mencionar a los jóvenes que se
unen para realizar proyectos de solidaridad, y a todos aquellos que abren sus
manos para ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su país o en otras
regiones del mundo. Quiero agradecer y animar a todos aquellos que se trabajan
en acciones de este tipo, aunque no se les dé publicidad: su hambre y sed de
justicia será saciada, su misericordia hará que encuentren misericordia y, como
trabajadores de la paz, serán llamados hijos de Dios (cf. Mt 5,6-9).
La
paz en el signo del Jubileo de la Misericordia
8. En el
espíritu del Jubileo de la Misericordia, cada uno está llamado a reconocer cómo
se manifiesta la indiferencia en la propia vida, y a adoptar un compromiso
concreto para contribuir a mejorar la realidad donde vive, a partir de la
propia familia, de su vecindario o el ambiente de trabajo.
Los Estados están llamados también a hacer
gestos concretos, actos de valentía para con las personas más frágiles de su
sociedad, como los encarcelados, los emigrantes, los desempleados y los
enfermos.
Por lo que se refiere a los detenidos, en muchos
casos es urgente que se adopten medidas concretas para mejorar las condiciones
de vida en las cárceles, con una atención especial para quienes están detenidos
en espera de juicio[29], teniendo en cuenta la finalidad
reeducativa de la sanción penal y evaluando la posibilidad de introducir en las
legislaciones nacionales penas alternativas a la prisión. En este contexto,
deseo renovar el llamamiento a las autoridades estatales para abolir la pena de
muerte allí donde está todavía en vigor, y considerar la posibilidad de una
amnistía.
Respecto a los emigrantes, quisiera dirigir una
invitación a repensar las legislaciones sobre los emigrantes, para que estén
inspiradas en la voluntad de acogida, en el respeto de los recíprocos deberes y
responsabilidades, y puedan facilitar la integración de los emigrantes. En esta
perspectiva, se debería prestar una atención especial a las condiciones de
residencia de los emigrantes, recordando que la clandestinidad corre el riesgo
de arrastrarles a la criminalidad.
Deseo, además, en este Año jubilar, formular un
llamamiento urgente a los responsables de los Estados para hacer gestos
concretos en favor de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la falta de trabajo, tierra y techo. Pienso en la creación de puestos de trabajo digno para
afrontar la herida social de la desocupación, que afecta a un gran número de
familias y de jóvenes y tiene consecuencias gravísimas sobre toda la sociedad.
La falta de trabajo incide gravemente en el sentido de dignidad y en la
esperanza, y puede ser compensada sólo parcialmente por los subsidios, si bien
necesarios, destinados a los desempleados y a sus familias. Una atención
especial debería ser dedicada a las mujeres —desgraciadamente todavía discriminadas
en el campo del trabajo— y a algunas categorías de trabajadores, cuyas
condiciones son precarias o peligrosas y cuyas retribuciones no son adecuadas a
la importancia de su misión social.
Por último, quisiera invitar a realizar acciones
eficaces para mejorar las condiciones de vida de los enfermos, garantizando a
todos el acceso a los tratamientos médicos y a los medicamentos indispensables
para la vida, incluida la posibilidad de atención domiciliaria.
Los responsables de los Estados, dirigiendo la
mirada más allá de las propias fronteras, también están llamados e invitados a
renovar sus relaciones con otros pueblos, permitiendo a todos una efectiva
participación e inclusión en la vida de la comunidad internacional, para que se
llegue a la fraternidad también dentro de la familia de las naciones.
En esta perspectiva, deseo dirigir un triple
llamamiento para que se evite arrastrar a otros pueblos a conflictos o guerras
que destruyen no sólo las riquezas materiales, culturales y sociales, sino
también —y por mucho tiempo— la integridad moral y espiritual; para abolir o
gestionar de manera sostenible la deuda internacional de los Estados más
pobres; para la adoptar políticas de cooperación que, más que doblegarse a las
dictaduras de algunas ideologías, sean respetuosas de los valores de las
poblaciones locales y que, en cualquier caso, no perjudiquen el derecho
fundamental e inalienable de los niños por nacer.
Confío estas reflexiones, junto con los mejores
deseos para el nuevo año, a la intercesión de María Santísima, Madre atenta a
las necesidades de la humanidad, para que nos obtenga de su Hijo Jesús,
Príncipe de la Paz, el cumplimento de nuestras súplicas y la bendición de
nuestro compromiso cotidiano en favor de un mundo fraterno y solidario.
Vaticano, 8 de diciembre de
2015 - Solemnidad de la Inmaculada
Concepción de la Santísima Virgen María - Apertura
del Jubileo Extraordinario de la Misericordia
FRANCISCUS
[1] Conc. Ecum. Vat. II,
Const. past. Gaudium et spes, 1.
[3] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la
Misericordia Misericordiae
vultus, 14-15.
[4] Cf. Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in
veritate, 43.
[6] Carta. enc. Populorum
progressio, 42.
[7] «La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos,
pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad
entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no
consigue fundar la hermandad» (Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in
veritate, 19).
[8] Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 60.
[10] Mensaje para la
Cuaresma 2015.
[11] Cf. Carta. enc. Laudato si’,
92.
[13] Discurso a los
miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (7
enero 2013).
[15] Cf. Benedicto XVI, Intervención
durante la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en
el mundo, Asís, 27 octubre 2011.
[16] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 217-237.
[17] «Pero hasta que no se
reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los
distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la
violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de
oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo
de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad
—local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no
habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan
asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la
inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino
porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien
tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a
expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier
sistema político y social por más sólido que parezca» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 59).
[18] Cf. Carta enc. Laudato si’,
31; 48.
[19] Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2015, 2.
[20] Bula de convocación del
Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae
vultus, 12.
[22] Juan Pablo II, Carta. enc.
Sollecitudo rei
socialis, 38.
[25] Cf. Catequesis
durante la Audiencia general (7 enero 2015).
[26] Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2012, 2.
[28] Cf. Ángelus
(6 septiembre 2015).
[29] Cf. Discurso a una
delegación de la Asociación internacional de derecho penal (23
octubre 2014).
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