domingo, 16 de mayo de 2021

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA MISA POR MYANMAR

El Papa Francisco presidió la Misa en el Altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro del Vaticano este 16 de mayo, séptimo Domingo de Pascua y solemnidad de la Ascensión del Señor, para rezar junto algunos de los fieles de Myanmar que viven en Italia.

“La oración nos abre a la confianza en Dios incluso en los momentos difíciles, nos ayuda a esperar contra todas las evidencias, nos sostiene en la batalla cotidiana. No es una fuga, un modo de escapar de los problemas. Al contrario, es la única arma que tenemos para cuidar el amor y la esperanza en medio de tantas armas que siembran muerte”, destacó el Santo Padre.

A continuación, la homilía pronunciada por el Papa Francisco:

En las últimas horas de su vida, Jesús reza. En el momento doloroso de la despedida de sus discípulos y de este mundo, Jesús reza por sus amigos. Mientras en su corazón y en su carne está cargando con todo el pecado del mundo, Jesús continúa amándonos y reza por nosotros. Teniendo como modelo la oración de Jesús, aprendamos también nosotros a atravesar los momentos dramáticos y dolorosos de la vida. Detengámonos en particular en el verbo con el que Jesús ruega al Padre: cuidar.

Queridos hermanos y hermanas, mientras Myanmar, su amado país, está marcado por la violencia, el conflicto y la represión, nos preguntamos: ¿Qué debemos cuidar?

En primer lugar, cuidar la fe. Debemos custodiar la fe para no sucumbir al dolor ni dejarnos caer en la resignación de quien ya no ve una salida. Antes que las palabras, de hecho, el Evangelio nos presenta una actitud de Jesús. El Evangelista dice que rezaba levantando «los ojos al cielo» (Jn 17,1). Son las horas finales de su vida, siente el peso de la angustia por la pasión que se acerca, advierte la oscuridad de la noche que está por caer sobre Él, se siente traicionado y abandonado; pero justo en ese momento, en ese preciso instante, Jesús levanta los ojos al cielo. Levanta la mirada hacia Dios. No baja la cabeza ante el mal, no se deja aplastar por el dolor ni se aísla en la amargura de quien está derrotado y decepcionado, sino que mira hacia lo alto. Lo había recomendado también a los suyos: cuando Jerusalén esté rodeada por ejércitos y los pueblos huyan angustiados, y haya miedo y devastación, precisamente entonces «tengan ánimo y levanten la cabeza, porque se acerca su liberación» (Lc 21,28).

Custodiar la fe es mantener la mirada en alto, hacia el cielo, mientras sobre la tierra se combate y se derrama sangre inocente. Es no ceder a la lógica del odio y de la venganza, sino permanecer con la mirada puesta en ese Dios de amor que nos llama a ser hermanos entre nosotros.

La oración nos abre a la confianza en Dios incluso en los momentos difíciles, nos ayuda a esperar contra todas las evidencias, nos sostiene en la batalla cotidiana. No es una fuga, un modo de escapar de los problemas. Al contrario, es la única arma que tenemos para cuidar el amor y la esperanza en medio de tantas armas que siembran muerte.

No es fácil alzar la mirada cuando estamos en medio del dolor, pero la fe nos ayuda a vencer la tentación de replegarnos en nosotros mismos. Tal vez quisiéramos protestar, expresar a gritos, incluso a Dios, nuestro sufrimiento. No debemos tener miedo, porque también esto es oración.

Decía una anciana a sus nietos, incluso enojarse con Dios puede ser una oración. La sabiduría de los justos sencillos que saben alzar la mirada en los momentos difíciles. En ciertos momentos, es una oración que Dios acoge más que otras porque nace de un corazón herido, y el Señor escucha siempre el grito de su pueblo y enjuga sus lágrimas.

Queridos hermanos y hermanas, no dejen de mirar a lo alto. Cuiden la fe.

Un segundo aspecto del cuidar: cuidar la unidad. Jesús reza al Padre para que guarde a los suyos en la unidad, para que «todos sean uno» (Jn 17,21), una sola familia donde reinan el amor y la fraternidad. Él conocía el corazón de sus discípulos; a veces los había visto discutir sobre quién debía ser el más grande, quién debía mandar.

Esta es una enfermedad mortal: la división. La experimentamos en nuestro corazón, porque frecuentemente estamos divididos dentro de nosotros mismos. Experimentamos la división en las familias, en las comunidades, entre los pueblos, incluso en la Iglesia.

Son muchos los pecados contra la unidad: las envidias, los celos, la búsqueda de intereses personales en vez del bien de todos, los juicios contra los otros. Y estos pequeños conflictos que tenemos entre nosotros se reflejan después en los grandes conflictos, como el que vive en estos días su país. Cuando los intereses de parte, la sed de ventajas y de poder se imponen, estallan siempre enfrentamientos y divisiones. La última recomendación que Jesús hace antes de su Pascua es la unidad. Porque la división viene del diablo que es el que divide, el gran mentiroso que siempre divide.

Estamos llamados a cuidar la unidad, a tomar en serio esta apremiante súplica de Jesús al Padre: que sean uno, que formen una familia, que tengan el valor de vivir vínculos de amistad, de amor, de fraternidad. Cuánta necesidad hay, sobre todo hoy, de fraternidad. Sé que algunas situaciones políticas y sociales son más grandes que ustedes, pero el compromiso por la paz y la fraternidad nace siempre de la base. Cada uno, en lo pequeño, puede hacer su parte. Cada uno, en lo pequeño, puede comprometerse a ser constructor de fraternidad, a ser sembrador de fraternidad, a trabajar en la reconstrucción de lo que se ha roto, en vez de alimentar la violencia.

Estamos llamados a hacerlo, también como Iglesia. Promovamos el diálogo, el respeto por el otro, la custodia del hermano, la comunión y no dejemos entrar en la Iglesia la lógica de los partidos, la lógica que divide, la lógica que nos coloca a cada uno al centro descartando a los otros, esto destruye: destruye la familia, destruye la Iglesia, destruye la sociedad, destruye a nosotros mismos.

Finalmente, cuidar la verdad. Jesús pide al Padre que consagre en la verdad a sus discípulos, que son enviados por el mundo a continuar su misión. Custodiar la verdad no significa defender ideas, convertirnos en guardianes de un sistema de doctrinas y de dogmas, sino permanecer unidos a Cristo y estar consagrados a su Evangelio. La verdad, en el lenguaje del apóstol Juan, es Cristo mismo, revelación del amor del Padre. Jesús ruega para que, viviendo en el mundo, los discípulos no sigan los criterios de este mundo. Para que no se dejen cautivar por los ídolos, sino que cuiden la amistad con Él; que no dobleguen el Evangelio a las lógicas humanas y mundanas, sino que mantengan íntegro su mensaje. Cuidar la verdad significa ser profetas en todas las situaciones de la vida, es decir, estar consagrados al Evangelio y ser testigos aun cuando haya que pagar el precio de ir contracorriente.

A veces, nosotros cristianos buscamos un acuerdo, sin embargo, el Evangelio nos pide estar en la verdad y para la verdad, dando la vida por los demás. Y donde hay guerra, violencia y odio, ser fieles al Evangelio y constructores de paz significa comprometerse, también a través de las decisiones sociales y políticas, arriesgando la vida. Sólo así las cosas pueden cambiar. El Señor no necesita gente tibia, nos quiere consagrados a la verdad y a la belleza del Evangelio, para que podamos testimoniar la alegría del Reino de Dios también en la noche oscura del dolor y cuando el mal parece más fuerte.

Queridos hermanos y hermanas, hoy quiero llevar al altar del Señor el sufrimiento de su pueblo y rezar con ustedes para que Dios convierta los corazones de todos a la paz. Que la oración de Jesús nos ayude a cuidar la fe también en los momentos difíciles, a ser constructores de unidad, a arriesgar la vida por la verdad del Evangelio. Por favor, no pierdan la esperanza. Jesús todavía hoy reza al Padre, hace ver en su oración las llagas con las cuales ha pagado nuestra salvación, con esta oración. Jesús reza e intercede por todos nosotros, para que nos cuide del maligno y nos libere del poder del mal.

Redacción ACI Prensa

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