El don más grande que da Dios al corazón humano es el de sepultar su egoísmo mientras su alma se enciende y ama. Si quieres ser amado, decía Séneca, ama.
Por: Jorge Enrique Mújica, L.C. | Fuente:
Catholic.net
Sólo el ser humano es capaz de hacer el amor.
Sólo el ser humano es capaz de hacer el verdadero amor. Hace el amor cuando se
ocupa del otro y se preocupa por el otro, cuando ya no se busca a sí mismo,
sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio,
más aún, lo busca. El ser humano hace el amor cuando el aprecio de los
valores, la condivisibilidad de ideales, el interés y el deseo de lo mejor para
ese otro alguien lo llevan a llamarlo amigo. Lo hace cuando, en la mutua
donación, se abre a la vida generadora de un nuevo ser cuyo primer nombre será “fruto del amor conyugal”.
El ser humano hace el amor cuando manda y obedece, cuando ríe y llora, cuando
se alegra y sufre, cuando sirve, cuando estudia, cuando se dona al prójimo más
próximo y al más lejano…Pero el amor no se agota en un acto ni se reduce a un
espacio de tiempo. El amor no es un cielo preñado de nubes que hoy están y
mañana quién sabe. No es como la enfermedad que suele ser pasajera. El amor es
perenne. Si fuese efímero sería otra cosa, menos amor. La enfermedad se padece;
al amor se tiende, se le busca, se le necesita, se le lleva como suave yugo
cuando las circunstancias son adversas y como insignia de oro al pecho cuando
de ellas ha salido victorioso. Un poeta definió en un soneto el amor:
Desmayarse,
atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo, alentado, mortal, difunto, vivo, leal, traidor, cobarde, animoso: no hallar fuera del bien, centro y reposo, mostrarse alegre, triste, humilde, altivo. Enojado, valiente,
fugitivo, satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño, beber licor por veneno suave, olvidar el provecho, amar el daño, creer que un cielo en un infierno cabe, dar la vida y el alma a un desengaño, esto es amor, quien los probó, lo sabe.
Quien lo probó sabe que el ser humano no puede
vivir sin amor. El mismo es para sí un ser incomprensible; su vida está privada
de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo
experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente: el amor es la impronta que se busca dar y recibir;
característica única de la persona humana porque somos libres y el amor, ante
todo, es un acto continuo de libertad suprema. Por eso cuando se ama se
puede hacer lo que se quiere: porque si se calla,
se callará con amor; si se grita, se gritará con amor; si se perdona, se
perdonará con amor. Si está dentro de nosotros la raíz del amor, ninguna
otra cosa sino el bien podrá salir de tal raíz.
Amor y libertad van de la mano, son inseparables. El acto supremo de la
libertad es el amor y no se puede hablar de amor si éste no es libre. No hay
amor sin libertad porque no se puede amar sin ser uno mismo y sin elegir al
otro libremente. Velle alicui bonum,
escribieron los filósofos para definir el amor; querer el bien del otro que no
es aplicarle algo externo sino promover su libertad. Es a partir del amor a la
libertad del otro que se ama efectivamente. Y es que el que tiene amor siempre
tiene algo que dar; tiende a darse. Y porque se es libre, consiente de lo que se hace, del amor que se ofrece, se es
responsable. La justificación de sus elecciones converge en la responsabilidad
del ser humano con relación a su actuar. Del actuar del hombre es de donde nace
su vocación, la vocación universal al amor; amor que es el océano a donde van a
parar todas las restantes virtudes.
El amor nunca se da por concluido y completado; se transforma en el curso de la
vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Sólo el ser
humano es capaz de hacer el amor. Esa conciencia debería llevar a aquel
abandono que plasmó Virgilio en sus Églogas: “Todo
lo vence el amor; cedamos pues, también al amor nosotros”.
Somos capaces de hacer el amor. El amor del prójimo es un camino para encontrar
también a Dios. Cerrar los ojos antes el prójimo nos convierte también en
ciegos ante Dios y es que amor es ver con los ojos de Cristo para dar mucho más
que cosas externas necesarias: es ofrecer la mirada de amor que el otro
necesita. Por eso amar a Dios y amar al prójimo son la única y misma cosa. No
se trata de un mandamiento externo que impone lo imposible, sino de una
experiencia nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser
ulteriormente comunicado a otros.
El don más grande que da Dios al corazón humano es el de sepultar su egoísmo
mientras su alma se enciende y ama. Si quieres ser amado, decía Séneca, ama.
¡Vence
el mal con el bien!
El servicio es gratuito
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