Viernes Santo. Cristo abraza el dolor redentor en la cruz para salvarnos a nosotros.
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Reflexionemos en Cristo en la cruz, en el
crucifijo en el cual nosotros acabamos aprendiendo a Cristo, acabamos
reconociendo a Cristo. ¿Qué es lo que vemos cuando
miramos el crucifijo? La cruz de Cristo en el Calvario es el testimonio
de la fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios; es el poder del mal que en
estos momentos parece no tener freno. Incluso Aquél que había vencido al mal,
en sus diversos medios de presentarse en la historia del hombre, en el pecado,
en el dolor, en la muerte, ahora se ve totalmente a disposición del mal.
La cruz que se levanta sobre la tierra, la cruz que se eleva sobre todos los
hombres, que le hace ser Redentor, es al mismo tiempo la más clara
manifestación del poder del mal sobre Cristo, es la más clara muestra de que
Cristo está dejado por Dios para que todo el mal que sufre el hombre se clave
en Él. Sin embargo, Cristo es inocente.
Él es el único, entre los hombres de toda la historia, libre de pecado, incluso
de la desobediencia de Adán y del pecado original.
Es en Cristo, —en quien no conocía el pecado—, donde el pecado se hace, al
menos aparentemente, señor de su vida. Es la obediencia de Cristo hasta la
muerte, y muerte de cruz, la que va a hacer posible que las cadenas del pecado
sean vencidas a partir de este momento por todo hombre que se una a la cruz del
Salvador.
Sin embargo, si miramos en el corazón de Cristo, ¡con
cuánto dolor sufriría el verse hecho pecado!, ¡cuánta repugnancia moral
sentiría al verse reducido, no sólo a la condición de pecador, sino de maldito
por la ley! “Maldito el hombre que cuelga de un madero”, decía la ley de
Moisés.
¡Con cuánto amor habrá tenido que arder el corazón
del Señor para ser capaz de vencer la repugnancia del pecado! Es esto lo
que vemos: vemos a Jesús crucificado, vemos a Jesús
insultado, vemos a Jesús que grita en la cruz: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué
me has abandonado?” Los esbirros se acercan a la cruz, toman las
palabras de Cristo como una burla. Unos le dicen que llaman a Elías, otros le
empapan una esponja en vinagre y le dan de beber, y algunos, en el último
chiste macabro, le dicen: “Deja, vamos a ver si
viene Elías a salvarlo”.
“Pero Jesús, dando un fuerte grito, exhaló el
espíritu. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos”. Acababa de cumplirse en Cristo hasta la última de
las profecías, y por eso, el velo del Santuario que impedía que los fieles
viesen al Santo de los Santos, ya no tenía ningún sentido, no tenía ningún
porqué, y se rasga en dos.
¿Qué es lo que hace que Cristo llegue hasta ahí? Si
hemos visto su alma en Getsemaní y hemos visto su alma antes de salir al
Calvario, ¿cuál es esta última de las profecías,
cuál es esta última de las obediencias que Cristo tiene que sufrir? "¡Dios
mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?", el salmo
que recitaría nuestro Señor como última oración en el Calvario y que podría ser
para nosotros un momento de especial encuentro en el alma de Cristo; que se va
identificando con todos estos sentimientos, que mira a sí misma y ve los
ultrajes recibidos y, por otra parte, mira a Dios y ve que Él es su Creador, su
Señor, en su alma humana, en su naturaleza humana. Al mismo tiempo, Cristo se
ve a sí mismo y se da cuenta de que no puede desconfiar de Dios y, sin embargo,
está sufriendo la más tremenda de las obscuridades, la más tremenda de las
noches del alma, cuando Dios mismo se aparta del alma de Cristo en un misterio
insondable, en un misterio irreconocible, en un misterio ante el cual nosotros
solamente podemos caer de rodillas y decir: “Creo,
Señor, te adoro y te pido perdón, porque todo esa obscuridad, esa noche, la has
querido pasar por mí.”
Y como quien no quisiera tocar la herida dolorosa de su Señor, pongámonos
simplemente de rodillas delante de Cristo crucificado y pidámosle perdón,
porque por nosotros, Él tuvo que llegar a sufrir incluso el despojo absoluto de
su Padre.
Si nosotros llegásemos hasta ese encuentro, veríamos cómo Cristo nuestro Señor
tiene que sufrir en su alma el sentimiento de la más tremenda de las
injusticias: la ignominia de la muerte, que es la suma debilidad del ser humano
al ver cómo su cuerpo se deshace por medio de la muerte. ¡Qué duro es ver morir a un ser querido, qué duro debe
ser esa impotencia de Cristo, sin otro camino que el de la aceptación! Sólo
cuando el hombre ha hecho de la cruz la presencia de Dios en su vida, como
Cristo, su mente y su corazón es capaz de ver en la muerte un inclinarse
profundo de Dios hacia cada uno de los hombres en los momentos más difíciles y
dolorosos.
Cada vez que besamos una cruz, no besamos simplemente un instrumento de tortura
en el que han muerto miles y miles de hombres a lo largo de toda la historia de
la humanidad, besamos el signo que nuestro Señor hizo bendito con su muerte. En
la cruz de Cristo, sobre la que viene la muerte en un torrente de impotencia y
de amor, nosotros vemos el toque del amor eterno de Dios sobre las heridas del
pecado, que son las que de verdad causan el dolor de la experiencia terrena del
hombre. El alma de Cristo, imponente ante la muerte que ve venir, sabe que es
el toque de amor eterno de Dios sobre la obscuridad de su debilidad como
hombre, y de nuestras debilidades.
Pongámonos nosotros a los pies de la cruz, y dentro de nuestro corazón
recitemos ese canto del siervo de Yahvé: “Despreciado
y deshecho de hombre, varón de dolores, sabedor de dolencias como ante quien se
oculta el rostro despreciable y no le tuvimos en cuenta. Eran nuestras
dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que Él soportaba. Nosotros
le vimos, nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha
sido herido por nuestras rebeldías, herido por nuestras culpas. Él soportó el
castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados”.
En Cristo, Varón de Dolores, se encierra el dolor de la cruz; un dolor que
abraza el dolor de todos los hombres de la historia. Son nuestras dolencias las
que son llevadas; son nuestros dolores los que son soportados; son nuestras
rebeldías las que abren su carne; son nuestras culpas las que muelen su cuerpo;
son nuestros castigos, que Él soporta, los que nos traen la paz.
Cristo se convierte así en el depositario de toda la culpa de la humanidad.
Cristo es el depositario de toda tu culpa y de toda mi culpa, de toda tu vida y
de toda mi vida. Veamos a Cristo cargado con nuestros pecados, atrevámonos a
decirle: “¿Te acuerdas de este pecado mío? Es
tuyo. ¿Te acuerdas de esta otra infidelidad, te
acuerdas de esta otra ingratitud? Te la llevas en tus hombros. Todos
nosotros, como ovejas, erramos; cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó
sobre Él la culpa de todos nosotros
Cristo abraza el dolor redentor en la cruz. Entre malhechores, entre insultos,
entre esbirros que se burlan, va cumpliendo, una detrás de otra, las profecías
que lo presentan como un cordero llevado al degüello, como oveja que, ante los
que la trasquilan, está muda. Tampoco Él abrió la boca. Es el dolor redentor
que pasa por la opresión, por la humillación, por el ser lavado, por el
silencio...
“Tras arresto y juicio fue arrebatado de sus
contemporáneos; quien se preocupa fue arrancado de la tierra de los vivos; por
las rebeldías de su pueblo fue herido.” Personalicemos
esto y démonos cuenta de que no es un juego que se repite toda la Semana Santa
para que el pueblo cristiano tenga algo de que dolerse y algo de que
arrepentirse; es una vida humana la que cargó sobre sí todos mis pecados. Una
vida que fue considerada impía, maldita, alejada de Dios aun en su muerte. Pero
Él era inocente. Su fecundidad proviene precisamente de su don.
Si nosotros nos atrevemos a ver esto así, atrevámonos también a hacer con
Cristo un acto de oblación personal, a ofrecernos junto con Cristo en el
misterio de la cruz, a ofrecernos junto con Cristo como el único sentido que
tiene nuestra vida cristiana.
¿Cómo se puede ser feliz? ¿Cómo se puede perseverar y
ser auténtico cuando mira uno a Cristo en la cruz? Solamente hay un camino:
siendo corredentor con Cristo en la cruz, estando
siempre clavados en esa cruz. Y, cuando vengan los problemas, piensen
que ustedes quisieron ser de Cristo, crucificados con Cristo, salvadores de los
hombres. Siempre que busquemos otra cosa en nuestra vida, vamos por un camino
equivocado, vamos fuera del plan de Dios.
“En la vida de un cristiano, la luz tiene que estar
presente y tiene que doblegarnos bajo su peso. No penséis nunca en una vida
fácil, lejos del sufrimiento y del sacrificio. La vida terrena es para luchar,
para caer en el polvo mil veces y levantarse otras mil veces, es una vida para
ser humillados por amor a Cristo. No soñéis con vidas sin cruces. Porque la
cruz es un instrumento connatural a la vida del hombre y en especial para aquellos
que, por vocación hemos aceptado seguir a Cristo por los caminos del Calvario.
Ahora bien, llevad esa cruz con alegría, con el amor con que se ama a Cristo.
Llevad esa cruz con optimismo, con el optimismo del cristiano, que por la fe
conoce la trascendencia de su vida de frente a la eternidad. Llevad esa cruz y
ayudar a otros a llevarla como buenos samaritanos”.
La muerte de Cristo en la cruz se convierte para nosotros en redención. Y si es
un momento de profundo dolor, de negra pena, es al mismo tiempo, un momento de
profunda liberación. Mi alma ante ese Cristo crucificado tiene que echarse
hacia atrás, mi alma tiene que empujar, tiene que tomar su condición de
apóstol, consciente de que a partir de ahora, el Señor crucificado vive en mí,
que a partir de ahora el Señor redentor redime con mis palabras, redime con mi
corazón, redime con mi celo apostólico, redime con mi ilusión de traer almas
para Cristo, redime con mi obediencia, redime por vivir con delicadeza mi
vocación.
Así es como Cristo muere este Viernes Santo en la cruz. No es repitiendo de
nuevo su sacrificio que nosotros simplemente vamos a conmemorar. Es, sobre
todo, haciendo que nosotros nos abracemos con más claridad y con más fuerza a
este sacrificio redentor, hecho garantía, hecho amor, hecho corazón dispuesto a
servir a los hombres.
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