El Papa Francisco presidió este Jueves Santo, 1 de abril, la Misa Crismal en el altar de la cátedra de la Basílica de San Pedro en la que bendijo los santos óleos para la unción de los enfermos, de los catecúmenos y del crisma. La Eucaristía fue concelebrada por un centenar de presbíteros, obispos y cardenales quienes durante la celebración renovaron, como es tradición, sus promesas sacerdotales.
“La palabra de Jesús tiene el poder de sacar a la
luz lo que cada uno tiene en su corazón, que suele estar mezclado, como el
trigo y la cizaña. Y esto provoca lucha espiritual. Al ver los gestos de
misericordia desbordante del Señor y al escuchar sus bienaventuranzas y los
‘¡ay de ustedes!’ del Evangelio, uno se ve obligado a discernir y a optar”, advirtió el Papa.
A continuación, la
homilía pronunciada por el Papa Francisco:
El Evangelio nos presenta un cambio de sentimientos en las personas que
escuchan al Señor. El cambio es dramático y nos muestra cuánto la
persecución y la Cruz están ligadas al anuncio del Evangelio. La admiración
que suscitan las palabras de gracia que salían de la boca de Jesús duró poco
en el ánimo de la gente de Nazaret. Una frase que alguien murmuró en voz baja
se “viralizó” insidiosamente: «¿Acaso no es este el hijo de José?» (Lc 4,22).
Se trata de una de esas frases ambiguas que se sueltan al pasar. Uno la
puede usar para expresar con alegría: “Qué
maravilla que alguien de origen tan humilde hable con esta autoridad”. Y
otro la puede usar para decir con desprecio: “Y
éste, ¿de dónde salió? ¿Quién se cree que es?”. Si nos fijamos bien,
la frase se repite cuando los apóstoles, el día de Pentecostés, llenos del
Espíritu Santo comienzan a predicar el Evangelio. Alguien dijo: «¿Acaso no son Galileos todos estos que están hablando?»
(Hch 2,7). Y mientras algunos recibieron la Palabra, otros los dieron
por borrachos.
Formalmente parecería que se dejaba abierta una opción, pero si nos
guiamos por los frutos, en ese contexto concreto, estas palabras contenían un
germen de violencia que se desencadenó contra Jesús. Se trata de una “frase motiva” [1], como cuando uno dice: “¡Esto ya es demasiado!” y agrede al otro o se va.
El Señor, que a veces hacía silencio o se iba a la otra orilla, esta
vez no dejó pasar el comentario, sino que desenmascaró la lógica maligna que
se escondía debajo del disfraz de un simple chisme pueblerino. «Ustedes me dirán este refrán: “¡Médico, sánate a ti
mismo!”. Tienes que hacer aquí en tu propia tierra las mismas cosas que oímos
que hiciste en Cafarnaún» (Lc 4,23). “Sánate a ti mismo...”.
“Que se salve a sí mismo”. ¡Ahí está el veneno! Es la misma frase que seguirá al Señor hasta la Cruz: «¡Salvó a otros! ¡Que se salve a sí mismo!» (cf.
Lc 23,35); “y que nos salve a nosotros”, agregará
uno de los dos ladrones (cf. v. 39).
El Señor, como siempre, no dialoga con el mal espíritu, sólo responde
con la Escritura. Tampoco los profetas Elías y Eliseo fueron aceptados por sus
compatriotas y sí por una viuda fenicia y un sirio enfermo de lepra: dos
extranjeros, dos personas de otra religión. Los hechos son contundentes y
provocan el efecto que había profetizado Simeón, aquel anciano carismático: que Jesús sería «signo de contradicción» (Lc
2,34) [2].
La palabra de Jesús tiene el poder de sacar a la luz lo que cada uno
tiene en su corazón, que suele estar mezclado, como el trigo y la cizaña. Y
esto provoca lucha espiritual. Al ver los gestos de misericordia desbordante
del Señor y al escuchar sus bienaventuranzas y los “¡ay
de ustedes!” del Evangelio, uno se ve obligado a discernir y a optar. En
este caso su palabra no fue aceptada y esto hizo que la multitud, enardecida,
intentara acabar con su vida. Pero no era “la hora”
y el Señor, nos dice el Evangelio, «pasando
en medio de ellos, se puso en camino» (Lc 4,30).
No era la hora, pero la rapidez con que se desencadenó la furia y la
ferocidad del encarnizamiento, capaz de asesinar al Señor en ese mismo
momento, nos muestra que siempre es la hora. Y esto es lo que quiero compartir
hoy con ustedes, queridos sacerdotes: que la hora
del anuncio gozoso y la hora de la persecución y de la Cruz van juntas.
El anuncio del Evangelio siempre está ligado al abrazo de alguna Cruz
concreta. La luz mansa de la Palabra genera claridad en los corazones bien
dispuestos y confusión y rechazo en los que no lo están. Esto lo vemos
constantemente en el Evangelio.
La semilla buena sembrada en el campo da fruto —el ciento, el sesenta,
el treinta por uno—, pero también despierta la envidia del enemigo que
compulsivamente se pone a sembrar cizaña durante la noche (cf. Mt
13,24-30.36-43).
La ternura del padre misericordioso atrae irresistiblemente al hijo
pródigo para que regrese a casa, pero también suscita la indignación y el
resentimiento del hijo mayor (cf. Lc 15,11-32).
La generosidad del dueño de la viña es motivo de agradecimiento en los
obreros de la última hora, pero también es motivo de comentarios agrios en
los primeros, que se sienten ofendidos porque su patrón es bueno (cf. Mt
20,1-16).
La cercanía de Jesús que va a comer con los pecadores gana corazones
como el de Zaqueo, el de Mateo, el de la Samaritana..., pero también despierta
sentimientos de desprecio en los que se creen justos.
La magnanimidad del rey que envía a su hijo pensando que será
respetado por los viñadores, desata sin embargo en ellos una ferocidad fuera
de toda medida: estamos ante al misterio de la
iniquidad, que lleva a matar al Justo (cf. Mt 21,33-46).
Y todo esto, queridos hermanos sacerdotes, nos hacer ver que el anuncio
de la Buena Noticia está ligado misteriosamente a la persecución y a la Cruz.
San Ignacio de Loyola, en la contemplación de la Natividad, discúlpenme
‘esta publicidad de familia’, en aquella contemplación de la Natividad expresa
esta verdad evangélica cuando nos hace mirar y considerar lo que hacen san
José y nuestra Señora: «como es el caminar y
trabajar, para que el Señor sea nacido en suma pobreza, y al cabo de tantos
trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para
morir en cruz; y todo esto por mí. Después —agrega Ignacio—, reflexionando, sacar algún provecho espiritual» (Ejercicios
Espirituales, 116). La alegría del Nacimiento del Señor, el dolor de la Cruz,
de la persecución.
¿Qué reflexión podemos hacer para sacar provecho
para nuestra vida sacerdotal al contemplar esta temprana presencia de la Cruz
—de la incomprensión, del rechazo, de la persecución— en el inicio y en el
centro mismo de la predicación evangélica?
Se me ocurren dos
reflexiones.
La primera: nos causa
estupor comprobar que la Cruz está presente en la vida del Señor al inicio de
su ministerio e incluso desde antes de su nacimiento. Está presente ya en la
primera turbación de María ante el anuncio del Ángel; está presente en el
insomnio de José, al sentirse obligado a abandonar a su prometida esposa;
está presente en la persecución de Herodes y en las penurias que padece la
Sagrada Familia, iguales a las de tantas familias que deben exiliarse de su
patria.
Esta realidad nos abre al misterio de la Cruz vivida desde antes. Nos
lleva a comprender que la Cruz no es un suceso a posteriori,
ocasional, producto de una coyuntura en la vida del Señor. Es verdad que todos
los crucificadores de la historia hacen aparecer la Cruz como si fuera un daño
colateral, pero no es así: la Cruz no depende de
las circunstancias. Las grandes cruces de la humanidad y las pequeñas,
digamos así, cruces personales de cada uno de nosotros no dependen de las
circunstancias.
¿Por qué el Señor abrazó la Cruz en toda su
integridad? ¿Por qué Jesús abrazó la pasión entera, abrazó la traición y
el abandono de sus amigos ya desde la última cena, aceptó la detención
ilegal, el juicio sumario, la sentencia desmedida, la maldad innecesaria de las
bofetadas y los escupitajos gratuitos...? Si lo
circunstancial afectara el poder salvador de la Cruz, el Señor no habría
abrazado todo. Pero cuando fue su hora, Él abrazó la Cruz entera. ¡Porque en la Cruz no hay ambigüedad! La Cruz no
se negocia.
La segunda reflexión es la siguiente. Es verdad que hay algo de la Cruz
que es parte integral de nuestra condición humana, del límite y de la
fragilidad. Pero también es verdad que hay algo, que sucede en la Cruz, que no
es inherente a nuestra fragilidad, sino que es la mordedura de la serpiente, la
cual, al ver al crucificado inerme, lo muerde, y pretende envenenar y desmentir
toda su obra. Mordedura que busca escandalizar, esta es una época de los
escándalos ¿eh? Mordedura que busca
escandalizar, inmovilizar y volver estéril e insignificante todo servicio y
sacrificio de amor por los demás. Es el veneno del maligno que sigue
insistiendo: sálvate a ti mismo. Y en esta
mordedura, cruel y dolorosa, que pretende ser mortal, aparece finalmente el
triunfo de Dios.
San Máximo el Confesor nos hizo ver que con Jesús crucificado las
cosas se invirtieron: al morder la Carne del
Señor, el demonio no lo envenenó —sólo encontró en Él mansedumbre infinita
y obediencia a la voluntad del Padre— sino que, por el contrario, junto con el
anzuelo de la Cruz se tragó la Carne del Señor, que fue veneno para él y
pasó a ser para nosotros el antídoto que neutraliza el poder del Maligno. [3]
Estas son las reflexiones. Pidamos al Señor la gracia de sacar provecho
de esta enseñanza: hay cruz en el anuncio del
Evangelio, es verdad, pero es una Cruz que salva. Pacificada con la
Sangre de Jesús, es una Cruz con la fuerza de la victoria de Cristo que vence
el mal, que nos libra del Maligno. Abrazarla con Jesús y como Él, “desde antes” de salir a predicar, nos permite
discernir y rechazar el veneno del escándalo con que el demonio nos querrá
envenenar cuando inesperadamente sobrevenga una cruz en nuestra vida.
«Pero nosotros no somos de los que retroceden
(hypostoles)», dice el autor a la Carta de los
hebreos, «Pero nosotros no somos de los que
retroceden» (Hb 10,39) es el consejo que nos da. Nosotros no nos
escandalizamos, porque no se escandalizó Jesús al ver que su alegre anuncio
de salvación a los pobres no resonaba puro, sino en medio de los gritos y
amenazas de los que no querían oír su Palabra, o querían reducirla a
legalismos, a moralismos, al clericalismo, y estas cosas.
Nosotros no nos escandalizamos porque no se escandalizó Jesús al tener
que sanar enfermos y liberar prisioneros en medio de las discusiones y
controversias moralistas, leguleyas, clericales que se suscitaban cada vez que
hacía el bien.
Nosotros no nos escandalizamos porque no se escandalizó Jesús al tener
que dar la vista a los ciegos en medio de gente que cerraba los ojos para no
ver o miraba para otro lado.
Nosotros no nos escandalizamos porque no se escandalizó Jesús de que
su proclamación del año de gracia del Señor —un año que es la historia
entera— haya provocado un escándalo público en lo que hoy ocuparía apenas la
tercera página de un diario de provincia.
Y no nos escandalizamos porque el anuncio del Evangelio no recibe su
eficacia de nuestras palabras elocuentes, sino de la fuerza de la Cruz (cf. 1
Co 1,17).
Del modo como abrazamos la Cruz al anunciar el Evangelio —con obras y,
si es necesario, con palabras— se transparentan dos cosas: que los sufrimientos que sobrevienen por el Evangelio no
son nuestros, sino «los sufrimientos de Cristo en nosotros» (2 Co 1,5),
y que «no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a
Jesús como Cristo y Señor» y nosotros somos «servidores
por causa de Jesús» (2 Co 4,5).
Quiero terminar con un recuerdo. Una vez, en un momento muy oscuro de mi
vida, pedía una gracia al Señor, que me liberara de una situación dura y
difícil, momento oscuro. Fui a predicar Ejercicios Espirituales a unas
religiosas y el último día, como solía ser habitual en aquel tiempo, se
confesaron. Vino una hermana muy anciana, con los ojos claros, realmente
luminosos. Era una mujer de Dios. Al final sentí el deseo de pedirle por mí y
le dije: “Hermana, como penitencia rece por mí,
porque necesito una gracia. Si usted la pide al Señor, seguro que me la
dará”. Ella permaneció silencio, se detuvo un largo momento, como si
rezara, y luego me dijo esto: “Seguro que el Señor
le dará la gracia, pero no se equivoque: se la dará a su modo divino”. Esto
me hizo mucho bien: sentir que el Señor nos da
siempre lo que pedimos, pero lo hace a su modo divino. Este modo implica
la cruz. No por masoquismo, sino por amor, por amor hasta el final [4].
[1] Como las que señala un maestro
espiritual, el padre Claude Judde; una de esas frases que acompañan nuestras
decisiones y contienen “la última palabra”, esa que inclina la decisión y
mueve a una persona o a un grupo a actuar. Cf. C. Judde, Oeuvres spirituaelles
II, 1883, Instruction sur la connaisance de soi même, 313-319, en M.A.
Fiorito, Buscar y hallar la voluntad de Dios, Bs. As., Paulinas 2000, 248 ss.
[2] “Antilegomenon” quiere decir que se
hablaría en contra de Él, que algunos hablarían bien y otros mal.
[3] Cf. Centuria 1, 8-13.
[4] Cf. Homilía en la Misa en Santa Marta, 29
mayo 2013.
Redacción
ACI Prensa
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