Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra.
Por: Pablo Cabellos Llorente | Fuente: Catholic.net
Debemos a San Lucas el conocimiento amplio de lo
sucedido el mismo día de la Resurrección a Cleofás y su compañero en el camino
de Emaús. Andan entristecidos por una esperanza perdida. Cuando Jesús
resucitado se hace el encontradizo con ellos, no salen de su asombro ante la
pregunta del Señor sobre la conversación que traen. Al tratar de explicar lo
sucedido al que se ha sumado como compañero de viaje, ellos mismos confiesan su
desesperanza: "nosotros esperábamos que él
sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que
han pasado estas cosas".
Esperábamos, afirman en un pasado que suena a fiasco. Tal vez no esperaban
nada, o no esperaban rectamente porque su idea de la redención de Israel era
muy otra. No nos extraña porque, en demasiadas ocasiones y a demasiados
cristianos, nos viene a suceder lo mismo cuando pensamos que Dios no está a
nuestro lado, o no nos escucha o, si nos escucha, no atiende a nuestras
necesidades. No tenemos en cuenta aquello de San Pablo a los Romanos: "el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza:
porque no sabemos lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede
por nosotros con gemidos inefables". Nuestra oración ha de ser
guiada por el mismo Dios, porque no siempre pedimos bien.
Y esto hace Jesús con aquellos dos desesperanzados, también impacientes y poco
comprensivos con los tiempos de Dios porque se van a Emaús cuando ya tienen
bastantes rumores acerca de la Resurrección o, mejor dicho, más que rumores
tienen el testimonio de las mujeres y de alguno de los suyos, pero como a Él no
lo han visto, no les basta. Una vez más nos encontramos pensando con criterios
exclusivamente humanos y, seguramente por eso, de vuelo corto.
Por fortuna -como a aquellos dos caminantes desalentados- Jesús se nos acerca
mucho más de lo pensamos y de variadísimas maneras. Con Cleofás y su amigo
empleó la misma paciencia que con nosotros. En su caso, para explicarles desde
Moisés a los Profetas a fin de que comprendieran que todo había sucedido como
estaba previsto.
En nuestras situaciones hará también cuanto necesitemos para calentar nuestro
corazón o dar luz a nuestra mente. La luz es enseñarnos a ver nuestra vida y lo
que nos sucede con los ojos de la fe, tan distintos de nuestras miradas cortas.
Estamos habituados a razonar de modo que comprendamos todo con silogismos bien
construidos, pero con frecuencia nos olvidamos de la premisa mayor: Dios, que
ve las cosas de otro modo, sub especie aeternitatis, con la vista puesta en la
eternidad. Las cosas son como las ve Dios. Y nos caldeará el corazón, como hizo
con aquellos dos hombres de modo casi imperceptible, porque acaban de darse
cuenta al final: "¿no es verdad que ardía
nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos
explicaba las Escrituras?".
Hemos de tener el oído atento para escuchar al Señor, que nos habla también a
través de las Escrituras, en la Eucaristía, a través de un amigo, en el
acompañamiento o dirección espiritual, en una homilía u otros medios de
formación, en un rato de oración ante el Señor sacramentado o en otro lugar
cuando no es posible acercarse a un sagrario, en las incidencias de la vida
corriente o siendo nosotros ese cristiano que "debe
hacer presente a Cristo entre los hombres, debe obrar de tal manera que quienes
le traten perciban el bonus odor Christi (Cfr. 2 Cor II, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través
de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro".
Así lo afirmaba San Josemaría Escrivá, comentando este pasaje de Lucas en la
homilía Cristo presente en los cristianos.
Así, un camino de ida para quienes parecen "estar
de vuelta" se convirtió, por la misericordia de Jesús, en el camino
del encuentro, un sendero en el que, por obra de Dios, el desaliento se
convierte en luz y calor. A pesar de nuestras debilidades, todos tenemos la
posibilidad de ser el amable compañero de viaje que haga pronunciar a nuestros
familiares, amigos, compañeros, vecinos... las mismas palabras de los
discípulos de Emaús que, como se lee en Camino, "debían
salir espontáneas, si eres apóstol, de labios de tus compañeros de profesión,
después de encontrarte a ti en el camino de la vida".
Esa vía de ida, que facilita el camino de vuelta a nuestro sitio, a la casa del
Padre, está en nuestra manos para cada uno de nosotros y para los demás. Antes
cité algunos medios. Quiero ir finalizando recordando algo capital: la
confesión sacramental, el sacramento de la misericordia y el perdón, que quita
nuestras costras y durezas para que la voz del Espíritu resuene más clara en
nuestra conciencia, ese sagrario de nuestra intimidad en el que escuchamos la
voz de Dios siempre que nuestras auto-disculpas no la conviertan en el sonido
de la propia subjetividad.
Se levantaron de la mesa que habían compartido con el Señor y regresaron a
Jerusalén, volvieron a su sitio, al redil de Dios, donde encontraron reunidos a
los once y a los que estaban con ellos. Volvieron para ser cada uno apóstol de
apóstoles. Termino con otras palabras de San Josemaría tremendamente animantes:
"Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de
dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los
caminos divinos de la tierra" (Amigos de Dios, 314).
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