Martes Santo. Padre, aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú.
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Getsemaní es el momento de la obscuridad de la
voluntad de Dios; momentos en los cuales el mismo Cristo pide que se le aparte
el cáliz: "¡Abba, Padre!; todo es posible
para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que
quieras tú."
San Marcos refleja la obscuridad que se presenta dentro del alma de Cristo. Los
comentaristas de la Escritura siempre han visto aquí un momento en el cual como
que Cristo viene a preguntarse: Todo lo que yo voy a hacer, ¿merecerá la pena?
No hay que olvidar el tremendo realismo que supone para Cristo la encarnación,
y Él no ha querido, en cierto sentido, ahorrarse ni siquiera esas obscuridades
interiores de saber si verdaderamente merecería la pena todo el esfuerzo que Él
iba a hacer.
Pero junto con esta obscuridad, hay también otra obscuridad en el camino de
Cristo, en el alma de Cristo: ¿Por qué el Padre
elige ese camino? ¿Por qué no eligió otro? La elección del camino por
parte del Padre es una elección que entra dentro del misterio eterno. ¿Por qué razón la cruz, por qué tanto sufrimiento, por
qué tanto dolor? Y si es tremenda la obscuridad ante el camino
particularmente duro que se le muestra a Cristo, creo que hay un aspecto muy
preocupante y difícil, que es el hecho de que Dios Padre busca en Él el
abandono total sin condiciones.
Cristo se sabe Hijo, se sabe, por lo tanto, amado por el Padre, a pesar del
dolor que puede embargar el corazón, a pesar de la sangre que pueda brotar de
la herida que le produce la renuncia de sí mismo. Sabe que el Padre le exige un
abandono total, sin condiciones.
"Si es posible, que pase de mí este cáliz,
pero no se haga mi voluntad, sino la tuya". Cristo es
consciente de que su amor por el Padre no puede tener otra opción sino la
renuncia de sí mismo. ¿Qué amor sería el que
desconfiara de su fuerza sobre el odio, sobre el dolor, sobre la renuncia
total? Cristo se sabe amado por toda la eternidad, desde toda la
eternidad, pero eso no le ahorra ni un momento de obscuridad.
El relato evangélico es suficientemente claro respecto a esta obscuridad y
soledad que nuestro Señor siente ante la voluntad del Padre. Entremos en la
obscuridad en el alma de Cristo.
Cristo ha querido tocar todo el dolor humano, y por eso, también Cristo ha
querido, como tantas almas humanas, pasar por la obscuridad, de manera que
también el alma de Cristo asuma sobre sí la obscuridad y la redima por medio de
la oblación libre, del ofrecimiento libre al Padre.
Cristo sabe que el amor no quita del alma la presencia de la soledad
purificadora, que reclama un desprendimiento absoluto de todo lo que podría
haberle servido de soporte; la soledad del que tiene que lanzarse a la
obscuridad, al dolor, a la angustia; la soledad del que sabe que su camino
entra al desfiladero de la muerte, del despojo absoluto de toda seguridad
humana; la soledad del que siente en su alma el mordisco implacable de la
tristeza y de la amargura. Esa soledad que nadie puede evitar al hombre cuando
quiere vivir sin pactos fáciles todas las exigencias de su identidad; una
profunda soledad interior que reclama una verdadera convicción, para dar hacia
adelante el siguiente paso, para darlo con decisión, con energía, porque sabe
que su soledad no es excusa para no entregarse al Padre.
Cristo quiere tocar la soledad de todos los hombres, de los hombres que se
sienten retados por la obscuridad del alma ante la misión que se les confía. Y
el alma de Cristo es consciente de que esa soledad que Él revive por su libre
oblación es posible superarla a través de la oración. Y Cristo busca la
oración, busca el contacto con el Padre. Cristo busca el encuentro con su Padre
para fortalecerse, quizá no para superar la obscuridad. Porque no hay que
olvidar que muchas veces la obscuridad no se supera sino que simplemente se
soporta. Muchas veces la obscuridad no se puede quitar, no se puede arrancar
del alma por mucho que se quiera.
En el alma de Cristo está presente la obscuridad que proviene del dolor
interior, que proviene del peso de los pecados ajenos, y Cristo se abraza a
este cáliz del Señor. Cristo quiere ser capaz de corresponder a su Padre
abrazándose al cáliz que se le ofrece. Cada uno de nosotros debemos
preguntarnos también por todas nuestras obscuridades. No es difícil ser fiel
cuando todo es claro, cuando todo es amable. La fidelidad es difícil, más
difícil todavía, cuando se realiza en la obscuridad, cuando sólo sabes que tienes
que ser fiel, cuando sólo te queda la convicción de que tienes que seguir
adelante. Y así es la fidelidad de Cristo en Getsemaní. "Si es posible que pase, pero no lo que yo quiera
sino lo que quieras tú". Como
dirá la carta a los Hebreos: "Aprendió con
gritos y con lágrimas la obediencia, y así se constituyó en causa de salvación
para todos los que le obedecen."
¿Qué hago yo con mis noches en la obscuridad cuando no entiendo qué quieren de
mí? ¿Qué hago cuando soy tomado por Dios en caminos que yo no habría escogido
para mí, cuando la misión es difícil, cuando el reclamo de la misión supone dar
más todavía, cuando yo pensaba que ya estaba en el borde y más no se podía dar?
No tenemos que olvidar que la firmeza interior está en el homenaje de la libertad,
en la ofrenda de mi libertad que se vuelve a ofrecer a Dios en medio de la
obscuridad. Esa es la fidelidad interior, esa es la firmeza de mi alma. Cristo
me da el ejemplo, y Cristo es fiel a sí mismo, fiel a su identidad, fiel a su
Padre y fiel a mí, aunque lo único que ve es la obscuridad de una muerte
ignominiosa. Fiel, aunque sabe que lo único que lo espera es la noche, el
tiempo de las tinieblas, la hora en que el poder, la fuerza, es misteriosamente
entregada a los enemigos del Dios fiel que nunca abandona a sus hijos. Cristo
es fiel para mí, aunque yo no vea nada, aunque no entienda, aunque a mis ojos
el panorama sea sólo la obscuridad, porque la fidelidad en la obscuridad es
otro nombre del amor.
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