Miércoles quinta semana de Cuaresma. La cruz de Cristo se convierte en punto de partida para nosotros.
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Durante toda la Cuaresma la Iglesia nos ha ido
preparando para encontrarnos con el misterio de la Pascua, que es el juicio que
Dios hace del mundo, el juicio con el cual Dios señala el bien y el mal del
mundo. La Pascua no es solamente el final de la pasión; la Pascua es la
proclamación de Cristo como juez del universo. Un juez que, por ser juez del
universo, pone a sus pies a todos: sus amigos, que pueden ser los que le han
servido; y a sus enemigos, que pueden ser los que no le han servido.
El juicio que Dios hace del hombre dependerá de cómo el hombre se ha comportado
con Cristo. Ser conscientes de esto es, al mismo tiempo, dejar entrar en
nuestro corazón la pregunta de cuál es la opción fundamental de nuestras vidas.
Escuchábamos en la narración del Libro de Daniel, que los tres jóvenes son
salvados del horno del fuego ardiente por el ángel del Señor. Yo creo que lo
fundamental de esta narración es la reflexión final: “Bendito
sea el Dios de Sadrak, Mesak y Abed Negó, que ha enviado a su ángel para librar
a sus siervos que, confiando en él, desobedecieron la orden del rey y
expusieron su vida antes que servir y a adorar a un dios extraño”.
Éste es el punto más importante: el ser capaz de juzgar nuestra vida de tal
forma que nuestros actos se vean discriminados según nuestra opción por Dios. O
sea, Dios como criterio primero, y no al revés. Que nuestra forma de afrontar
la vida, nuestra forma de pensar, de juzgar a las personas, de entender los
acontecimientos, no se vean discriminadas por «lo
que a mí me parecería», es decir, por un criterio subjetivo.
Esta situación debe ser para todos nosotros punto de examen de conciencia,
sobre todo de cara a la Pascua del Señor, para ver si efectivamente nuestra
vida está decidida por Dios. La cruz se convierte así, para cada uno de
nosotros, en el punto de juicio, el punto al cual todos tenemos que llegar para
ver si mi vida está o no decidida por Cristo nuestro Señor.
Cristo en la cruz apuesta todo por nosotros. Cristo en la cruz pone todo por
nosotros. Cristo en la cruz se entrega totalmente a nosotros. La cruz de Cristo
se convierte en punto de juicio para nosotros: Si Él nos ha dado tanto,
¿nosotros qué damos? Si Él ha sido tanto para nosotros, ¿nosotros qué somos para Él? Si Él ha vivido de esa manera con
nosotros y para nosotros, ¿nosotros cómo vivimos
para Él?
Jesús, en el Evangelio, pide a los judíos que le escuchaban que examinen quién
es su Padre. Ellos le dicen: “Nosotros tenemos por
padre a Dios”. Pero Jesús les contesta que no es verdad, porque les
dice: “Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a
mí, porque yo he salido y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que
él me ha enviado”.
Cuando nuestra vida choca con la cruz, cuando nuestra vida choca con los
criterios cristianos, tenemos que preguntarnos: ¿Quién
es mi padre?; no ¿cuál es mi título?; no ¿cuál es la etiqueta que yo traigo
puesta en mi vida? ¿Cuál es el fruto que da en mi vida la opción por Cristo?
¿Qué es lo que realmente brota en mi vida de mi opción por Cristo?
Porque ése es verdaderamente el origen de mi existencia.
Jesús dice a los de su época que ellos no son los hijos de Abraham; porque el
fruto de Abraham sería una opción definitiva por Dios, hasta el punto de ser
capaz de arriesgar el propio interior, el propio juicio para seguir a Dios.
Recordemos que Abraham puso, incluso lo ilógico de la orden de Dios de matar a
su propio hijo, para obedecer a Dios.
Cristo y su cruz se convierten en un reclamo para cada uno de nosotros: ¿quién eres Tú? El misterio Pascual es para todos
nosotros una llamada. No me puedo quedar nada más en los ritos exteriores. ¿Cuál es la obra que me está diciendo a mí si opto por
Cristo o no? Mi comportamiento cristiano, mi compromiso cristiano, mi
opción definitiva por Jesucristo es donde puedo ver quién es verdaderamente mi
Padre, allí es donde sé quién es auténticamente el Señor de mi vida.
Cuando los judíos le responden a Jesús: “Nosotros
no somos hijos de prostitución, no tenemos más padre que Dios”, están tocando
un tema muy típico de toda la Escritura: la relación con Dios. El pueblo
de Dios como un pueblo amado, un pueblo fiel, un pueblo esposo de Dios. Por eso
dicen: “no somos hijos de prostitución, no somos
hijos de adulterio, somos hijos genuinos de Dios”.
Pero Cristo les responde: “Si Dios fuera su Padre
me amarían a mí[...]”. Si realmente fuesen un pueblo esposo de Dios, me
amarían a mí. Si realmente fuesen un pueblo fiel a Dios, un pueblo que nace del
amor esponsal a Dios, amarían a Cristo.
Podría ser que en nuestra alma hubiese algunos campos en los que todavía Cristo
nuestro Señor no es el vencedor victorioso, no es el esposo fiel. ¿No podría haber campos en nuestra vida, rasgos en
nuestra alma, en los que por egoísmo, por falta de generosidad, por pereza, por
frialdad, nuestra alma todavía no corriese al ritmo de Dios, no estuviese
alimentándose de la vida de Dios, no estuviese nutriéndose de la opción
fundamental, definitiva, única, exclusiva por Dios nuestro Señor?
La Semana Santa es un período de reflexión muy importante. Un período que nos
va a mostrar a un Cristo que se ofrece a nosotros; un Cristo que se hace
obediente por nosotros; un Cristo que es la garantía del amor esponsal de Dios
por su pueblo. Un Cristo que reclama de cada uno de nosotros el amor fiel, el
amor de don total del corazón hecho obras, manifestado en un comportamiento
realmente cristiano. El misterio pascual es la raya que define si soy alguien
que vive de Dios, o soy alguien que vive de sí mismo.
Jesucristo, en la Eucaristía, viene a redimirnos de esto. Jesucristo quiere
darnos la Eucaristía para que de nuevo en esa unión íntima del Creador, del
Señor, del Redentor con el alma cristiana, se produzca la opción fuerte,
definitiva, amorosa por Dios.
Pidámosle que esta opción llegue a iluminar todos los campos de nuestra vida.
Que ilumine nuestro interior, que ilumine nuestra alma, que ilumine también nuestra
vida social, nuestra vida familiar, y, sobre todo, que ilumine nuestra libertad
para que optemos definitivamente, sin ninguna cadena, por aquello que
únicamente nos hace libres: el amor de Dios.
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