lunes, 1 de febrero de 2021

PECADO ORIGINAL

XCVIII. EXISTENCIA DEL PECADO ORIGINAL

1176.¿Fue conveniente la Encarnación, o que el Hijo de Dios asumiera la naturaleza humana?

–Después de los capítulos dedicados al misterio de la Encarnación, en el cuarto libro de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás escribe, al iniciar el capítulo siguiente: «Lo dicho anteriormente demuestra que no es imposible lo que enseña la fe católica sobre la Encarnación del Hijo de Dios. Ahora tenemos que demostrar en consecuencia, la conveniencia de que el Hijo de Dios asumiera la naturaleza humana». La razón de la conveniencia de la Encarnación, añade, fue el pecado original, porque: «parece que San Pablo atribuye la razón de esta conveniencia al pecado original, que a todos se transmite» [1]. Afirma San Pablo que: «Así como por la desobediencia de un solo hombre fueron constituidos pecadores los que eran muchos, así también por la obediencia de uno solo serán constituidos justos los que son muchos» [2].

A pesar de estas palabras sobre el pecado que acompaña a la naturaleza humana: «sin embargo, es preciso demostrar que los hombres nacen con pecado original, cuya existencia negaron los herejes pelagianos».

1177. –¿Cómo demuestra el Aquinate la existencia del pecado original?

– Santo Tomás prueba la existencia del llamado pecado original, el primer pecado de la historia humana, y que después cada hombre contrae en su origen, primeramente con afirmaciones de la Sagrada Escritura. Escribe: «Vamos a comenzar aduciendo lo que dice el Génesis: «Tomó, pues, el Señor Dios al hombre y lo puso en el paraíso del deleite, para que lo cultivase y guardase. Y le ordenó diciendo: «De todo árbol del paraíso comerás, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día en que comas de él, de muerte morirás» (Gen 2,15-16)».

Comenta seguidamente: «Pero, como Adán no murió en el acto el día en que comió, conviene interpretar la expresión «de muerte morirás» de este modo: «estarás sujeto necesariamente a la muerte». Cosa que se hubiera dicho inútilmente si el hombre tuviese que morir necesariamente por la disposición original de su naturaleza. Hay que decir, pues, que la muerte y la necesidad de morir son una pena impuesta al hombre por su pecado. Pero la pena no se impone justamente si no se da la culpa. Luego en cuantos se encuentre esta pena se deberá encontrar también alguna culpa». El todo hombre está la pena del pecado original y, por tanto, también de algún modo la culpa está en todos los hombres.

Como consecuencia: «esta pena se encuentra en todo hombre, incluso en el momento de nacer, pues se nace sujeto ya a la muerte; por eso algunos mueren al nacer, «pasando del vientre al sepulcro» (Job 10, 19). Luego en ellos hay algún pecado». Precisa que, sin embargo: «no es un pecado actual, porque los niños no tienen uso de razón, sin el cual nada se le imputa al hombre como pecado». Por consiguiente: «debemos afirmar que el pecado está en ellos transmitido por origen» [3].

Lo confirma también este texto de San Pablo, citado a continuación por Santo Tomás: «así como por un hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte, así también pasó la muerte a todos los hombres por aquel en quien todos pecaron» [4].

El escriturista José Mª Bover notaba que: «En estos tres versículos enuncia San Pablo el argumento clásico que demuestra la existencia del pecado original. En este versículo propone la mayor del silogismo: «Todos murieron, porque todos pecaron».

Continua la argumentación San Pablo en estos versículos: «Porque anteriormente a la ley había pecado en el mundo; más el pecado no se imputa, donde no hay ley. Sin embargo, reino la muerte desde Adán a Moisés, aun sobre los que no habían pecado a imitación de la transgresión de Adán, el cual es figura del venidero» [5].

Bover añade en su comentario: «en los versículos siguientes prueba la menor implícita: «Este pecado universal no son los pecados personales a imitación de la transgresión de Adán, sino la participación universal en el primer pecado». Primera prueba de esta menor: «Antes de la Ley de Moisés no existía ley que castigase con la muerte el pecado personal». Segunda prueba: «Han existido muchos que no cometieron pecados personales: y no obstante, murieron». Conclusión: luego el pecado, origen de la muerte, es el primer pecado, que fue a la vez pecado de Adán y pecado de toda su descendencia que es lo que se llama pecado original» [6].

1178. –¿Hay más pruebas sobre el pecado original?

–La Iglesia en su magisterio ha definido la existencia del pecado original como revelada por Dios. Así, por ejemplo, en el Concilio de Trento se dice: «Si alguno sostiene que este pecado de Adán, el cual es uno en su origen, y, transmitiéndose a todos por propagación, y no por imitación, se hace propio de cada uno en particular, puede borrarse por las fuerzas de la naturaleza humana, o por otros remedios que por los méritos de Jesucristo, Nuestro Señor, único mediador, que nos reconcilió con Dios por su Sangre, «constituyéndose para nosotros justicia, santificación y redención nuestra» (1 Cor. 1, 30); o niega que los mismos méritos de Jesucristo se aplican así a los adultos como a los párvulos por el sacramento del bautismo, administrado debidamente según la forma de la Iglesia, sea excomulgado; porque «no se ha dado a los hombres otro nombre bajo el cielo, por el cual debamos salvarnos» (Hech 4, 12). De donde aquella voz: «He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo» (Jn. 1, 2). Y la otra: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, estáis revestidos de Cristo» (Gal. 3, 27)» [7].

Se añade que, como consecuencia: «Si alguno niega que los niños recién nacidos, y aun los que son hijos de padres bautizados, tienen necesidad de recibir el Bautismo, o dice que verdaderamente se bautizan para la remisión de los pecados, pero que de Adán no contraen nada del pecado original, que necesite purificarse por el agua de la regeneración para conseguir la vida eterna; de donde se seguiría que la forma del Bautismo para la remisión de los pecados resultaría en ellos falsa y no verdadera, sea excomulgado» [8].

En el Catecismo del Concilio de Trento se dice que todos tienen que saber «la causa de las miserias y trabajos comunes», que se refiere a continuación del siguiente modo: «habiéndose Adán separado de la obediencia de Dios, y quebrantado este mandamiento: «Come, si quieres, del fruto de todos los árboles del Paraíso; más del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas; porque, en cualquier día que comieres de él, infaliblemente morirás» (Gen 2, 16-17); cayó en la extrema desgracia de perder la santidad y la justicia en que había sido creado, y de quedar sujeto a los demás males, que minuciosamente ha explicado el santo Concilio de Trento». Además, se añade que hay que recordar que: «el pecado y su pena no se limitaron a solo Adán, sino que por medio de él, como de la semilla y causa, se transmitió justamente a toda su descendencia» [9].

1179. –¿No podría afirmarse que el pecado de Adán se hubiese transmitido no por su naturaleza sino por imitación, y así se reprodujera, con todo lo que incluye, en los demás hombres?

–Sostiene Santo Tomás, en este capítulo de la Suma contra los gentiles, que: «no se puede afirmar que por un hombre entrase el pecado en el mundo a modo de imitación. Porque entonces el pecado no afectaría sino a quienes al pecar imitan al primer hombre; y como la muerte entró en el mundo por el pecado, ésta no alcanzaría sino a quienes al pecar imitan al primer hombre pecador».

Nota que incluso: «para evitar esta interpretación, añade San Pablo: «Reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, aun en aquellos que no habían pecado con una transgresión semejante a la de Adán» (Rm 5, 14). Por lo tanto, San Pablo no entendió que por un hombre entrase el pecado en el mundo a modo de imitación, sino por transmisión original».

Además, debe tenerse en cuenta que: «si San Pablo hablase de la entrada del pecado en el mundo por imitación de un ejemplar, mejor diría que entró por el diablo que por un hombre. Como se dice expresamente en el libro de la Sabiduría: «por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que son de su herencia» (Sab 2, 24-25)».

Todavía se puede argumentar, si se acude al Antiguo Testamento, porque: «David dice en el libro de los Salmos: «Mira que yo he sido concebido en la culpa y en pecado me concibió mi madre» (Sal 50, 7). Lo cual no puede referirse al pecado actual, porque David fue concebido y nació de legítimo matrimonio. Es preciso, pues, que esto se refiera al pecado original».

De manera parecida: «se dice en el libro de Job: «¿Quién puede hacer puro al que fue concebido de inmunda simiente? ¿Quién sino tú que eres único?» (Jb 14, 4). De donde se deduce que de la inmundicia de la simiente humana participe el hombre concebido por ella. Inmundicia que es preciso atribuir al pecado, motivo único por el que el hombre es llevado a juicio, como dice el versículo anterior: «Y tienes por cosa digna abrir tus ojos sobre este tal y traerle a juicio contigo?» (Jb 14, 3). Así, pues, hay un pecado que el hombre contrae al nacer, y se le llama «original».

1180. –¿Aporta el Aquinate otras pruebas basadas en la fe?

–Advierte también Santo Tomás que: «según la tradición de la fe católica se ha de creer que los hombres nacen con el pecado original». Por una parte, sabemos que: «el bautismo y los otros sacramentos de la Iglesia son unos remedios contra el pecado», por otra: «el bautismo, según la costumbre ordinaria de la Iglesia, se confiere a los niños recién nacidos».

De ello, se infiere que: «en vano, pues, se administraría si no hubiera algún pecado en ellos. Ahora bien, en ellos no hay pecado actual, porque carecen del uso de razón, sin la cual ningún acto se le imputa al hombre como culpa. Luego se debe afirmar que en ellos está el pecado transmitido por origen, pues en las obras de Dios y de la Iglesia nada hay vano o inútil».

Se podría decir que: «el bautismo se da a los niños no para limpiarles del pecado, sino para que entren en el reino de Dios, al cual no pueden llegar sin bautismo, pues dice el Señor: «no puede entrar en el reino de Dios sino aquel que haya renacido por el agua y por el Espíritu Santo» (Jn 3, 5)».

Sin embargo: «tal aserto es una vana suposición, porque nadie es excluido del reino de Dios. Y este reino no es otra cosa que «la sociedad ordenada de aquellos que gozan de la visión divina», en la que consiste la verdadera bienaventuranza, como se ve por lo expuesto en el libro Tercero (III, c. 48, ss.). Nada falla en la consecución del propio fin si no es por algún pecado. Luego, si los niños no bautizados no pueden llegar al reino de Dios, es preciso afirmar que en ellos se da algún pecado» [10], y, por tanto, el pecado original.

1181 –¿Da también el Aquinate pruebas racionales de la existencia del pecado original en todo hombre?

–Se conoce la existencia del pecado original únicamente por revelación divina, y, por ello, es un misterio objeto de la fe. Sin embargo, la razón puede reflexionar sobre el mismo y así advertir que se dan signos o manifestaciones del pecado original de los hombres. De manera que: «en el género humano aparecen ciertos síntomas bastante probables del pecado original. Pues, como Dios vela con solicitud los actos humanos, dando, en consecuencia, el premio a las buenas obras y el castigo a las malas, como ya quedó demostrado (III, c. 40), por la existencia del castigo o de la pena, podemos cerciorarnos de la culpa».

Es innegable que: «El género humano padece comúnmente diversas penas tanto corporales como espirituales. Entre las corporales, la primera es la muerte, y a ella se ordenan todas las demás, o sea, el hambre, la sed y otras semejantes. Entre las espirituales, sin embargo, la principal es la debilidad de la razón, por cuya causa sucede que el hombre llega con dificultad al conocimiento de la verdad y fácilmente cae en el error, y no puede superar totalmente los apetitos, siendo más bien ofuscado con frecuencia por ellos».

1182–¿Sin negar la existencia de los males de la muerte y la debilidad de la razón, no podría argumentarse que no son penales, sino defectos naturales, que provienen necesariamente de la parte material del hombre?

–Ciertamente podría objetarse que es necesario que: «El cuerpo humano, estando compuesto de contrarios, sea corruptible; y que el apetito sensitivo tienda a los deleites sensibles, que en ocasiones son contrarios a la razón; y como el entendimiento posible está en potencia respecto de las cosas inteligibles, no temiendo ninguna de ellas en acto, ya que por naturaleza tiende a adquirirlas de las cosas sensibles, difícilmente puede llegar al conocimiento de la verdad y con facilidad se desvía de ella a causa de las representaciones sensibles o imágenes».

No es admisible, sin embargo, esta argumentación, porque: «considerando, rectamente esto, cualquiera podrá juzgar con bastante probabilidad, supuesta la divina providencia, que ajustó a cada perfección sus correspondientes perfectibles, que Dios unió la naturaleza superior a la inferior para que la dominase». También que: «si tal dominio se ve impedido por deficiencia de la naturaleza, Él la quita con su gracia especial y sobrenatural».

De modo que: «como el alma racional es de una naturaleza superior al cuerpo, debe considerarse como unida al cuerpo de un modo que no pueda haber nada en el cuerpo contrario al alma, que es la vida del mismo; e igualmente, si la razón humana se une al apetito sensitivo y a las potencias sensitivas, sea a condición de que la razón no esté impedida por las potencias sensitivas, sino más bien que las domine».

Por consiguiente: «según la doctrina de la fe, establecemos que el hombre fue creado en un principio de tal manera que, mientras la razón estuviese sujeta a Dios, las fuerzas inferiores le sirviesen sin obstáculo, y el cuerpo no pudiese librarse de su sujeción por ningún impedimento corporal, supliendo Dios y su gracia lo que faltaba a la naturaleza para realizarlo; más cuando la razón se apartó de Dios, las fuerzas inferiores se volvieron contra ella, y el cuerpo sucumbió a las pasiones contrarias a la vida, que se debe al alma».

En cambio, el hombre se encuentra en una situación, que la debilidad de su razón, le lleva al error y asimismo a ser engañado y dominado por las pasiones en lugar de dirigirlas. Se lee en Jeremías: «El corazón es engañoso» [11]. Puede decirse que el corazón, o interior del hombre, es falso, mentiroso, falaz y traidor, con los demás e incluso consigo mismo.

Además, todo ello es sentido como algo no deseado, como un defecto. «Tales deficiencias si bien parezcan naturales al hombre, considerando en absoluto la naturaleza humana según lo que hay de inferior en ella, en cambio, teniendo en cuenta la divina providencia y la dignidad de la parte superior de la naturaleza humana, se puede demostrar con bastante probabilidad que tales deficiencias son penales. Y así puede colegirse que el género humano fue originariamente inficionado por algún pecado» [12], y que nuestras condiciones deficientes actuales son un castigo o pena.

1183. –Contra esta constatación del pecado original, que provienen del pecado de nuestros primeros padres, podría decirse: «el pecado de uno no se imputa a otros como culpa; por eso se dice que «el hijo no llevará sobre sí la iniquidad de su padre» (Ez 18, 20). Y la razón es porque no somos alabados o vituperados sino por lo que hay en nosotros, o sea, lo que realizamos con nuestra voluntad» [13]. ¿Por qué entonces el pecado del primer hombre se le imputa a todo el género humano?

–Reconoce Santo Tomás que: «no hay inconveniente en decir que, pecando uno, se propagó el pecado a todos por nacimiento, aunque cada cual sea alabado o vituperado por su propio acto». Debe tenerse en cuenta que: «una cosa es lo que hay en un solo individuo, y otra lo que hay en su naturaleza específica, que es común a todos, pues «por la participación de la naturaleza la multitud de hombres son como un solo hombre» (Porfirio, Isagoge, c. la especie)». Por consiguiente: «el pecado que pertenece a un solo individuo o persona humana no se imputa como culpa a otro, sino a quien peca, pues ambos son personalmente distintos», aunque posean una naturaleza común.

No obstante: «Si hay algún pecado que se refiera a la naturaleza misma de la especie, no hay inconveniente en que de uno se propague a otros, así como la naturaleza de la especie se comunica a los otros por medio de uno».

No hay problema en determinar si el pecado concierne a la especie o al individuo, porque: «como el pecado es cierto mal de la naturaleza racional, y el mal es una privación de bien, en atención al bien que se priva hay que juzgar si un pecado pertenece a la naturaleza común o a alguna persona particular». De manera que: «los pecados actuales que comúnmente hacen los hombres, privan de algún bien a la persona que peca, como la gracia y el debido orden de las partes del alma; por eso son personales y, pecando uno no se le imputa al otro».

Estos pecados actuales, que son personales, no se transmiten. En cambio: «el primer pecado del primer hombre no sólo privó a quien pecó de un bien propio y personal, esto es, la gracia y el orden debido del alma, sino también de un bien perteneciente a la naturaleza común».

Como ya se ha explicado: «la naturaleza humana fue creada en su origen de modo que las potencias inferiores se sometiesen perfectamente a la razón, la razón a Dios y el cuerpo al alma, supliendo Dios con su gracia lo que faltaba para esto por naturaleza». El hombre poseía, por su sujeción a Dios, una armonía interior entre sus facultades y sus constitutivos alma y cuerpo, que era completa y perfecta.

El hombre fue creado, por tanto, con una naturaleza «pura», o sin pecado y se le había concedido además el don sobrenatural de la gracia, que le santificaba y justificaba, y los dones preternaturales –la inmortalidad; la impasibilidad, o exención del dolor en el alma y en el cuerpo; la integridad, o inmunidad de la concupiscencia; y el dominio perfecto, sobre todas las cosas sensibles–, que perfeccionaban a la naturaleza humana en su orden. Todo: «este beneficio, que algunos llaman de «justicia original», fue concedido al hombre con el fin de que transmitiera juntamente con la naturaleza a sus descendientes».

Sin embargo: «al romper la razón la sujeción divina por el pecado del primer hombre, se siguió que ni las potencias inferiores se sometiesen perfectamente a la razón, ni el cuerpo al alma; y esto no ocurrió solamente en quien pecó primero, sino que pasó también, consiguientemente a los descendientes, a quienes había de llegar también la justicia original», con todos sus beneficios preternaturales y sobrenaturales.

De manera que: «el pecado del primer hombre, de quien proceden todos los demás, según la doctrina de la fe, fue no solamente personal, en cuanto que privó al primer hombre de un bien propio, sino también natural, en cuanto que perdió para sí y para sus descendientes la gracia concedida a toda la naturaleza humana».

Además, la naturaleza en sí misma quedó afectada por el pecado, En la naturaleza caída, desapareció toda armonía, por la disminución de sus fuerzas naturales. «Luego dicha falta, que se propaga por el primer hombre a todos los demás, supone también en ellos la razón de culpa en cuanto que todos los hombres se consideran como uno solo en la participación de la naturaleza común».

Por ello: «tal pecado es voluntario por la voluntad del primer padre, a la manera como la acción de la mano tienen razón de culpa por la voluntad de su primer motor, que es la razón; de modo que, con relación al pecado de naturaleza, se consideren los diversos hombres como partes de la naturaleza común, tal como las diversas partes de un hombre en relación con el pecado personal» [14].

1184. –Puede replicarse que: «aquellos que han nacido de Adán, cuando Adán pecó, no estaban todavía actuados en él, sino virtualmente, como en su primer origen». Además: «el pecar, como es obra, no pertenece sino a quien está en acto». ¿Cómo se puede afirmar que: «pecamos todos en Adán» [15] y se nos imputa su pecado?

–Responde Santo Tomás que: «se puede decir en verdad que, pecando uno «todos pecaron en él» (Rm 5, 12) como dice San Pablo». En Adán pecó toda la humanidad: «no porque en él estuviesen en acto todos los demás hombres, sino virtualmente, como en su principio original. Tampoco se dice que pecasen en él como si realizasen algún acto, sino en cuanto que pertenecen a su misma naturaleza, que se corrompió con el pecado» [16], y esta naturaleza disminuida o debilitada es la que heredaron todos los demás hombres.

Todavía se podría objetar: «si se afirma que hemos pecado en Adán, de manera que él nos transmitiría originalmente el pecado con la naturaleza, dicha afirmación parece imposible. Pues, como el accidente no pasa de un sujeto a otro, no podrá transmitirse si no se transmite el sujeto». En este caso, ello no es factible, porque: «el sujeto del pecado es el alma racional, que no nos transmite nuestro primer padre, puesto que la crea Dios individualmente para cada uno, como ya se demostró (II, c. 86 ss.)». Por consiguiente: «no puede derivarse de Adán a nosotros el pecado por origen» [17].

Respecto a esta objeción, Santo Tomás acepta lo que queda indicado en la misma, que: «si el pecado se propaga del primer padre a los descendientes, como el sujeto del pecado es el alma racional, no se sigue que el alma racional se propague». No obstante, ello no implica que no se dé la transmisión del pecado, porque: «la propagación de este pecado de naturaleza, que se llama original, es como la propagación de la naturaleza de la especie, la cual, aunque se realice por el alma racional» [18], y, sin embargo, el alma, creada por Dios para cada hombre, no se transmite en la generación humana, que solo se hace con el cuerpo.

1185. –¿Cómo el pecado de los primeros padres se transmite a sus descendientes por generación?

–En un artículo de la Suma teológica, detalla Santo Tomás como se transmite el pecado por generación natural. Recuerda que: «La fe católica nos enseña que el pecado del primer hombre se transmite a todos los demás por generación. Por este motivo, los mismos niños recién nacidos se bautizan para limpiarse de esa infección de culpa. Lo contrario es herejía pelagiana, como consta en muchas obras de San Agustín».

Después advierte que se han dado varias explicaciones sobre el modo de transmisión por generación del pecado original. Unos: «considerando que el sujeto del pecado es el alma racional, afirmaron que esta alma se nos comunica por generación». De manera que de un alma enferma parece que procedan también todas las demás almas enfermas.

Hubo otros que: «por el contrario, considerando que es un error ese hacer pasar el alma, se esforzaron por explicar cómo la culpa del padre se comunica a sus descendientes sin que el alma del padre pase a los hijos, mediante la comunicación de los defectos corporales del padre a su prole». Argumentaban que: «siendo el cuerpo proporcionado al alma y redundando en el cuerpo, y viceversa, de forma parecida dicen que los defectos culpables del alma pasan a la prole».

Seguidamente, afirma Santo Tomás que: «todas estas explicaciones son insuficientes». La razón es porque: «concediendo que algunos defectos corporales se transmitan por herencia, e incluso algunos del alma, como consecuencia de deformaciones del cuerpo, cual sucede a veces que un padre tonto tenga hijos necios», De ahí se sigue que: «esto mismo de ser defecto de nacimiento parece excluir la razón de culpabilidad, ya que ésta supone algo voluntario».

Por consiguiente: «aun en el caso de que el alma racional se transmitiera, como la mancha del alma del hijo no estaría en poder de su voluntad, perdería la razón de culpa que exige pena. Ya lo dijo Aristóteles: «Nadie llenará de improperios a un ciego de nacimiento; más bien se compadecerá de él» (Ética, III, c. 5, n. 15).

Por consiguiente: «habrá que buscar otro camino de solución, diciendo: todos los hombres nacidos de Adán pueden ser considerados como un solo hombre, en cuanto todos convienen en la naturaleza, que reciben del primer hombre, lo mismo que todos los miembros de una comunidad civil son considerados como un solo cuerpo, y la comunidad como un solo hombre. Porfirio decía que: «por la participación de idéntica naturaleza, muchos hombres son un solo hombre» (Isagoge, c. «La especie»)».

Según esta tesis –ya formulada en la Suma contra los gentiles, en su respuesta a la primera objeción sobre la existencia del pecado original–, infiere Santo Tomás: «la multitud de hombres derivados de Adán son como muchos miembros de un mismo cuerpo. Y ya sabemos que los actos de un miembro del cuerpo, por ejemplo, de la mano, no son voluntarios por la voluntariedad de la mano, sino por la voluntariedad del alma, que es el primer motor de los otros miembros».

Puede advertirse en el siguiente ejemplo: «el homicidio cometido por la mano no se imputa a ésta como pecado, en cuanto que la mano es un miembro aislado, sino que se le imputa en cuanto que es algo propio del hombre integral, que recibe su movimiento del primer principio motor del hombre». De manera parecida: «el desorden que existe en este hombre nacido de Adán no es voluntario con la voluntad de este hombre engendrado, sino con la voluntad del primer padre, que mueve, con movimiento de generación, a todos los que de él proceden por su origen, como la voluntad del alma mueve a todos los miembros a sus actos respectivos».

Así se explica que: «el pecado que pasa de los primeros padres a sus descendientes se llame pecado «original», como el pecado que se deriva del alma a los miembros se llama pecado actual» Por consiguiente, de la misma manera que: «el pecado actual, cometido mediante un miembro cualquiera, no es pecado de dicho miembro sino en cuanto forma parte del todo humano, llamándose por eso «pecado humano», así también el pecado original no es pecado de esta persona sino en cuanto que recibió su naturaleza del primer padre. Por eso se llama «pecado de naturaleza», según la expresión de San Pablo: «Éramos hijos de ira por naturaleza» (Ef 2, 3)» [19].

En su comentario a este versículo paulino, explica Santo Tomás que: »éramos por naturaleza» significa por origen de la naturaleza; no de la naturaleza como tal, que así buena es y de Dios dimana, sino de la naturaleza como viciada, y, por ello «hijos de ira», de vindicación, pena e infierno» [20], por el pecado de desobediencia y rebeldía, y, por tanto, de soberbia de Adán y Eva.

1186. – Es cierto que «nadie recibe de sus padres por generación pecado alguno» [21] y además: «el alma racional, que es sujeto de la culpa, no se transmite por generación», ni, por tanto, «puede transmitirse la culpa» [22], que está en un alma. ¿Cómo es posible que el primer pecado de los primeros padres se transmita a todos sus hijos?

–Para responder a esta cuestión, precisa Santo Tomás: «El hijo no llevará el pecado del padre, porque no se le castiga por dicho pecado a no ser que sea partícipe de la culpa. Y así sucede en nuestro caso: pues el hijo hereda la culpa del padre por generación; como puede «heredar» el pecado actual por imitación» [23].

No representa ninguna dificultad que: «el alma no se transmita por generación», ya que ciertamente los padres no pueden causar un alma racional, aunque al generar el cuerpo: «mueven hacia ella a modo de disposición». Por consiguiente, como la naturaleza del hombre está constituida por cuerpo y alma, puede decirse que: «se transmite la naturaleza humana del padre al hijo, y junto con la naturaleza se comunica también la infección de la misma», y, por tanto, el pecado y sus consecuencias en la naturaleza humana, la falta de armonía interior y exterior.

De manera que: «el que nace se hace partícipe de la culpa del padre por recibir de él la naturaleza mediante el poder generativo» [24]. En los padres, no está en acto la culpa original, pero: «está allí virtualmente la naturaleza humana a la cual acompaña la culpa» [25].

1187. –¿Los pecados que cometieron nuestros ascendientes y sobre todo los más próximos, se nos transmiten al igual que el pecado original de los primeros padres?

– Antes de ocuparse de esta cuestión, indica Santo Tomás que «San Agustín la trató en el Enchiridion, pero la dejó sin resolver» [26]. En efecto, en esta obra se lee: «No sin fundamento se dice que los niños están sujetos también a los pecados, no sólo de los de nuestros primeros padres, sino también a los de aquellos de quienes han nacido. Pues aquel divino decreto: «Castigaré en los hijos los pecados de los padres» (Dt 5, 9), comprende ciertamente a los niños antes de que empiecen a pertenecer por la regeneración al Nuevo Testamento».

Nota San Agustín que: «este Testamento era anunciado cuando se decía por el profeta Ezequiel que los hijos no habían de cargar sobre sí los pecados de los padres, y que en lo sucesivo sería desmentido en Israel aquel dicho: «Los padres comieron el agraz y los hijos sufren la dentera» (Ez 18, 1-20)».

Se confirma que los niños están en pecado, ya que: «para esto se renace, para que sean borrados todos los pecados con que uno nace. Pues los pecados que, obrando mal, se cometen después, pueden ser reparados por la penitencia, como vemos que se realiza después del bautismo. Y no por otra cosa se ha establecido la regeneración, sino por ser defectuosa la generación; hasta tal punto, que aun el nacido de matrimonio legítimo se ve obligado a decir: «Fui concebido en iniquidades, y en pecados me alimentó en su seno mi madre» (Sal 50, 7).

Observa que el salmista: «no dijo en iniquidad o en pecado, aunque también pudiera haber dicho esto rectamente; pero prefirió decir iniquidades y pecados. Porque en aquel solo pecado que se trasmitió a todos los hombres, y que es tan grande que alteró por completo la naturaleza humana, convirtiéndola en necesidad de muerte, se encuentran, como dijimos, muchos pecados. Los otros pecados de los antepasados, aunque no pueden alterar de este modo la naturaleza, sujetan, sin embargo, a los hijos a sus consecuencias, a no ser que la inmerecida gracia y misericordia divina vengan en su auxilio» [27].

A continuación, San Agustín plantea una alternativa: «acerca de las culpas de los demás antepasados de quienes uno desciende, desde el mismo Adán hasta su padre inmediato». Porque, por un lado: «con razón puede discutirse si el que nace se ve envuelto por los malos actos y multiplicados delitos originales de todos, de tal suerte que, cuanto más tarde nace un hombre, tanto peor es; o si Dios amenaza a los descendientes con los pecados de sus antecesores dentro de la tercera o cuarta generación, porque no extiende su ira más allá por la templanza de su compasión en cuanto a las culpas de sus progenitores, a fin de que aquellos a quienes no se les concede la gracia de la regeneración no se vean oprimidos por la demasiada carga en su eterna condenación, si hubieren de contraer originalmente los pecados de todos sus progenitores, desde el principio del género humano, y pagar las penas merecidas por ellos».

Por otro: «o si es que alguna otra cosa puede o no puede encontrarse acerca de asunto tan importante, después de examinar con más diligencia las sagradas Escrituras, no me atrevo a afirmarlo temerariamente» [28].

1188. –¿El Aquinate responde igual que San Agustín?

–La respuesta de Santo Tomás es la siguiente: «si consideramos las cosas atentamente, podremos descubrir la imposibilidad de que los otros pecados de los primeros padres y todos los pecados de los padres inmediatos se nos transmiten por generación».

La razón que da es la siguiente: «el hombre engendra seres iguales a sí específicamente, no numéricamente. Por tanto, las notas que pertenecen a un individuo en cuanto singular, como los actos personales y las cosas que les son propias, no se transmiten de los padres a los hijos». Por ello, por ejemplo: «No hay gramático que engendre hijos conocedores de la gramática que él aprendió».

En cambio: «los elementos que pertenecen a la naturaleza pasan de los padres a los hijos, a no ser que la naturaleza esté defectuosa. Por ejemplo, el hombre de buena vista no engendra hijos ciegos si no es por defecto especial de la naturaleza. Y si la naturaleza es fuerte, incluso se comunican a los hijos algunos accidentes individuales, que pertenecen a la disposición de la naturaleza, como son la velocidad de cuerpo, agudeza de ingenio y otros semejantes. Pero no las cosas puramente personales, como se ha dicho». Se transmite lo que es de la naturaleza, que es común, pero no lo que es propio de cada persona, de lo que pertenece a su individualidad única e irrepetible.

Desde esta distinción, se puede establecer que: «así como a la persona hay cosas que le pertenecen por su misma naturaleza y otras que le pertenecen por don gratuito de la gracia, así también a la naturaleza le pueden pertenecer unas cosas por su mismo ser, es decir, como causadas por sus principios intrínsecos, y, otras, por don de la gracia».

La gracia, que proporcionaba al hombre una armonía completa y perfecta, aunque no absolutamente perfecta, porque tenía la posibilidad de perderla, era, como se ha dicho, un don gratuito e inmerecido de Dios. Tal: «don de la justicia original le pertenecía en este segundo sentido: era un don concedido a toda la naturaleza humana en el primer hombre. Eso lo perdió el primer hombre por su primer pecado».

Por consiguiente: «así como la justicia original se hubiese transmitido a los descendientes por vía de generación junto con la naturaleza, así ahora se transmite la naturaleza con el desorden original». Sin embargo, desde la distinción entre lo natural y personal, se advierte que: «los otros pecados de los primeros padres y de los padres próximos no corrompen la naturaleza en cuanto lo que es de la misma, sino en cuanto a lo relativo de la propia persona, esto es a una inclinación al pecado». Por consiguiente, a excepción del pecado original: «los demás pecados no se transmiten» [29].

1189. –Sin embargo, «la culpa de los antepasados próximos también pasa a sus descendientes» [30], porque reciben una pena. El mismo San Agustín recuerda, en el pasaje citado, que se encuentra en la Escritura lo que escribe el profeta Ezequiel: «Yo soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres hasta la tercera y cuarta generación» [31]. ¿Qué dice al respecto el Aquinate?

–Recuerda Santo Tomás que sostiene San Agustín, en la carta a Avito, que: «los hijos nunca son castigados con pena espiritual por las culpas de sus padres, a no ser que participen de la culpa, bien por participación original, bien por imitación, porque todas las almas provienen inmediatamente de Dios, como dice Ezequiel (Ez 18, 4)» [32].

En este lugar citado, escribe San Agustín que, en cuanto las penas corporales, que, según la Escritura, recibieron los descendientes de pecadores: «leemos que algunos, que despreciaron a Dios, hallaron la muerte con todos los suyos que no habían participado en la misma impiedad. En tales casos vemos que para aterrar a los vivos se quita la vida a los cuerpos mortales, que de todos modos habían de morir. En cambio, en las penas espirituales, en las que se realiza lo que está escrito: «Lo que atares en la tierra será atado también en el cielo» (Mt 18, 18); 16, 1), se liga a las almas de las que se ha dicho: «El alma del padre, mía es, y el alma del hijo, mía es: el alma que pecare, ésa morirá» (Ez 18, 4)» [33].

Además, indica Santo Tomás: «otras veces se castiga con pena corporal a los hijos por los padres tanto en el derecho divino como en el humano, en cuanto que el hijo es algo del padre según el cuerpo» [34]. Sin embargo, en estos casos, tampoco ha habido transmisión del pecado, porque: «los pecados actuales de los padres próximos no se pueden transmitir; son puramente personales» [35].

Únicamente: «el primer pecado corrompió la naturaleza humana con un desorden que pertenece a la misma naturaleza», porque le afectó con la privación de todos los elementos de la justicia original, que se hubieran transmitido con ella. En cambio: «los otros pecados la corrompen con un desorden que pertenece a la persona únicamente» [36], y ésta, con todo lo que la acompaña, no se transmite a los descendientes.

1190. –¿El pecado original se transmite a todos los hombres?

–A esta cuestión de la universalidad del pecado original responde Santo Tomás, que: «según enseña la fe, debemos sostener firmemente que todos los hombres procedentes de Adán, excepto Cristo, contraen el pecado original a causa de él. De lo contrario, no todos necesitarían de la redención de Cristo; lo cual es erróneo».

La razón es porque, como se ha dicho: «el pecado del primer padre pasa a todos sus descendientes de modo semejante a como se transmite el pecado por el movimiento de la voluntad a todos los miembros del cuerpo. Es claro que el pecado actual puede pasar a todos los miembros, que por su naturaleza deben obedecer a la voluntad. Luego la culpa original se transmite a todos los que reciben la moción de Adán por vía de generación» [37].

Cristo no pudo contraer el pecado original no sólo por su absoluta impecabilidad como hijo de Dios, sino porque no nació por generación natural, sino de modo sobrenatural por obra del Espíritu Santo, puesto que: «si por virtud divina alguien fuese formado de la carne humana, es evidente que la fuerza activa no procedería de Adán; luego no contraería tampoco pecado original, de igual modo que los actos humanos no constituirían pecado humano si la mano no fuese movida por la voluntad, sino por otro agente extraordinario» [38].

No tiene en cuenta Santo Tomás la inmaculada concepción de María, porque todavía la Iglesia no había declarado como dogma de fe que la Virgen María, aunque procedía de Adán por generación natural, fue preservada del pecado original por redención preventiva. Siempre Santo Tomás mantuvo el criterio de seguir lo que decía la Iglesia. Declara así más adelante que: «La costumbre de la Iglesia tiene una autoridad máxima y ha de ser siempre seguida en todo. Y la misma doctrina de los doctores católicos recibe su autoridad de la Iglesia. Por ello hemos de conformarnos más a la autoridad de la Iglesia que a la de San Agustín, San Jerónimo o de otro doctor cualquiera» [39].

 Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 50.

[2] Rom 5, 19.

[3] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 50.

[4] Rm 5, 12.

[5] Rm 5, 13-14.

[6] José M. Bover, S.I., Las epístolas de San Pablo, Barcelona, Editorial Balmes, 1959, 4ª ed., p. 33.

[7] Concilio de Trento, Decreto sobre el pecado original, III.

[8] Ibíd., IV.

[9] Catecismo del Concilio de Trento, I, c. 3, 2.

[10] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 50.

[11] Jer 17, 9.

[12] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 52.

[13] Ibíd., IV, c. 51.

[14] Ibíd., IV, c. 52.

[15] Ibíd., IV, c. 51.

[16] Ibíd., IV, c. 52.

[17] Ibíd., IV, c. 51.

[18] Ibíd., IV, c. 52.

[19] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 81, a. 1, in c.

[20] ÍDEM, Comentario a la epístola de San Pablo a los Efesios, c. 2, lec. 1.

[21] ÍDEM, Suma teológica,  I-II, q. 81, a. 1, ob. 1.

[22] Ibíd.,  I-II, q. 81, a. 1, ob. 2.

[23] Ibíd., I-II, 81, a. 1, ad 1.

[24] Ibíd., I-II, q. 81, a. 1, ad 2.

[25] Ibíd., I-II, q. 81, a. 1, ad 3.

[26] Ibíd., I-II, q. 81, a. 2, in c.

[27] San Agustín, Manual de la fe, la esperanza y la caridad, c. 13,  46.

[28] Ibíd., c. 13, 47.

[29] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 81, a. 2, in c.

[30] Ibíd., I-II, q. 81, a. 2, ob. 1

[31] Ez 20, 5.

[32] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 81, a. 2, ad 1.

[33] San Agustín, Carta 250. A Auxilio, 1.

[34] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 81, a. 2, ad 1.

[35] Ibíd., I-II, q. 81, a. 2, ad 2.

[36] Ibíd., I-II, q. 81, a. 2, ad 3.

[37] Ibíd., I-II, q. 81, a. 3, in c.

[38] Ibíd., I-II, q. 81, a. 4, in c.

[39] Ibíd., II-II, q. 10, a. 12, in c.

 

XCIX. NATURALEZA DEL PECADO ORIGINAL

 

1191. –¿Cuál es la naturaleza del pecado original?

–Sostiene Santo Tomás que: «el pecado original es un hábito» [1], pero precisa que: «hay dos clases de hábitos. Uno por el que la facultad posee capacidad de obrar, al modo como la ciencia y la virtud son hábitos. En este sentido, el pecado original no es hábito». No es una capacidad de obrar, que se haya generado por la repetición de actos. No es un pecado resultado de otros pecados cometidos, que han constituido un hábito malo.

Hay una segunda clase de hábitos: «por el que una naturaleza compuesta de muchos elementos, recibe tal disposición en sus partes, que está bien o mal ordenada según un principio dado, máxime si esa disposición ha adquirido ya fuerza de naturaleza, como sucede con la enfermedad». En este sentido de disposición adquirida de la naturaleza, que se comporta como una segunda naturaleza: «decimos que el pecado original es un hábito».

Por tanto, el pecado original es hábito en el sentido de una: «disposición desordenada que proviene de la ruptura de la armonía constitutiva de la justicia original; lo mismo que la enfermedad corporal es una disposición desordenad del cuerpo por la que se rompe la proporción en que consistía la salud». De ahí que ha sido llamado: «al pecado original «languidez de la naturaleza» (Pedro Lombardo, Cuatro libros de las Sentencias, I I, d. 30, q. 8)» [2].

El pecado original no es la mera privación de la justicia original, de la que poseía la naturaleza humana de Adán y Eva, que estaba sin pecado, con el don de la gracia y los dones preternaturales. «Así como la enfermedad corporal tiene algo de privación, en cuanto que se rompe el equilibrio de la salud, y tiene algo de positivo, a saber, los mismos humores desordenadamente dispuestos; así también el pecado original tiene la privación de la justicia original, y junto con ella la desordenada disposición de las parte del alma. Luego, no es pura privación, sino un hábito corrompido» [3].

Como «disposición desordenada» del estado actual de la naturaleza humana caída, el pecado original no es un pecado como los demás. «El pecado actual es cierto desorden del acto; en cambio, el original, como desorden de la naturaleza, es cierta disposición desordenada de la misma naturaleza, que tiene razón de culpa en cuanto que se deriva del primer padre. Además esa disposición desordenada tiene razón de hábito, cosa que no tiene la disposición desordenada del acto», o pecado actual. «Por este motivo, el pecado original puede ser hábito, mientras que no puede serlo el pecado actual» [4], que se convierte después con su repetición en hábito.

En definitiva, el pecado original no es del tipo de hábito, que «dispone la potencia en orden a la operación». No es un hábito «adquirido por actos», como generan los pecados actuales y dispone a los mismos. Tampoco es un «hábito infuso», como las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Aunque se parece a estos dos hábitos en cuanto inclinación o disposición, porque: «del pecado original deriva cierta inclinación al pecado, no directa, sino indirectamente, por la remoción de los impedimentos, es decir, de la justicia original, que veda los movimientos desordenados, como también de la enfermedad corporal nacen indirectamente movimientos corporales desordenados».

De manera que: «No debe decirse que el pecado original sea un hábito infuso, ni tampoco adquirido por actos, a no ser que hablemos del acto de nuestros primeros padres, no de otras personas», porque ellos no nacieron con esta tendencia, poseída como hábito, sino solamente con la posibilidad o potencia para el mal. El pecado original es, por tanto: «un hábito innato por origen viciado» [5], y por influir indirectamente en los actos malos, por el desorden de las potencias, se puede incluso decir que es cuasihábito.

1192. –Indica el Aquinate que: «en sus Retractaciones escribe San Agustín que: « la concupiscencia es el reato del pecado original» (I, c, 15, n. 2)» [6]. La obligación o débito que sigue al pecado original, cometido por nuestros primeros padres, sería la concupiscencia, o todo deseo en general desordenado, que sintieron inmediatamente, y, por tanto, como reato de mal de pena o castigo del mismo. Como la concupiscencia, en cuanto que es un efecto del primer pecado, inclina a los pecados personales, ¿puede decirse en este sentido que la concupiscencia es el mismo pecado original?

–Para responder a esta cuestión, explica Santo Tomás que como «dos cosas opuestas tienen causas contrarias (…) la causa del pecado original hay que entenderla por respecto a la causa de la justicia original, a la cual se opone».

Respecto a esta última, recuerda que: «Todo el orden de la justicia original provenía de que la voluntad del hombre estaba sometida a la voluntad de Dios, sujeción que principalmente se realizaba por la voluntad, a la cual pertenece mover todas las otras partes hacia su fin. Luego de la aversión de la voluntad respecto de Dios se siguió el desorden en todas las restantes fuerzas del alma» [7].

Por la voluntad, la razón obedecía a Dios, y como consecuencia se sometían a ella las facultades sensibles y de este modo el cuerpo estaba sujeto al alma [8]. Por consiguiente: «si la privación de la justicia original, por la cual la voluntad estaba sometida a Dios, es lo formal en el pecado original», aquello que lo determina o lo específica, puede decirse que: «todo otro desorden de las energías del alma es como la parte material».

Este desorden, o falta de total armonía de las facultades: «se manifiesta precisamente en que todas las partes se han convertido hacia el bien mutable, cosa que con un hombre común puede llamarse concupiscencia», y, por consiguiente, a todo deseo o apetito desordenado, tanto de la voluntad como de la apetición sensible. «Luego el pecado original materialmente consiste en la concupiscencia y formalmente en la privación de la justicia original» [9].

El pecado original, en el sentido material, es la misma concupiscencia, pero no natural, porque es una concupiscencia desordenada. «Como en el hombre la parte concupiscible debe estar sometida a la razón, en tanto los actos de la concupiscencia son naturales en cuanto que siguen el orden racional», concupiscencia que estaría ordenada. En cambio: «toda concupiscencia que traspase los límites de lo racional va contra la humana naturaleza» y es así desordenada y no natural. «Y una tal concupiscencia es la del pecado original» [10].

1193. –¿El desorden material, o en cuanto al sujeto, del pecado original sólo se manifiesta en la concupiscencia?

–Por el pecado original y ya sin la justicia original: «todas las fuerzas del alma quedan como destituidas de su propio orden, con el que se ordenan naturalmente a la virtud». A esta falta del orden respecto de su fin o bien, o «a esta destitución se le llama herida de la naturaleza».

Más concretamente son cuatro las heridas de la naturaleza humana. Debe tenerse en cuenta que: «son cuatro las potencias del alma que pueden ser sujeto de las virtudes, a saber: la razón, en la cual reside la prudencia; la voluntad, en la cual reside la justicia; la irascible, en la cual reside la fortaleza; y la concupiscible, en la cual reside la templanza».

En las cuatro potencias, las superiores, razón y la voluntad, y las sensibles o pasiones, el apetito irascible y el apetito concupiscible, residen respectivamente las cuatro virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Todas ellas quedaron heridas por el pecado original. «Pues en cuanto la razón está destituida de su orden a lo verdadero, está la herida de la ignorancia; en cuanto la voluntad está destituida de su orden al bien, está la herida de la malicia; en cuanto la irascible esté destituida de su orden a lo arduo, está la herida de la debilidad; en cuanto la concupiscible está destituida de su orden a lo deleitable, moderado por la razón, está la herida de la concupiscencia» [11],

Esta última herida, la concupiscencia en sentido específico, el deseo o apetito desordenado a los bienes sensibles, que da lugar a los vicios de la gula y la lujuria, es la más importante, porque: «todas las pasiones del apetito irascible se reducen a las del concupiscible, como más importantes que son. Y entre ellas es la concupiscencia lo que nos agita con más vehemencia y la que más se siente. Por eso el desorden original se atribuye a la concupiscencia, como pasión más importante y en la que de algún modo están incluidas todas las demás» [12]. Además, por su importancia en cuanto al mal, da nombre a todos los demás desordenes del elemento material del pecado original.

Incluso puede decirse que la mayor herida se encuentra en la concupiscencia, en sentido específico, porque: «así como en el orden del bien son la inteligencia y al razón quienes poseen primacía, así en el orden del mal la parte inferior del alma es la principal, porque entenebrece y arrastra a la razón. Por esto el pecado original se dice que es más bien concupiscencia que ignorancia, aunque es cierto que la misma ignorancia está incluida entre los defectos materiales del pecado original» [13]. Lo mismo ocurre con la malicia y la flaqueza.

Debe advertirse también que la herida del pecado original es mayor que la causa del pecado actual. Respecto a este último, advierte que: «puesto que la inclinación al bien de la virtud disminuye en cada hombre a causa del pecado actual, éstas son también cuatro heridas consiguientes a otros pecados: a saber, en cuanto que por el pecado la razón pierde agudeza, especialmente en las cosas que debemos practicar; y la voluntad se endurece respecto del bien; y aumenta la dificultad de obrar bien; y la concupiscencia se enciende más». Los pecados actuales hieren a la aptitud de las facultades para hacer el bien. En cambio, «las cuatro heridas inflingidas por el pecado original» lo hacen a «toda la naturaleza humana» [14], y provocan así la rebeldía de la razón a Dios y de las otras facultades a la razón.

1194. –¿Se encuentran más diferencias entre el pecado original y los pecados actuales?

–Los pecados actuales o personales pueden ser múltiples en un mismo sujeto. En cambio: «En cada hombre hay un solo pecado original». Santo Tomás da dos pruebas. La primera, está basada en su causa, porque: «mirando a la causa de dicho pecado; está claro que sólo el primer pecado de los primeros padres se transmite a sus descendientes. Luego el pecado original es uno numéricamente en cada hombre y es uno proporcionalmente en todos los hombres, siempre por orden al primer pecado».

La segunda prueba: «está fundada en la esencia misma de dicho pecado, ya que, en toda disposición desordenada, la unidad de especie proviene de la causa, y la unidad numérica proviene del sujeto en que radica. Se entiende mejor considerando la enfermedad corporal: son enfermedades específicamente diversas las que proceden de causas distintas, por ejemplo, del exceso de calor o frío, de la lesión del pulmón o del hígado; pero en cada individuo una enfermedad específicamente una se hace también una numéricamente».

Si se aplica este criterio de la unidad según la causalidad, se advierte que: «la causa de la corrompida disposición que llamamos pecado original es solamente una, a saber, la privación de la justicia original, por la que se ha roto también la sujeción de la mente humana a Dios». Por consiguiente: «el pecado original es específicamente uno, y en cada hombre no puede ser sino numéricamente uno». El pecado original es el mismo en todos en cuanto a su naturaleza, pero cada sujeto lo posee individualmente. De manera que: «En los diversos hombres es uno específica y proporcionalmente, pero distinto numéricamente» [15].

Si parece que en cada individuo es plural el pecado original es por sus efectos en las distintas partes del alma, que son sujetos de pecado [16]. Sin embargo, es uno, porque: «el pecado original inficionó las diversas partes del alma, en cuanto que todas son partes de un solo conjunto, lo mismo que las justicia original mantenía unidas a todas las partes del alma». Por consiguiente, debe mantenerse que: «el pecado original es solamente uno, como es una la fiebre que atormenta a un hombre, aunque sean muchas las partes atacadas» [17].

Por un único pecado de la misma o única especie, que posee cada hombre: «muchas partes del alma del alma han sido inficionadas por este pecado» [18]. La pérdida de la justicia original provocó la de la armonía de estas partes. Al igual que: «una vez rota la armonía del cuerpo compuesto, los elementos disgregados tienden a polos contrarios», tal como ocurre en el hombre con la muerte al perder el cuerpo su alma, «rota la armonía de la justicia original, las diversas partes del alma buscan su propio fin» [19].

1195. ¿El pecado original se posee con la misma intensidad o poder en todos los hombres?

–Afirma Santo Tomás que el pecado original es poseído por todos los hombres, como descendientes del primero, en la misma medida. Explica que: «dos cosas debemos distinguir en el pecado original. Una es la privación de la justicia original; y otra es la relación en esta privación con el pecado del primer padre, del que procede por un origen viciado».

Respecto a lo primero: «en el pecado original no cabe más y menos, porque con él desapareció totalmente la justicia original; y las privaciones que quitan alguna perfección totalmente no admiten más y menos, como la muerte y las tinieblas no admiten grados».

Igual ocurre: «en cuanto a la segunda consideración». Tampoco hay diferencias, en grado de la posesión del pecado original por los hombres. «Todos decimos la misma relación al primer principio de nuestro origen viciado, de donde el pecado original recibe su razón de culpa; y la relación no admite grados de más y menos. Luego es claro que el pecado original no puede estar más en uno que en otro» [20].

1196. –Se ha dicho más arriba que «no todos son igualmente inclinados a la concupiscencia» [21], que es el pecado original en cuanto a su materia o sujeto. ¿Cómo se puede afirmar que el pecado original se da igualmente en todos?

–Nota Santo Tomás que: «una vez roto el lazo de la justicia original, que mantenía todas las partes del alma en orden, cada una busca su propio movimiento, y tanto más intensamente cuanto es más fuerte».

Se explica porque: «sucede a veces que las mismas fuerzas del alma tienen más vigor en unos que en otros, debido a las distintas complexiones del cuerpo». Por consiguiente: «eso de que un hombre sea más propenso a la concupiscencia que otro, no es por razón del pecado original, ya que en todos se rompe igualmente el vínculo de la justicia y todas las partes inferiores del alma quedan libres, sino que procede de la diversa disposición de las facultades» [22].

También precisa Santo Tomás que las facultades sensitivas más afectadas por el pecado original son las propias de las que intervienen en la generación [23]. La razón que da es la siguiente: «Se suele llamar infección sobre todo a aquella corrupción que por su naturaleza es capaz de transmitirse a otro; de ahí que se denominen infecciones las enfermedades contagiosas, como la lepra, la sarna y otras semejantes». Como «el pecado original se transmite por el acto de la generación, según se ha explicado», se consideran, por ello: «especialmente infeccionadas las potencias que concurren a dicho acto» [24].

1197. –Tanto en Adán y Eva como en todos los demás hombres, como consecuencia del pecado original, no se poseen los dones sobrenaturales ni los preternaturales. ¿La naturaleza humana en sí misma también quedo afectada?

–El pecado original afecto al bien natural del hombre. Para determinar en qué sentido, advierte Santo Tomás que: «el bien de la naturaleza humana se puede entender en un triple sentido. Primero, por los principios mismos de la naturaleza, por los que está constituida la misma, y las propiedades causadas por ella, como las potencias del alma y otras cosas semejantes. Segundo, puesto que el hombre por su naturaleza tiene inclinación a la virtud, según se ha dicho, la misma inclinación a la virtud es un bien natural. Tercero, puede llamarse bien de la naturaleza el don de la justicia original, que en el primer hombre fue conferido a toda la naturaleza humana».

Bien de la naturaleza puede significar, por tanto: los principios intrínsecos y sus facultades; su inclinación natural a la virtud, al bien; y su armonía intrínseca y extrínseca. Con el pecado original: «el primer bien de la naturaleza ni se suprimió ni se disminuyó». La naturaleza humana continuó con sus principios y facultades integras. «En cambio, el tercer bien de la naturaleza fue totalmente eliminado por el pecado del primer padre». Desapareció, por ello, completamente la armonía entre todas las facultades.

En cuanto al segundo sentido: «al bien intermedio de la naturaleza, a saber, la misma inclinación natural a la virtud, disminuyó por el pecado». Se explica, porque: «por la repetición de actos humanos se adquiere cierta inclinación a actos semejantes», se contrae así un hábito hacia ellos. Además, si: «se adquiere inclinación a un extremo, sufre menoscabo la inclinación hacia su contrario». Puede así concluirse que: «como el pecado es contrario a la virtud por el hecho mismo de que el hombre peque, disminuye ese bien de la naturaleza, que es la inclinación a la virtud» [25].

1198. –¿Los muchos pecados pueden llegar a destruir el bien de la naturaleza de la inclinación a la virtud o al bien?

–Con el pecado original, la naturaleza humana perdió su inclinación al bien y adquirió una inclinación al mal. Todo ello se incrementa con los pecados actuales o personales. Sin embargo, por estos pecados no desparece la inclinación al bien de la naturaleza humana.

La razón es la siguiente: «La virtud conviene al hombre en cuanto racional, pues de ahí procede el que obre según la ley de la razón, que es obrar según la virtud». Pero: «por el pecado no es posible que pierda el hombre su ser racional, pues dejaría de ser sujeto capaz de pecado». Por consiguiente, como la racionalidad es un principio intrínseco de la naturaleza humana: «no es posible que ese bien de la naturaleza se quite totalmente».

1199. –La inclinación al bien es finita, al igual que lo es la naturaleza que lo posee. ¿Cómo es posible que «por su continua sustracción» no llegue «hasta su total extinción»? [26]

–Para solucionar este problema, explica Santo Tomás que: «algunos recurrieron a un ejemplo en que un ser finito se va disminuyendo sin cesar hasta el infinito sin llegar a destruirse del todo. Pues dice Aristóteles (Física, III, c. 14) que, si de una magnitud finita vamos substrayendo cantidades iguales, llegaremos a su total consunción; por ejemplo, si yo sustrajera siempre la medida de un palmo a cualquier cantidad finita». En cambio: «si vamos substrayendo según la misma proporción y no según la misma cantidad –por ejemplo, si la cantidad se divide en dos partes y a la mitad se le sustraje la mitad–, así se podría proceder hasta el infinito, de modo, sin embargo, que lo que posteriormente se sustrae siempre será menor que lo sustraído antes».

Este modo de substracción proporcional y, que, por tanto, cada vez lo substraído es menos, no se puede aplicar a la del pecado, porque en la sucesión de pecados: «el pecado siguiente no disminuye menos el bien de la naturaleza que el precedente, sino tal vez más, si es más grave».

La dificultad se resuelve con esta consideración: «la susodicha inclinación es intermedia entre dos cosas: se funda como en su raíz en la naturaleza racional y tiende al bien de la virtud como a su término y fin».

La disminución de la inclinación a la virtud por el pecado, se podría explicar de dos modos: «primero, por parte de su raíz; segundo; por parte de su término» Sin embargo; si se considera el primer modo: «no cabe disminución, ya que el pecado no disminuye la naturaleza misma. En cambio, se da disminución en el segundo modo, en cuanto se pone un impedimento para llegar al término».

Si la disminución ocurriera según el primer modo: «debería consumirse totalmente alguna vez, consumida totalmente la naturaleza racional». No así según en el segundo modo, porque: «si la disminución se da por parte de los impedimentos que obstaculizan la consecución del fin, es evidente que cabe una disminución en progreso infinito, porque pueden interponerse obstáculos indefinidamente, en cuanto que el hombre puede añadir pecado a pecado indefinidamente».

En este caso: «no cabe una total consunción, pues permanece la raíz de la inclinación a la virtud». Un ejemplo de ello, se ve en: «un cuerpo transparente, que tiene inclinación (o aptitud) para recibir la luz por el hecho mismo de ser transparente; pero disminuye dicha inclinación (o aptitud) por razón de las nieblas que sobrevienen, aunque perdura siempre en la raíz de su naturaleza» [27].

Advierte seguidamente Santo Tomás, en primer lugar, que la disminución de la inclinación no es por substracción, sino: «por yuxtaposición de impedimentos, cosa que ni destruye ni disminuye la raíz de la inclinación» [28].

En segundo lugar, que: «también incluso en los condenados permanece la natural inclinación a la virtud; en otro caso no habría en ellos remordimiento de conciencia. El que nunca pase al acto se debe a la carencia de la gracia divina, por obra de la divina justicia». Así, por ejemplo: «en el ciego queda la aptitud para ver en la misma raíz de la naturaleza, en cuanto que es un animal que por su naturaleza tiene vista, pero no se actualiza, porque falta la causa que la podría producir, es decir, el órgano que se requiere para ver» [29].

1200. –¿Qué otros efectos tuvo el pecado original?

–Además de las pérdidas indicadas, el hombre se vio afectado por el castigo de Dios. Explica Santo Tomás que: «Los primeros padres, en castigo por su pecado, perdieron el privilegio divino que mantenía la naturaleza en su integridad, y que una vez retirado quedó sometida a los diversos defectos penales».

Sobre estos efectos penales, añade: «su caída llevó consigo dos elementos. Primero, la privación de cuanto convenía al primitivo estado de integridad, es decir, el paraíso terrestre, como lo indican las palabras «Dios los arrojo del paraíso» (Gn 3, 23). Y, dado que volver a dicho estado era totalmente imposible al hombre por sus propias fuerzas, con razón fueron colocados los obstáculos convenientes para que no disfrutara tampoco de las dos cosas que le acompañaban: «el árbol de la vida, y el lugar del paraíso, defendido por querubines y espada de fuego» (Gn 3, 24)».

Además de este castigo: «en segundo término, fueron castigados también en el hecho de aplicarles todas las características propias de la naturaleza, destituida de dicho don divino, tanto relativas al cuerpo como referentes al alma» [30].

Estas penas corporales y espirituales quedan sintetizadas en el siguiente párrafo del Catecismo: «La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (Cf. Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (Cf. Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (Cf. Gn 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (Cf. Gn 3,17.19). A causa del hombre, la creación es sometida «a la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (Cf. Gn 2,17), se realizará: el hombre «volverá al polvo del que fue formado» (Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (Cf. Rm 5,12)» [31].

A estas consecuencias del pecado original, tal como se describen en el Génesis, se refirió San Juan Pablo II en un lenguaje actual, especialmente a «la alteración de aquella originaria relación entre el hombre y la mujerque corresponde a la dignidad personal de cada uno de ellos» y que era una: «relación de «comunión», en la que se expresan la «unidad de los dos» y la dignidad como persona tanto del hombre como de la mujer».

Notaba seguidamente que: «cuando leemos en la descripción bíblica las palabras dirigidas a la mujer: «Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará» (Gn 3, 16), descubrimos una ruptura y una constante amenaza precisamente en relación a esta «unidad de los dos», que corresponde a la dignidad de la imagen y de la semejanza de Dios en ambos».

Además: «esta amenaza es más grave para la mujer. En efecto, al ser un don sincero y, por consiguiente, al vivir «para» el otro, aparece el dominio: «él te dominará». Este «dominio» indica la alteración y la pérdida de la estabilidad de aquella igualdad fundamental, que en la «unidad de los dos» poseen el hombre y la mujer; y esto, sobre todo, con desventaja para la mujer, mientras que sólo la igualdad, resultante de la dignidad de ambos como personas, puede dar a la relación recíproca el carácter de una auténtica «communio personarum». Si la violación de esta igualdad, que es conjuntamente don y derecho que deriva del mismo Dios Creador, comporta un elemento de desventaja para la mujer, al mismo tiempo disminuye también la verdadera dignidad del hombre» [32].

La descripción bíblica del pecado original en el Génesis (c. 3) en cierto modo: «distribuye los papeles» que en él han tenido la mujer y el hombre. A ello harán referencia más tarde algunos textos de la Biblia como, por ejemplo, la Carta de S. Pablo a Timoteo: «Porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar. Y el engañado no fue Adán, sino la mujer» (1 Tm 2, 13-14). Sin embargo, no cabe duda de que –independientemente de esta «distribución de los papeles» en la descripción bíblica– aquel primer pecado es el pecado del hombrecreado por Dios varón y mujer» [33].

Igualmente el texto: «implica una referencia a la relación recíproca del hombre y de la mujer en el matrimonio (…). La unión matrimonial exige el respeto y el perfeccionamiento de la verdadera subjetividad personal de ambos. La mujer no puede convertirse en «objeto» de «dominio» y de «posesión» masculina. Las palabras del texto bíblico se refieren directamente al pecado original y a sus consecuencias permanentes en el hombre y en la mujer. Ellos, cargados con la pecaminosidad hereditaria, llevan consigo el constante «aguijón del pecado», es decir, la tendencia a quebrantar aquel orden moral que corresponde a la misma naturaleza racional y a la dignidad del hombre como persona» [34].

También el capítulo tercero del Génesis: «claramente describe la nueva situación del hombre en el mundo creado. En dicho texto se muestra la perspectiva de la «fatiga» con la que el hombre habrá de procurarse los medios para vivir (Cf. Gn 3, 17-19), así como los grandes «dolores» con que la mujer dará a luz a sus hijos (Cf. Gn 3, 16). Todo esto, además, está marcado por la necesidad de la muerte, que constituye el final de la vida humana sobre la tierra. De este modo el hombre, como polvo, «volverá a la tierra» [35].

1201. –¿Por qué la muerte, que es algo propio de la naturaleza humana, se considera una pena del pecado de los primeros padres?

–Recuerda Santo Tomás que: «enseña San Pablo que «por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte» (Rm 5, 12)» [36]. La muerte es, por tanto, un castigo del pecado. Se explica, porque: «si alguien, a causa de una culpa personal, fuese privado de un beneficio cualquiera que anteriormente le fue concedido, la carencia de dicho beneficio tendría razón de pena respecto de la culpa anterior».

Esta situación se dio en el hombre, ya que, como se ha dicho: «en el estado de justicia original, le fue concedido por voluntad divina el que las fuerzas inferiores del alma estuviesen sometidas a la inteligencia, mientras que ésta se mantuviera sometida a la ley de Dios, y que el cuerpo estuviese sometido al alma».

Por consiguiente: «como, por el pecado, la parte superior del hombre se apartó de Dios, de ahí se originó el que las fuerzas inferiores se alzaran contra la razón, estableciéndose la lucha del apetito carnal contra la razón, e incluso la lucha del cuerpo contra el espíritu, dando lugar a la muerte y demás defectos corporales».

La razón es porque: «la vida e integridad del cuerpo consiste en estar sometida al alma, lo mismo que lo imperfecto se somete a lo perfecto; y, por contraste, la muerte y enfermedad o cualquier otro defecto corporal tienen su origen en la falta de sujeción del cuerpo al alma. Está, pues, claro que así como la rebelión del apetito carnal contra el espíritu es pena del pecado de los primeros padres, también lo es la muerte y demás defectos corporales» [37].

1202. –¿Por qué en el estado de inocencia el hombre era inmortal?

–Para responder a esta pregunta, explica Santo Tomás que: «La incorruptibilidad tiene triple sentido. Uno, referido a la materia, y entonces es incorruptible aquello que no tiene materia, como el ángel».

Un segundo sentido está: referido a la forma, y entonces es una disposición que impide la corrupción en una cosa naturalmente corruptible. Esto se llama incorruptible por gloria, pues, como dice San Agustín: «Dios hizo el alma de tal vigor natural que su bienaventuranza se vierte en el cuerpo como plenitud de salud o don de incorrupción» (Epist. 118, c. 3)».

El tercer sentido de incorruptibilidad: «se toma de la causa eficiente. Y éste es el modo como el hombre era incorruptible e inmortal en el estado de inocencia, pues, como dice San Agustín: «Dios dotó al hombre de inmortalidad mientras no pecase, para que él mismo se diese la vida o la muerte» (Pseudo-Ambrosio, I, q. 119)». En el primer hombre, en su estado de justicia: «su cuerpo no era incorruptible por virtud propia, sino por una fuerza sobrenatural impresa en el alma que preservaba el cuerpo de corrupción mientras estuviese unida a Dios».

Esta fuerza era sobrenatural respecto a la naturaleza humana creada, pero no respecto a toda naturaleza creada o creable, como la de los ángeles, no era sobrenatural absolutamente como el don de la gracia, era el llamado don preternatural de la inmortalidad. Como los otros: «fue razonablemente dado, ya que, como el alma racional excede la proporción de la materia corporal, era preciso que desde el principio le fuese dada una virtud que pudiese conservar el cuerpo más allá de lo que pedía su naturaleza material» [38].

1203. –Se podría objetar que «la muerte no es pena del pecado de los primeros padres», porque: «cuando algo es natural al hombre no se puede decir que sea pena del pecado, ya que éste no perfecciona, sino que vicia la naturaleza. La muerte es natural al hombre, cuyo cuerpo está compuesto de elementos contrarios que le hacen «mortal», como dice la misma definición de hombre» [39]. ¿Cómo justifica el Aquinate que la muerte tenga un carácter penal?

–La respuesta de Santo Tomás es la siguiente: «decimos que una cosa es natural cuando es causada por los principios de esa misma naturaleza, que son la materia y forma. Y como en el hombre la forma es el alma racional, inmortal por sí misma, la muerte no le es natural en virtud de una forma intrínseca. Pero la materia es el cuerpo, compuesto de elementos contrarios entre sí que tienden a la corrupción; Bajo este aspecto, la muerte es natural al hombre».

Precisa a continuación que: «esta condición de mortalidad ha sido impuesta al cuerpo por exigencia de la materia, ya que era indispensable que el cuerpo humano fuese órgano del tacto y, por consiguiente, medio entre los elementos táctiles, cosa que no podría darse sin la composición de elementos opuestos, como dice Aristóteles (El alma, II, c. 11, n. 10). Pero no es condición del cuerpo en cuanto sometido y adaptado al alma, pues, si fuera posible, siendo el alma incorruptible, debería serlo también la materia. Pongamos un ejemplo: la sierra hace falta que sea de hierro para que pueda cumplir la función a que se le destina, y para cual se requiere dureza, pero el que sea oxidable no depende de la voluntad del agente, sino de la condición íntima de la materia. Si el fabricante pudiese, fabricaría sierras inoxidables».

Sabemos que: «Dios creador del hombre es omnipotente y, por su benevolencia, anuló la necesidad de morir que se deriva de la composición del cuerpo humano». Sin embargo: «Ese beneficio lo perdimos por el pecado de los primeros padres, viniendo a ser la muerte, desde ese momento, natural por la condición de la materia, y penal, por la pérdida del beneficio divino que nos preservaba de la muerte» [40].

1204. –Todavía se podría objetar que: «la muerte y demás defectos corporales se encuentran lo mismo en el hombre que en los demás animales, tal como se dice en Eclesiástico: «Lo mismo muere el hombre que los demás animales y todos son de la misma condición» (Eclo 3, 19)». Sin embargo: «La muerte en los brutos no es pena del pecado» [41]. ¿Cómo se explica que deba serlo en el hombre».

–En el hombre la muerte fue una pena impuesto por la culpa y: «esa semejanza del hombre con los demás animales no vale sino en cuanto a la materia, es decir, en cuanto al cuerpo, compuesto de elementos dispares. No vale en cuanto a la forma, pues el alma del hombre es inmortal y las almas de los brutos son mortales» [42]. El alma humana, como ya se ha dicho, es inmortal por ser un espíritu, una substancia espiritual que hace de alma o forma del cuerpo, con quien comparte su ser, a diferencia de las almas animales, que son meras formas.

No representa tampoco una objeción el que la muerte sea una pena por el primer pecado del hombre, porque no parece que sea igual a todos los demás hombres, pues: «unos mueren antes y otros después; unos con menor dolor; otros con mayor tormento» [43].

Desaparece la dificultad, si se advierte que: «un pecado puede tener dos defectos consiguientes. Uno, a modo de pena señalada por el juez y debe ser igual en todos aquellos que incurren de forma idéntica en el pecado. Otro, derivado circunstancialmente de esa misma pena, por ejemplo, el que uno, habiéndose quedado ciego por su culpa, se caiga en el camino. Este defecto no es proporcional a la culpa ni lo tiene en cuenta el juez, porque no es árbitro de acontecimientos fortuitos».

Del mismo modo: «La pena impuesta taxativamente por el primer pecado fue la privación del beneficio divino que mantenía la rectitud e integridad de la naturaleza humana; y la muerte, con las demás penalidades de la vida presente, son efectos consiguientes a la substracción de dicho favor divino. No es, pues, necesario que estas penas existan en la misma forma en todos aquellos que poseen de igual modo el primer pecado».

Además: «Dios, que conoce todos los acontecimientos futuros, ha distribuido esas penas en forma distinta, conforme a los designios de su providencia», que pueden ser: «para castigar en los hijos las culpas de los padres, ya que el hijo es algo que pertenece al padre y a veces castigado a causa de él; o también para la salvación de aquel que está sujeto a tales penalidades, es decir, para que se aparte del pecado o para que no se ensoberbezca de las virtudes y sea coronado por la paciencia» [44].

Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 82, a. 1, sed c.

[2] Ibíd., I-II, q. 82, a. 1, in c.

[3] Ibíd., I-II, q. 82, a. 1, ad 1.

[4] Ibíd., I-II, q. 82, a. 1, ad 2.

[5] Ibíd., I-II, q. 82, a. 1, ad 3.

[6] Ibíd., I-II, q. 82, a. 3, sed c.

[7] Ibíd., I-II, q. 82, a. 3, in c.

[8] Cf. Ibíd., I, q. 95, a. 1, in c.

[9] Ibíd., I-II, q. 82, a. 3, in c.

[10] Ibíd., I-II, q. 82, a. 3, ad 1.

[11] Ibíd., I-II, q. 85, a. 3, in c.

[12] Ibíd., I-II, q.82, a. 3, ad 2.

[13] Ibíd, I-II, q. 82, a. 3, ad 3.

[14] Ibíd., I-II, q. 85, a. 3, in c.

[15] Ibíd., I-II, q. 82, a. 2, in c.

[16] Cf. Ibíd., I-II. q. 82, a. 2, ob. 3

[17] Ibíd., I-II, q. 82, a. 2, ad 3.

[18] Ibíd., I-II, q. 82, a. 2, ad 1.

[19] Ibíd., I-II, q. 82, a. 2, ad 2.

[20] Ibíd., I-II, q. 82, a. 4, in c.

[21] Ibíd., I-II, q. 82, a.4, ob. 1.

[22] Ibíd., I-II, q. 82, a. 4, ad 1.

[23] Cf. Ibíd., I-II, q. 83, a. 4, sed c.

[24] Ibíd., I-II, q. 83, a. 4, in c.

[25] Ibíd., I-II, q. 85, a. 1, in c.

[26] Cf. Ibíd., I-II, q. 85, a. 2, ob. 1.

[27] Ibíd., I-II, q. 85, a. 2, in c.

[28] Ibíd., I-II, q. 85, a. 2, ad 1.

[29] Ibíd., I-II, q. 85, a. 2, ad 3.

[30] Ibíd., II-II, q. 164, a. 2, in c.

[31] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 400.

[32] San Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, Carta apostólica, 15 agosto 1989, IV, 10.

[33] Ibíd., IV, 9.

[34] Ibíd., IV, 10.

[35] Ibíd., IV, 9.

[36] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 164, a, 1, sed c.

[37] Ibíd., II-II, q. 164, a, 1, in c.

[38] Ibíd., I, q. 97, a. 1, in c.

[39] Ibíd., II-II, q. 164, a. 1, ob. 1.

[40] Ibíd., II-II, q. 164, a. 1, ad 1.

[41] Ibíd., II-II, q. 164, a. 1, ob. 2.

[42] Ibíd., II-II, q. 164, a. 1, ad 2.

[43] Ibíd., II-II, q. 164, a. 1, ob. 4.

[44] Ibíd., II-II, q. 164, a. 1, ad 4.

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