La primera predicación cuaresmal de 2021 por el cardenal Raniero Cantalamessa tuvo lugar este viernes en el Aula Pablo VI, como colofón a los ejercicios espirituales que durante esta semana han realizado el Papa y la Curia romana. [Puedes ver abajo el texto completo de la predicación, traducida por Pablo Cervera Barranco.]
El propio
predicador de la Casa Pontificia definió su intervención como "una introducción general al tiempo cuaresmal" centrada
en la conversión, según el propio mandato de Nuestro Señor
Jesucristo: "¡Convertíos y creed en
el Evangelio!" (Mc 1, 15).
TRES
CONVERSIONES
De la
conversión se habla en los Evangelios en tres momentos y contextos distintos,
señaló Cantalamessa: "No se dice que tengamos
que experimentarlas las tres juntas, con la misma intensidad. Hay
una conversión para cada estación de la vida. Lo importante es que
cada uno de nosotros descubra la adecuada para él en este momento".
La primera conversión parte de "un significado fundamentalmente moral", que
implica cambiar de costumbres y dejar de hacer cosas que nos sitúan "fuera del camino". Pero a esto Cristo
añade un significado nuevo que no es solo dar marcha atrás, sino "dar un salto adelante y entrar en el Reino,
captar la salvación que ha llegado gratuitamente a los hombres, por iniciativa libre y soberana de Dios", un
Dios "que viene con las manos llenas para
dársenos del todo".
La segunda conversión tiene que ver con el "hacese como niños" evangélico. Es la
conversión "de quien ya ha entrado en el
Reino, ha creído en el Evangelio, y desde hace tiempo está al servicio de
Cristo", pero, como los Apóstoles, pugna por ver "quién es el más grande": "La mayor
preocupación ya no es el reino, sino el propio lugar en él, el propio yo".
Pero así "¡no se entra en el reino en
absoluto!", enfatiza el purpurado capuchino. Aquí la conversión
consiste en "cambiar completamente la
perspectiva y la dirección... descentralizarse de uno mismo y centrarse en
Cristo»".
EL
"BAUTISMO EN EL ESPÍRITU"
La tercera conversión es la que
recoge una de las siete cartas del Apocalipsis a las siete Iglesias: la carta a
la Iglesia de Laodicea y su célebre expresión: "Porque eres tibio, no eres ni frío ni caliente, te voy a vomitar de mi
boca... Sé celoso y
conviértete" (Ap 3, 15 y ss). Es la conversión que nos hace salir
de la mediocridad, la "conversión de la
tibieza al fervor", y en esto tiene un papel fundamental la "sobria ebriedad del Espíritu".
Como
medio para lograrlo, Cantalamessa ensalza el "Bautismo
en el Espíritu". Lo hace "sin
ninguna intención de proselitismo", pues afirma que "no es la única manera de hacer una fuerte experiencia
del Espíritu" y que "ha habido y
hay innumerables cristianos que han tenido una experiencia análoga, sin saber
nada sobre el bautismo en el Espíritu".
Pero lo
considera "una
de las formas en que se manifiesta en nuestros días esta forma de actuar del Espíritu fuera de los
canales institucionales de la gracia" que "ha
demostrado ser un medio sencillo y poderoso para renovar la vida de millones de
creyentes en casi todas las Iglesias cristianas".
Así, son
innumerables "las personas que sólo eran
cristianas de nombre y, gracias a esa experiencia, se han convertido en cristianos
de hecho, dedicados a la oración de alabanza y a los sacramentos,
activos en la evangelización y dispuestos a asumir tareas pastorales en la
parroquia".
Como
de costumbre, dedicamos esta primera meditación a una introducción
general al tiempo cuaresmal,
antes de entrar en el tema específico programado, una vez terminados los
ejercicios espirituales de la Curia. En el momento de recibir las cenizas, al
comienzo de la Cuaresma, hemos escuchado de nuevo las palabras programáticas: «¡Convertíos y creed en el Evangelio!» Queremos
meditar sobre este llamamiento, siempre en curso, de Cristo.
De conversión se habla en tres momentos o contextos diferentes del Nuevo
Testamento. Cada
vez se resalta un nuevo componente suyo. Juntamente, los tres pasajes nos dan
una idea completa de lo que es la metanoia evangélica. No se dice que tengamos que
experimentarlas las tres juntas, con la misma intensidad. Hay una conversión
para cada estación de la vida. Lo importante es que cada uno de nosotros
descubra la adecuada para él en este momento.
¡CONVERTÍOS,
ES DECIR, CREED!
La primera conversión es la que
resuena al principio de la predicación de Jesús y que se resume en las
palabras: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc
1,15). Tratemos de entender lo que significa aquí la palabra conversión. Antes
de Jesús, convertirse siempre significaba un «volver
atrás» (el término hebreo, shub, significa
invertir la ruta, volver sobre los propios pasos). Indicaba el acto de quien,
en un cierto momento de la vida, se da cuenta de que está «fuera del camino». Entonces se detiene, tiene un
repensamiento; decide volver a la observancia de la ley y volver a entrar en la
alianza con Dios. La conversión, en este caso, tiene un significado
fundamentalmente moral y sugiere
la idea de algo doloroso a realizar: cambiar las
costumbres, dejar de hacer esto y eso otro...
En los
labios de Jesús este significado cambia. No porque le divierta cambiar el
significado de las palabras, sino porque, con su venida, las cosas han
cambiado. «¡Se acabó el tiempo y ha llegado el
Reino de Dios!». Convertir ya no significa volver atrás, a la antigua
alianza y a la observancia de la ley, sino que significa más bien dar un salto adelante y entrar en el Reino, captar la salvación que ha
llegado gratuitamente a los hombres, por
iniciativa libre y soberana de Dios.
«Convertíos
y creed» no
significan dos cosas diferentes y sucesivas, sino la misma acción fundamental: ¡convertíos, es decir, creed! Todo esto requiere una
verdadera «conversión», un cambio profundo en la forma de concebir nuestras
relaciones con Dios. Exige pasar de la idea de un Dios que pide, que manda, que
amenaza, a la idea de un Dios que viene con las manos
llenas para dársenos del todo. Es la conversión de la «ley» a la «gracia», que
era tan querida para San Pablo.
«SI
NO OS CONVERTÍS Y NO OS HACÉIS COMO NIÑOS...»
Escuchemos
ahora el segundo pasaje en el que, en el Evangelio, se vuelve a hablar
de la conversión: «En ese momento, los discípulos se acercaron a Jesús y
dijeron: "¿Quién es, por lo tanto, el más
grande en el reino de los cielos?". Entonces Jesús llamó a un niño
junto a sí mismo, lo colocó en medio de ellos y dijo: "En
verdad os digo: si no os convertís y nos hacéis como en niños, no entraréis en
el reino de los cielos"» (Mt 18,1-4).
Esta vez,
sí, convertirse significa volver atrás, ¡incluso a
cuando eras un niño! El verbo mismo utilizado, strefo, indica inversión de marcha. Esta es la
conversión de quien ya ha entrado en el Reino, ha creído en el Evangelio, y
desde hace tiempo está al servicio de Cristo. ¡Es
nuestra conversión!
¿Qué
supone la discusión sobre quién es el más grande? Que la mayor preocupación ya no es el reino, sino
el propio lugar en él, el propio yo. Cada uno de ellos tenía algún título para
aspirar a ser el más grande: Pedro había recibido la promesa
del primado, Judas la caja, Mateo podía decir que había dejado más que los demás, Andrés que había sido el
primero en seguirlo, Santiago y Juan
que habían estado con él en el Tabor... Los frutos de esta situación son
evidentes: rivalidades, sospechas, comparaciones,
frustración.
Jesús de
golpe quita el velo. ¡Muy distinto a ser los
primeros, de esta manera no se entra en el reino en absoluto! ¿El remedio? Convertirse,
cambiar completamente la perspectiva y la dirección. Lo que Jesús propone es
una verdadera revolución copernicana. Es necesario «descentralizarse
de uno mismo y centrarse en Cristo».
Jesús
habla más sencillamente de hacerse niño. Hacerse niños, para los apóstoles,
significaba volver a cómo eran en el momento de la llamada en las orillas del
lago o en la mesa de los impuestos: sin pretensiones, sin títulos, sin
confrontaciones entre sí, sin envidias, sin rivalidades. Ricos solo de una
promesa («Os haré pescadores de hombres») y de una presencia, la de Jesús. Cuando
todavía eran compañeros de aventura, no competidores por el primer puesto.
También para nosotros hacernos niños significa volver al momento en que
descubrimos que fuimos llamados, en el momento de la ordenación sacerdotal, de
la profesión religiosa, o del primer verdadero encuentro personal con Jesús.
Cuando dijimos: «¡Solo Dios basta!» y
creímos en ello.
«NO
ERES NI FRÍO NI CALIENTE»
El tercer contexto en el que tiene
lugar, martilleante, la invitación a la conversión lo dan las siete cartas a las Iglesias del Apocalipsis. Las siete cartas
están dirigidas a personas y comunidades que, como nosotros, han vivido durante
mucho tiempo la vida cristiana y, más aún, ejercen en ellas un papel de
liderazgo. Están dirigidas al ángel de las diferentes Iglesias: «Al ángel de la Iglesia que está en Éfeso escribe». Este
título no se explica únicamente en referencia, directa o indirecta, al pastor
de la comunidad. No se puede pensar que el Espíritu Santo atribuya a los
ángeles la responsabilidad de las culpas y de las desviaciones que se denuncian
en las diferentes Iglesias, y mucho menos que la invitación a la conversión
esté dirigida a los ángeles y no a los hombres.
De las
siete cartas del Apocalipsis, la que sobre
todo debería hacernos reflexionar es la carta a la Iglesia de Laodicea. Conocemos su tono duro: «Conozco
tus obras: no eres ni frío ni caliente... Porque eres tibio, no eres ni frío ni
caliente, te voy a vomitar de mi boca... Sé celoso y conviértete» (Ap
3,15s). Se trata de la conversión de la mediocridad y
de la tibieza.
En la
historia de la santidad cristiana el ejemplo más famoso de la primera
conversión, del pecado a la gracia, es San Agustín; el
ejemplo más instructivo de la segunda conversión, de la tibieza al fervor, es Santa Teresa de Jesús.
Lo que
dice de sí misma en la Vida ciertamente es exagerado y dictado por
la delicadeza de su conciencia, pero, en cualquier caso, puede servirnos a
todos para un examen útil de la conciencia: «De
pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión, a
meterme tanto en muy grandes ocasiones y andar tan estragada mi alma en muchas
vanidades... Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atada
las del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios —tan enemigo
uno de otro— como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos
sensuales».
El
resultado de este estado era una profunda infelicidad: «Con estas caídas y con levantarme y mal -pues tornaba a
caer- y en vida tan baja de perfección, que ningún caso casi hacía de pecados
veniales, y los mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me
apartaba de los peligros. Sé decir que es una de las vidas penosas que me
parece se puede imaginar; porque ni yo gozaba de Dios ni traía contento en el
mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme lo que debía a
Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo me
desasosegaban» [1].
Muchos
podrían descubrir en este análisis la verdadera razón de su insatisfacción y
descontento.
Hablemos,
pues, de la conversión de la tibieza. San Pablo
exhortaba a los cristianos de Roma con las palabras: «No
seáis perezosos en hacer el bien, sed, en cambio, fervientes en el Espíritu»
(Rom 12,11). Se podría objetar: «Pero, querido
Pablo, ¡ahí está precisamente el problema! ¿Cómo pasar de la tibieza al fervor,
si uno por desgracia se desliza hacia ella? Poco a poco podemos caer en la
tibieza, como se cae en las arenas movedizas, pero no podemos salir de ellas
solos, como tirándonos del pelo».
Nuestra
objeción nace del hecho de que se descuida y se malinterpreta la adición «en el Espíritu» (en neumati) que el
Apóstol hace seguir a la exhortación: «Sed
fervientes». En Pablo, la palabra «Espíritu»
casi siempre indica, o incluye, una referencia al Espíritu Santo. Nunca
se trata exclusivamente de nuestro espíritu o de nuestra voluntad, excepto en 1
Tes 5,23, donde indica un componente del hombre, junto al cuerpo y al alma.
Somos
herederos de una espiritualidad que concebía el camino de la
perfección según las tres etapas clásicas: vía purgativa, vía iluminativa y vía
unitiva.
En otras palabras, hay que practicar durante mucho tiempo la renuncia y
la mortificación antes de poder experimentar el fervor. Hay una gran sabiduría
y una experiencia centenaria detrás de todo esto y ay del que crea que está
superado. No, no está superado, pero no es la única manera que sigue la gracia
de Dios. Un esquema tan rígido denota un desplazamiento lento y progresivo del
acento de la gracia al esfuerzo humano. Según el Nuevo Testamento hay una
circularidad y una simultaneidad, de modo que, si es cierto que
la mortificación es necesaria para alcanzar el fervor del Espíritu, también es
cierto que el fervor del Espíritu es necesario para llegar a practicar la
mortificación. Una ascesis
emprendida sin un fuerte empuje inicial del Espíritu moriría de cansancio y no
produciría nada más que «orgullo de la carne». El
Espíritu se nos da para poder mortificarnos, más que como recompensa por ser
mortificados. Este segundo camino que va desde el fervor a la ascesis y a la
práctica de las virtudes fue el camino que Jesús hizo seguir a sus apóstoles.
El gran
teólogo bizantino Cabasilas
escribe: «Los Apóstoles y Padres de
nuestra fe tuvieron la ventaja de ser enseñados en todas las doctrinas y,
además, por el Salvador mismo. [...] Sin embargo, a pesar de haber conocido
todo esto, hasta que no fueron bautizados [en Pentecostés, con el Espíritu], no
mostraron nada nuevo, noble, espiritual, mejor que lo antiguo. Pero cuando el
bautismo vino para ellos y el Paráclito irrumpió en sus almas, entonces se
hicieron nuevos y abrazaron una nueva vida, fueron guía para los demás y
ardieron con la llama del amor de Cristo en sí y en los demás. [...] De la
misma manera Dios conduce a la perfección a todos los santos que vinieron
después de ellos» [2].
Los
Padres de la Iglesia expresaron todo esto con la imagen evocadora de la «sobria ebriedad» (nefelios). Lo que empujó
a muchos de ellos a tomar este tema, ya desarrollado por Filón de
Alejandría [3], fueron las
palabras de Pablo a los Efesios: «No os
emborrachéis con vino, lo cual conduce al desenfreno, sino llenaos del
Espíritu, conversando unos a otros con salmos, cantos, cantos espirituales,
cantando y diciendo himnos al Señor con todo vuestro corazón» (Ef
5,18-19).
A partir
de Orígenes, son incontables
los textos de los Padres que ilustran este tema, ya sea jugando con la
analogía, ya con el contraste entre la ebriedad material y la ebriedad
espiritual. Aquellos que, en Pentecostés, confundieron a los apóstoles con
borrachos tenían razón —escribe San Cirilo de Jerusalén—;
solo se equivocaban al atribuir tal ebriedad al vino ordinario, mientras que se
trataba del «vino nuevo», exprimido de la «vid verdadera» que es Cristo; los apóstoles
estaban, sí, ebrios, pero de esa sobria ebriedad que da muerte al pecado y da
vida al corazón [4].
¿Cómo podemos reanudar este ideal de la sobria ebriedad y encarnarlo en
la actual situación histórica y eclesial? ¿Dónde está escrito, en efecto, que
una forma tan «fuerte» de experimentar el Espíritu era prerrogativa exclusiva
de los Padres y de los primeros días de la Iglesia, pero que ya no es así para
nosotros? El don de
Cristo no se limita a una época particular, sino que se ofrece a todas las
épocas. Es precisamente el papel del Espíritu el que hace universal la redención
de Cristo, disponible para toda persona, en todo lugar del tiempo y del
espacio.
Una vida
cristiana llena de esfuerzos ascéticos y mortificación, pero sin el toque
vivificante del Espíritu, se parecería —decía un padre antiguo— a una Misa en
la que se leyeran muchas lecturas, se realizaran todos los ritos y se trajeran
muchas ofrendas, pero en la que no tuviera lugar la consagración de especies
por parte del sacerdote. Todo seguiría siendo lo que era antes, pan y vino.
«Así» —concluía
aquel Padre— es también para el cristiano. Si él también ha realizado perfectamente el ayuno y la
vigilia, la salmodia y todo la ascesis y todas las virtudes, pero no se ha
realizado, por la gracia, en el altar de su corazón, la operación mística del
Espíritu, todo este proceso ascético es incompleto y casi vano, porque no tiene
el júbilo del Espíritu operando místicamente en el corazón» [5].
¿Cuáles son los «lugares» donde el Espíritu actúa hoy de esta manera
pentecostal? Escuchemos
la voz de San Ambrosio, que fue el cantor por excelencia,
entre los Padres latinos, de la sobria ebriedad del Espíritu. Después de recordar los dos «lugares» clásicos en los que beber el Espíritu
—la Eucaristía y las Escrituras— alude a una tercera posibilidad.
Dice: «También hay otra ebriedad que está operando a través de
la lluvia penetrante del Espíritu Santo. Así, en los Hechos de los Apóstoles,
los que hablaban en diferentes idiomas se aparecieron a los oyentes como si
estuvieran llenos de vino» [6].
Después
de recordar los medios «ordinarios», san
Ambrosio, con estas palabras, alude a un medio diferente, «extraordinario», en el sentido de que no está
fijado de antemano, no es algo instituido. Consiste en revivir la experiencia
que los apóstoles tuvieron el día de Pentecostés. Ambrosio ciertamente no tenía
la intención de señalar esta tercera posibilidad, para decir a los oyentes que
estaba prohibida para ellos, al estar reservado sólo para los apóstoles y la
primera generación de cristianos. Por el contrario, tiene la intención de
estimular a sus fieles para que experimenten esa «lluvia penetrante del
Espíritu« que tuvo lugar en Pentecostés. Esto es lo que San Juan XXIII se proponía con el Concilio Vaticano II: un «nuevo Pentecostés» para la Iglesia.
Por lo
tanto, también existe para nosotros la posibilidad de beber el Espíritu por
este nuevo camino, dependiendo únicamente de la iniciativa soberana y libre de
Dios. Una de las formas en que se manifiesta en nuestros días esta forma de
actuar del Espíritu fuera de los canales institucionales de la gracia, es el
llamado bautismo en el Espíritu. Lo menciono aquí
sin ninguna intención de proselitismo, sólo para responder a la exhortación que
el Papa Francisco dirige a menudo a los seguidores de la Renovación Carismática
Católica a compartir con todo el pueblo de Dios esta «corriente
de gracia» que se experimenta en el bautismo del Espíritu.
La
expresión «Bautismo en el Espíritu» proviene de Jesús mismo. Refiriéndose al
próximo Pentecostés, antes de ascender al cielo, dijo a sus apóstoles: «Juan bautizó con agua pero vosotros, en no muchos días,
seréis bautizados en el Espíritu Santo» (Hch 1,5). Se trata de un rito
que no tiene nada de esotérico, sino que está hecho más bien de gestos de gran
sencillez, calma y alegría, acompañados por actitudes de humildad,
arrepentimiento, disposición para hacerse niños.
Es una
renovación y actualización no sólo del bautismo y de la confirmación, sino de
toda la vida cristiana: para los casados, del sacramento del matrimonio, para
los sacerdotes, de su ordenación, para las personas consagradas, de su
profesión religiosa. El interesado se prepara allí, además de mediante una buena confesión, participando en encuentros de catequesis en los que es puesto en contacto vivo y gozoso con
las principales verdades y realidades de la fe: el amor de Dios, el pecado, la
salvación, la vida nueva, la transformación en Cristo, los carismas, los frutos
del Espíritu. El fruto más frecuente e importante es el descubrimiento de lo
que significa tener «una relación personal»
con Jesús resucitado y vivo. En la comprensión católica, el bautismo en el
Espíritu no es un punto de llegada, sino un punto de partida hacia la madurez
cristiana y el compromiso eclesial.
¿Es justo esperar que todos pasen por esta experiencia? ¿Es la única
manera posible de experimentar la gracia de un Pentecostés renovado deseado por
el Concilio? Si por
bautismo en el Espíritu entendemos un cierto rito, en un cierto contexto,
debemos responder que no; ciertamente no es la única manera de hacer una fuerte
experiencia del Espíritu. Ha habido y hay innumerables cristianos que han
tenido una experiencia análoga, sin saber nada sobre el bautismo en el
Espíritu, recibiendo un evidente aumento de gracia y una nueva unción del
Espíritu después de un retiro, una reunión, una lectura. Incluso una tanda de
ejercicios espirituales puede muy bien terminar con una invocación especial del
Espíritu Santo, si quien los guía lo ha experimentado y los participantes
desean hacerlo. El secreto es decir una vez «Ven, Espíritu Santo»,
pero decirlo con todo mi corazón como quien sabe que su invitación no caerá en
el vacío.
Con una fe llena de verdadera espera.
El «bautismo en el Espíritu» ha demostrado ser un medio
sencillo y poderoso para renovar la vida de millones de creyentes en casi todas
las Iglesias cristianas. No se cuentan las personas que sólo eran cristianas de
nombre y, gracias a esa experiencia, se han convertido en cristianos de hecho,
dedicados a la oración de alabanza y a los sacramentos, activos en la
evangelización y dispuestos a asumir tareas pastorales en la parroquia. ¡Una verdadera conversión de la tibieza al fervor!
Es apropiado decirnos lo que Agustín repetía, casi con desdén, a sí
mismo al escuchar historias de hombres y mujeres que, en su tiempo, dejaron el
mundo para dedicarse a Dios: «Si isti et istae,
cur non ego?» [7]: Si estos y estos, ¿por
qué no yo también?
Pidamos a
la Madre de Dios que nos obtenga la gracia que obtuvo del Hijo en Caná de
Galilea. Por su oración, en aquella ocasión, el agua se convirtió en vino.
Pidamos que a través de su intercesión el agua de nuestra tibieza se convierta
en el vino de un fervor renovado. El vino que en Pentecostés provocó en los
Apóstoles la ebriedad del Espíritu y los hizo «fervientes
en el Espíritu».
©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. 7-8.
[2] N. Cabasilas, La vida en Cristo, II, 8: PG 150, 552 s.
[3] Filón de Alejandría, Legum allegoriae, I, 84 [ed. Claude Mondesert]
(Cerf, París 1962) 88 (methē nefalios).
[4] San Cirilo de Jerusalén, Cat. XVII, 18-19: PG 33,989.
[5] Macario egipcio, en Philocalia, 3 (Turín 1985) 325.
[6] San Ambrosio, Com. a Sal 35, 19.
[7] San Agustín, Confesiones VIII, 8, 19
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