El recuerdo de esta verdad cambia todo en la vida.
Por: P. Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net
Una de las experiencias más bellas que tenemos
como cristianos consiste en descubrir cuánto nos ama Dios.
Por amor somos creados y redimidos. Por amor
recibimos continuamente tantos dones para el cuerpo y para el alma.
El mayor don es Cristo mismo. Porque el Padre
envió a su Hijo para rescatarnos del pecado, para librarnos de la muerte, para
hacernos hijos en Cristo.
En cada sacramento, de modo especial en la
Eucaristía, celebramos y revivimos ese inmenso amor de Dios.
Existe el peligro de acostumbrarnos, de vivir un
cristianismo rutinario, como quien sigue tradiciones de la propia familia o
sociedad sin experimentar fuego en su corazón.
Por eso necesitamos recordar continuamente lo
mucho que Dios nos ama, a través de la Sagrada Escritura, de la oración personal,
de la vida como miembros de la Iglesia.
En un mundo de prisas, de acciones rápidas con
el coche o el móvil, nos resulta fundamental buscar momentos de pausa para ir a
lo esencial.
"Porque tanto amó Dios
al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16).
El recuerdo de esta verdad cambia todo en la
vida. Los problemas, ciertamente, no desaparecen. Pero tenemos la certeza de
que Dios, que es Amor, está siempre a nuestro lado.
Por eso, como los creyentes de todos los siglos,
hacemos nuestras las palabras de san Pablo:
"Bendito sea el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de
bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido
en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su
presencia, en el amor" (Ef 1,3 4).
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