La complejidad de la vida hace casi inevitables muchos daños provocados por error.
Por: P. Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net
Quería levantar esa jarra; calculé mal y todo
cayó al suelo. Soplé para apagar la vela, pero quedó encendida y hubo un
pequeño incendio. Opté por ir en metro, pero el vagón estaba lleno y me
contagié con un virus maligno.
Muchos males y daños son provocados por errores
e ignorancias. No queríamos tirar la jarra, ni producir un incendio, ni ser
contagiados, pero ocurrió lo que menos deseábamos.
Hace siglos, los pensadores griegos habían
notado cómo existen consecuencias no previstas de nuestros actos. Aristóteles
llamaba esto con la palabra “involuntario”, en
el sentido de que por ignorancia (o por otros motivos) causamos algo no
deseado.
Normalmente, cuando provocamos un mal por error
o ignorancia, sentimos pena, sobre todo si otros sufrirán las consecuencias de
nuestros fallos. En el ejemplo del metro, es posible no solo ser contagiado,
sino que yo sea quien contagie a otros, si no sabía que el virus ya estaba
dentro de mí...
La complejidad de la vida hace casi inevitables
muchos daños provocados por error. Es cierto que con más atención podría haber
evitado aquel lugar, aquel error, aquella situación imprevista que tuvo luego
consecuencias indeseadas. Pero en otras ocasiones, ni la prudencia mejor
intencionada puede imaginar factores totalmente inesperados.
Por eso, cuando uno mismo o cuando otros se
equivocan y generan males, comprendemos que no hay culpa, y que hace falta
apoyar a quien se siente “responsable” de lo
que en realidad ha sido un accidente más o menos serio.
Luego, con la mejor voluntad, intentaremos
reparar los daños y aliviar a quienes hayan sufrido las consecuencias de lo
ocurrido. Seguramente, gracias a Dios, encontraremos también a nuestro lado
familiares y amigos que nos comprenden y apoyan para afrontar males de mayor
gravedad.
Dicen que uno aprende a base de errores. Nos
gustaría no cometerlos, pero ni la mejor atención puede evitar tantos factores
que rodean nuestras decisiones de cada día.
Por eso, como enseña el final de la famosa
novela “Los novios” de Manzoni, ante esos
males causados sin culpa, pondremos manos a la obra para aplicar remedios, y
seguiremos en camino con la certeza de que todo coopera al bien de aquellos que
son amados por Dios (cf. Rm 8,28).
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