Las palabras de Cristo en el sermón de la montaña hacen referencia directamente al deseo que nace inmediatamente en el corazón humano.
Por: Juan Pablo II | Fuente: Catequesis sobre el
amor humano en el plan divino
(30-IV-80/4-V-80)
1. Durante
nuestra última reflexión hemos dicho que las palabras de Cristo en el sermón de
la montaña hacen referencia directamente al “deseo”
que nace inmediatamente en el corazón humano; indirectamente, en cambio,
esas palabras nos orientan a comprender una verdad sobre el hombre, que es de
importancia universal.
Esta verdad sobre el hombre “histórico”, de importancia universal, hacia la
que nos dirigen las palabras de Cristo tomadas de Mt 5, 27-28,
parece que se expresa en la doctrina bíblica sobre la triple concupiscencia.
Nos referimos aquí a la concisa fórmula de la primera Carta de San Juan 2,
16-17: “Todo lo que hay en el mundo, concupiscencia
de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del
Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa y también sus
concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre”. Es
obvio que para entender estas palabras, hay que tener muy en cuenta el
contexto, en el que se insertan, es decir, el contexto de toda la “teología de San Juan”, sobre la que se ha escrito
tanto (1). Sin embargo, las mismas palabras se insertan, a la vez, en el
contexto de toda la Biblia; pertenecen al conjunto de la verdad revelada sobre
el hombre, y son importantes para la teología del cuerpo. No explican la concupiscencia misma en su triple forma, porque parecen presuponer que
“la concupiscencia del cuerpo, la concupiscencia de
los ojos y la soberbia de la vida”, sean, de cualquier modo, un concepto
claro y conocido. En cambio explican la génesis de la triple concupiscencia, al
indicar su proveniencia, no “del Padre”, sino
“del mundo”.
2. La
concupiscencia de la carne y, junto con ella, la concupiscencia de los ojos y
la soberbia de la vida, está “en el mundo” y,
a la vez, “viene del mundo”, no como fruto
del misterio de la creación, sino como fruto del árbol de la ciencia del bien y
del mal (cf. Gén 2, 17) en el corazón del hombre. Lo que fructifica en
la triple concupiscencia no es el “mundo” creado
por Dios para el hombre, cuya “bondad” fundamental
hemos leído más veces en Gén 1: “Vio Dios
que era bueno... era muy bueno”. En cambio, en la triple concupiscencia
fructifica la ruptura de la primera Alianza con el Creador, con Dios-Elohim,
con Dios-Yahvé. Esta Alianza se rompió en el corazón del hombre. Sería
necesario hacer aquí un análisis cuidadoso de los acontecimientos descritos en Gén
3, 1-6. Sin embargo, nos referimos sólo en general al misterio del pecado, en
los comienzos de la historia humana. Efectivamente, sólo
como consecuencia del pecado, como fruto de la ruptura de la Alianza con Dios
en el corazón humano -en lo íntimo del hombre-, el “mundo” del libro del Génesis se ha convertido
en el “mundo” de las palabras de San Juan
(1, 2, 15-16): lugar y fuente de concupiscencia.
Así, pues, la fórmula según la cual, la
concupiscencia “no viene del Padre sino del mundo”
parece dirigirse una vez más hacia el “principio” bíblico.
La génesis de la triple concupiscencia, presentada por Juan, encuentra en este
principio su primera y fundamental dilucidación, una explicación que es
esencial para la teología del cuerpo.
Para entender esa verdad de importancia
universal sobre el hombre “histórico”, contenida
en las palabras de Cristo durante el sermón de la montaña (cf. Mt
5, 27-28), debemos volver una vez más al libro del Génesis, detenernos una vez más “en el umbral” de la revelación del hombre “histórico”. Esto es tanto más necesario, en
cuanto que este umbral de la historia de la salvación es, al mismo tiempo,
umbral de auténticas experiencias humanas, como comprobaremos en los análisis
sucesivos. Allí revivirán los mismos significados fundamentales que hemos
obtenido de los análisis precedentes, como elementos constitutivos de una
antropología adecuada y substrato profundo de la teología del cuerpo.
3. Puede
surgir aún la pregunta de si es lícito trasladar los contenidos típicos de la teología de San Juan, que se
encuentra en toda la primera Carta (especialmente en 1, 2, 15-16), al terreno
del sermón de la montaña según Mateo, y precisamente de la afirmación de Cristo
tomada de Mt 5, 27-28, (“Habéis oído que fue dicho: No
adulterarás. Pero yo Os digo que todo el que mira a una mujer
deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”). Volveremos a tocar este tema más veces: a pesar de esto,
hacemos referencia desde ahora al contenido bíblico general, al conjunto de la
verdad sobre el hombre, revelada y expresada en ella. Precisamente, en virtud
de esta verdad, tratamos de captar hasta el fondo al hombre, que indica Cristo
en el texto de Mt 5, 27-28: es decir, al hombre que “mira” a la mujer “deseándola”.
Esta mirada, en definitiva, ¿no se explica
acaso por el hecho de que el hombre es precisamente un “hombre de deseo”, en el
sentido de la primera Carta de San Juan, más aún, que ambos, esto es, el
hombre que mira para desear a la mujer que es objeto de tal mirada, se
encuentran en la dimensión de la triple concupiscencia, que “no viene del
Padre, sino del mundo”? Es necesario, pues, entender lo que es ese
bíblico “hombre de deseo”, para descubrir la
profundidad de las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28, y para
explicar lo que signifique su referencia, tan importante para la teología del
cuerpo, al “corazón” humano.
4. Volvamos
de nuevo al relato yahvista, en el que el mismo hombre, varón y mujer, aparece
al principio como hombre de inocencia originaria -antes del pecado original- y
luego como aquel que ha perdido esta inocencia, quebrantando la alianza
originaria con su Creador. No intentamos hacer aquí un análisis completo de la
tentación y del pecado, según el mismo texto del Gén 3, 1-5, la
correspondiente doctrina de la Iglesia y la teología.
Solamente conviene observar que la misma
descripción bíblica parece poner en evidencia
especialmente el momento clave, en que en el corazón del hombre se puso en duda
el don. El hombre que toma el fruto del “árbol
de la ciencia del bien y del mal” hace, al mismo tiempo, una opción
fundamental y la realiza contra la voluntad del Creador, Dios Yahvé, aceptando
la motivación que le sugiere el tentador: “No, no
moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis, se Os
abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal”;
según traducciones antiguas: “seréis como dioses,
conocedores del bien y del mal” (2). En esta motivación se encierra
claramente la puesta en duda del don y del amor, de quien trae origen la
creación como donación. Por lo que al hombre se refiere, él recibe en don “al mundo” y, a la vez, la “imagen de Dios”, es decir, la humanidad misma en toda la
verdad de su duplicidad masculina y femenina.
Basta leer cuidadosamente todo el pasaje del Gén
3, 1-5, para determinar allí el misterio del
hombre que vuelve las espaldas al
“Padre” (aun cuando en el relato no
encontremos este apelativo de Dios). Al poner en duda, dentro de su corazón, el
significado más profundo de la donación, esto es, el amor como motivo
específico de la creación y de la Alianza originaria (cf. especialmente Gén
3, 5), el hombre vuelve las espaldas al Dios-Amor, al “Padre”.
En cierto sentido lo rechaza de su corazón y como si lo cortase de
aquello que “viene del Padre”; así, queda en
él lo que “viene del mundo”.
5. “Abriéronse los
ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y
se hicieron unos ceñidores” (Gén 3, 7). Esta es la primera frase
del relato yahvista que se refiere a la “situación”
del hombre después del pecado y muestra el nuevo estado de la naturaleza
humana. ¿Acaso no sugiere también esta frase el
comienzo de la “concupiscencia” en el corazón del hombre? Para dar
una respuesta más profunda a esta pregunta, no podemos quedarnos en esa primera
frase, sino que es necesario volver a leer todo el texto. Sin embargo, vale la
pena recordar aquí lo que se dijo en los primeros análisis sobre el tema de la
vergüenza como experiencia “del límite” (10).
El libro del Génesis se refiere a esta experiencia para demostrar la “línea divisoria” que existe entre el estado de
inocencia originaria (cf. especialmente Gén 2, 25, al que hemos dedicado
mucha atención en los análisis precedentes) y el estado de situación de pecado
del hombre al “principio” mismo. Mientras el
Génesis 2, 25 subraya que estaban desnudos... sin avergonzarse de ello”, el
Génesis 3, 6 habla explícitamente del nacimiento de la vergüenza en conexión
con el pecado. Esa vergüenza es como la fuente primera del manifestarse en el
hombre -en ambos, varón y mujer-, lo que “no viene
del Padre, sino del mundo”.
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